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Acordeón¿Qué hacer?El corte eléctrico

El corte eléctrico

Hacía tiempo que la tostadora pendía de un hilo; algo en el mecanismo que retiene el pan se había deformado y cada vez costaba más introducir la futura tostada dentro del espacio donde unos alambres transmiten el calor eléctricamente generado a la materia comestible del desayuno. La tostadora se resistía a morir (o yo me resistía a comprarme otra).

Pero todo llega, dicen aquellos a quienes les llega algo probablemente no deseado. Así, un 20 de abril de 2025, le llegó el turno a mi tostadora; concretamente, a las 7.30 de la mañana, cuando, tras acercarme soñoliento a ese cuerpo sufrido de plástico y metal, lo alimenté sin piedad con dos rebanadas de pan y bajé con más esfuerzo del habitual la palanca que abría el circuito para su efectiva tostación. ¡Chas! De golpe, se fue la luz. ¿Un cortocircuito? Maldita tostadora. Ahora cómo voy a comer un desayuno decente. ¿Miel sobre pan blando? Oh, qué horror… Me desplacé chancleteando por el pasillo hasta la caja del contador y reactivé el sistema subiendo el diferencial. Con la casa de nuevo electrificada, volví sobre mis pasos, decidido a deshacerme de una vez por todas del causante del matutino contratiempo. Como el protagonista de la película 2001 cuando desconecta al escacharrado Hal –mientras, cruel, le hace cantar Daisy, Daisy, / Give me your answer, do / I’m half crazy, / All for the love of you!–, desenchufé el aparato y lo metí en una bolsa de plástico, que, ya más tranquilo, dejé en la entrada para su merecido reciclaje.

¿Fue un presagio? Yo creo que sí, pero como tiendo a lo fantástico y paranormal, prefiero que sea el lector quien tenga la última palabra… El caso es que, poco después de aquel incidente, hice un viaje de dos horas en coche hasta mi casa de campo, donde llevaba tiempo sin funcionar el grupo electrógeno que proporciona luz a la finca, y me había citado con un operario para que llenara de gasoil el tanque del generador. Mi plan era muy sencillo: primero comprobar si no arrancaba por falta de energía. Caso de que así fuera, llamar a un técnico. A la hora acordada, llegó un pequeño camión que suministró un total de 300 litros en el mencionado tanque. En cuanto se marchó, corrí a encender el generador, pero sin éxito; solo emitía un agonizante sonido como de ratón a punto de desfallecer. Fue entonces cuando recibí un mensaje de mi hermana; decía: “Apagón heavy. No funciona nada”.

Sí, ya sabía que no funcionaba nada, ni el generador ni mi maldita tostadora. ¿Pero cómo sabía ella que no había conseguido arrancar el generador? ¿Sabía también lo de la tostadora? Pero entonces me llamó y me comentó lo que yo, en mi aislamiento campestre, ignoraba. ¡La luz se había ido en toda España! Yo no era el único que no tenía luz. Los demás tampoco. ¡Ja! ¿Pero por qué entonces funcionaban los móviles?, me pregunté retóricamente. Bueno, lo cierto es que solo funcionaba wasap. Viendo que el gasoil por sí solo no arregla una máquina (no como el agua, que muchas veces basta para reparar un cuerpo, sobre todo si está caliente; el agua, digo), decidí activar el plan B y, en mi ignorancia del estado real de la red eléctrica, llamar al técnico. Por supuesto, mi llamada se perdió en un país de golpe tecnológicamente disfuncional.

De nuevo recibí un mensaje de mi hermana, muy angustiada; decía: no cojas el coche, es peligroso. Ahorra batería del móvil. Desactiva bluetooth… No le hice caso, por supuesto: debía al menos conseguir algo de agua y comida para pasar la noche. Así que, mientras oía la radio (reina inesperada de la información), cuyo desconcierto corroboraba el mío, conduje hasta el pueblo más cercano, en la costa. Al pasar en paralelo al paseo marítimo, inspeccioné a los tranquilos –demasiado tranquilos– turistas sentados en las mesas. Todo parecía normal. Pero mi instinto sherlockiano no las tenía todas consigo. Entonces me fijé que en las mesas solo había bebidas, y eso que ya eran las dos. Agua y vino blanco, salvo una familia con niños, que zampaba helados. Eso sí qué era extraño. Ni paella, ni lenguado a la plancha, ni chipirones. Solo helado y bebida fría. Mmm, todo muy frío, pensé.

Después de dar una vuelta de reconocimiento (vigilado en cierto momento por una policía local un tanto desorientada) y comprobar que en los muchos restaurantes del lugar se repetía la misma escena, aparqué delante de un restaurante y me acerqué al camarero, a quién, con cautela, pregunté si se podía comer algo.

—Se nos ha acabado todo el jamón y el queso –me respondió (confieso que no había pensado en embutido para comer, pero bueno, aceptaría lo que fuera, cuestión de vida o muerte).

—Vaya –contesté lacónico (por si acaso).

—¡Es que hemos vendido más jamón y queso que un domingo! –dijo con cierto orgullo. (¿Tanto jamón?, ¿en serio?)

—¿Y agua tenéis?

—Ah, eso sí, claro.

Por suerte, llevaba efectivo, y, al darle mi billete, se me antojó que le estaba entregando algo de gran valor, es decir, que el billete de repente valía más de lo marcado en su superficie. El camarero volvió risueño con el cambio en una mano y dos botellas de agua –fría– en la otra.

Había conseguido la primera parte del inventario, pero me faltaba la otra, la comida. Así que me dirigí a un badulaque que estaba haciendo su agosto, pues los supermercados habituales habían bajado la persiana (su negocio de masas, claro, se fundamenta en el control telemétrico y la congelación). Compré más agua, cacahuetes, espaguetis y salsa de tomate. Mi kit de supervivencia. De nuevo, el uso de efectivo me recordaba que habíamos descendido (o ascendido) a un estado humano primordial, de trueque y siempre al filo del peligro. Era una sensación, por un lado, vertiginosa; por el otro, liberadora. Sin cobertura, sin suministro estable de electricidad, sin control digital, uno regresaba de golpe al bosque, donde nadie ni nada garantiza el mañana. Volví a casa con mi botín. Fui de los afortunados que tenían cocina de gas (habría podido utilizar leña, que conste), así que me preparé un precario plato de pasta que coroné con unos cacahuetes, alimento rico en proteínas.

Luego me tumbé en la hamaca y comprobé que la poca señal de móvil que había tenido en los primeros momentos del apagón se había esfumado por completo. El aparato, salvo por el reloj y la linterna (que durarían lo que la batería), se había convertido de pronto en un juguete roto, completamente inútil. De objeto fetiche, talismán omnipresente, ojito derecho de la mañana, a trasto reflectante, ladrillo presuntuoso, miseria moderna. Ya no compartiría nada con mis pocos, pero selectos seguidores, ni interferiría la comunicación instantánea en el motor de mi pensamiento. Estaba solo, absolutamente solo.

Ahora bien, si la desconexión eléctrica no me había afectado demasiado –emocionalmente, me refiero–, debo confesar que al principio la telecomunicacional me inquietó. Podía tropezar en cualquier lugar y romperme una pierna, o caer dentro de una fosa, o ser atacado por perros salvajes (muy promiscuos en la zona). ¿Habría logrado teclear el 112 con la cabeza abierta y colgando de un barranco? Y, en caso afirmativo, una ambulancia, por ejemplo, ¿habría llegado a tiempo hasta este campo perdido de la mano de dios? Son todo preguntas muy pertinentes y razonables, sin duda, pero sin una respuesta clara.

Pasaban las horas y no llegaba la señal. Los pájaros trinaban como siempre. Los insectos se multiplicaban como siempre. Todo seguía como siempre, menos la placenta electrónica que alimentaba este rincón español de la aldea global. Como la finca está en un lugar de difícil acceso, pensé que volviendo a una zona urbana recuperaría la señal. Me disponía a coger de nuevo el coche cuando me fijé que incluso los gigantes molinos de viento que dominan la zona se habían parado. De repente, como una revelación, sentí el alcance de la desconexión, el inmenso mar de silencio electrónico en que se había sumergido la península. Todo seguía igual, cierto, no solo para los pajaritos o los insectos. También para nosotros.

Se fue haciendo de noche. Mi último recurso de distracción –un libro– empezaba a fallarme. Los signos perdían concisión, entraban en la creciente penumbra y desaparecían en ella. Miré al cielo, donde ya despuntaban las primeras estrellas y, con ellas, un arañazo de terror. Al principio me resistí nerviosamente a la invasión de la nada; pensé múltiples estrategias de supervivencia, algoritmos de acción y respuesta, ramificaciones estocásticas, planes de solución dinámica, flexible… Hasta que llegue a la conclusión más lógica: no había nada que hacer. Solo entonces me relajé y me concentré en ellas, siempre presentes, incluso cuando brilla el sol. El día, concluí, es la ilusión: la capa del mago azul con la que encanta a su extasiado público y le hace trabajar y hablar y comer y soñar despierto. En cuanto acepté ese hecho, el de que era yo quien flotaba con ellas, me entró lo contrario del terror: una calma perfecta, una calma soplada por la noche. La armonía de un oscuro lago sobre nuestras cabezas. Un lago al que nos cuesta mirar de frente.

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