Prólogo
Siempre es un placer releer la obra monumental de Schumpeter Capitalismo, socialismo y democracia, un trabajo tan relevante en la actualidad como en el momento de su publicación hace sesenta y cinco años. El libro se ha convertido en un clásico no solo en el ámbito de la economía, sino también en el de las ciencias políticas. Términos como competencia schumpeteriana y destrucción creativa han entrado a formar parte del vocabulario común y hasta existe una Sociedad Internacional Joseph A. Schumpeter, encargada de difundir sus ideas. La presente reedición es una magnífica oportunidad para preguntarnos por qué sus contribuciones han ejercido tanta influencia –o quizás, por qué no han ejercido la que debían.
En el terreno económico, Schumpeter abogó contra el modelo de competencia en equilibrio predominante en su tiempo y en la actualidad. Este se denomina modelo walrasiano, en honor al economista francés Léon Walras, autor de su primera formulación matemática, o modelo Arrow-Debreu, en referencia a los dos premios Nobel estadounidenses que enunciaron las condiciones de dicho equilibrio, el cual es eficiente en el sentido de Pareto (en el sentido de que nadie podría medrar sino en detrimento de otro individuo). Se trata del modelo de la oferta y la demanda contemplado en toda iniciación a la economía. En este sistema, los monopolios son
el azote debido a su poder de coartar la producción y elevar los precios.
Para Schumpeter, la innovación constituye el núcleo del capitalismo y requiere cierto grado de poder monopolístico. La competencia schumpeteriana sustituyó la competitividad en el mercado por competitividad por el mercado. Si la competencia fuese perfecta, los innovadores no tendrían manera de sacar rendimiento a sus ideas y, sin innovación, las economías se estancarían. Schumpeter se las ingenió para observar la historia con perspectiva incluso tras un período en el que el rendimiento de las economías capitalistas dejó bastante que desear, pues, tras la Gran Depresión, gran parte del capital y de los recursos humanos se mantuvo a la deriva por un largo período, con el consiguiente coste humano. Se percató de que, a pesar de las pérdidas que tenían lugar durante dichos períodos, los cuales se habían repetido a lo largo de la historia, el capitalismo había conducido a un enorme aumento en el nivel de vida, y era probable que continuase haciéndolo. Incluso mantenía una opinión optimista acerca de la erradicación de la pobreza. Teniendo en cuenta el aumento de los ingresos medios y las escasas evidencias del crecimiento de las desigualdades, era de esperar que los más desfavorecidos hallasen una nueva prosperidad. Sin embargo, a pesar de todos estos éxitos a largo plazo, no se mostraba optimista con relación al futuro del capitalismo en la batalla política e ideológica contra el socialismo. Su libro puede entenderse como la aportación a la contienda intelectual que contemplaba en el horizonte.
En cierto sentido, Schumpeter tuvo las de ganar. Nadie piensa hoy que el “socialismo” sea superior al capitalismo como sistema de organización de la producción de bienes y de los servicios. El aumento en el nivel de vida resultado de la economía de mercado ha sobrepasado cualquier pronóstico sostenido hace seis décadas. El ritmo de la innovación ha sido mayor del previsto por Schumpeter, tanto que hoy en día nos referimos a la economía de la “innovación”.
Y sin embargo, en otro sentido, Schumpeter es un outsider para la rama dominante de la economía, al igual que lo era hace tres cuartos de siglo. El modelo de “equilibrio” que tanto denostó permanece como el paradigma dominante. Es más, la nueva amenaza para el capitalismo no proviene del socialismo, sino de la derecha, de los propios capitalistas. Hoy en día, la cuestión es salvarlo de estos y de una forma de estatismo peor incluso en determinados aspectos que el socialismo, algo que he definido como “asistencialismo corporativo”: se emplea el poder del Estado para proteger a los ricos y poderosos en lugar de a los más desfavorecidos y a la sociedad en general. Se trata de un fracaso producto de las limitaciones del tipo de democracia competitiva que Schumpeter pregonaba.
Mi propio trabajo de iniciación a la macroeconomía fue, por ejemplo, el primer libro de texto introductorio en dedicar un capítulo a la innovación que Schumpeter consideraba clave para el capitalismo. La mayor parte de los programas universitarios dedican poco tiempo a la “teoría del crecimiento endógeno”, según la cual el ritmo de la innovación viene dado por decisiones económicas puntuales, mientras que se hace hincapié en las teorías de equilibro económico basadas en el modelo de la competencia perfecta. Así pues, la relación entre la estructura industrial y el ritmo de la innovación, la clave principal para Schumpeter, recibe poca atención.[1]
En parte, el lenguaje constituyó uno de los problemas de nuestro autor: se expresó con palabras, mientras que el lenguaje de la economía moderna recurre a las matemáticas. Sus ideas han de ser traducidas y suele ocurrir que parte de su contenido se pierde en el proceso. De todos modos, en ocasiones, se gana. Las matemáticas proporcionan una mayor precisión para articular premisas y conclusiones. Schumpeter habla de las virtudes del capitalismo en cuanto promotor de la innovación. Le preocupan menos los monopolios, que en cualquier caso considera temporales, dado que la innovación lleva a la sustitución de un monopolista por otro. Sin embargo, la disciplina económica se centra en la escasez de los recursos, y la pregunta fundamental que debe hacerse un estudioso es si la economía asigna recursos a la innovación de manera eficiente.
No es motivo de crítica que Schumpeter no respondiese a dicha pregunta íntegramente, o que la respuesta que su trabajo sugiere no sea del todo correcta. Él describió un “modelo” de capitalismo notablemente diferente del modelo de equilibrio predominante durante tanto tiempo. Su principal aportación residió en conminar a los economistas a seguir un camino diferente, y aquellos que lo hicieron, encontraron respuestas, si no definitivas, sin duda prometedoras. Los monopolios pueden ser considerablemente más duraderos de lo que Schumpeter creía. Mientras que en algunos casos la amenaza que supone la entrada de nuevos competidores puede ser un impedimento para innovar, en otros las empresas dedican numerosos recursos a la creación de barreras socialmente improductivas para mantener su posición. Así, estas empresas pueden ralentizar el ritmo general de la innovación. Microsoft se ha convertido en el vivo ejemplo de cómo una parte interesada puede frenarla. Esta y otras compañías han innovado en la creación de nuevas barreras de entrada y en la obtención de beneficios de su poder monopolístico.
La innovación se ve incentivada por la búsqueda de mayores beneficios. Por lo tanto, no debe sorprender que si los rendimientos de la esfera privada no son acordes a los retornos sociales, la propia innovación se distorsiona. Los trabajos de A. C. Pigou en Cambridge ya habían hecho hincapié en la distinción entre rendimiento privado y público, pero la cuestión no ha alcanzado la atención que sí han concedido los criterios modernos a factores ambientales externos. He mencionado un ejemplo en el párrafo anterior, la innovación como habilidad de usar el monopolio para erigir barreras de entrada. Las tabacaleras la utilizaron para crear sustancias más adictivas; la industria financiera para crear productos que explotasen mejor la ignorancia y las debilidades de los consumidores; la industria farmacéutica ha centrado sus esfuerzos en diseñar rentables fármacos de imitación para el crecimiento capilar, dedicando mínimos esfuerzos a investigar las enfermedades de poblaciones desfavorecidas. Y, dado que el carbono no supone un coste, sorprende poco la ausencia de incentivos para la búsqueda de nuevas formas de reducir las emisiones.
El hecho de que la rentabilidad pública y la privada puedan tener marcadas diferencias también nos ayuda a explicar por qué los argumentos ingenuos sobre los beneficios de los procesos evolutivos son erróneos. Schumpeter acertó al centrarse en los dones a largo plazo de la innovación, contrapuestos a los beneficios a corto plazo de la “eficiencia estática”, piedra de toque de los modelos de equilibrio. La mayoría de las mejoras en el nivel de vida son fruto de dicha innovación. También acertó al enfatizar el equilibrio de fuerzas entre la eficiencia a corto plazo y los beneficios dinámicos a largo plazo. Por ejemplo, el sistema de patentes implica un uso poco eficiente del conocimiento a corto plazo, pues conlleva pérdidas de eficiencia estática y una cierta imposición monopolística. Sin embargo, si dicho sistema genera innovación, los beneficios a largo plazo superan con creces los costes inmediatos. Los gobernantes de países en vías de desarrollo y las instituciones financieras internacionales que les asesoran (el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional) han de considerar este principio seriamente: las políticas industriales como la acometida por Corea del Sur pueden conllevar pérdidas a corto plazo, pero estas serán compensadas sobradamente por las ganancias dinámicas.
Pero la idea de que estos procesos evolutivos conllevarán necesariamente un aumento en el nivel de vida no es convincente. Así, la última crisis ha sembrado más dudas sobre la validez de estas asunciones. Por ejemplo, aquellos organismos financieros que hubiesen comprendido mejor la naturaleza del riesgo y tomado medidas más prudentes (como no endeudarse en exceso) no habrían sobrevivido. Los inversores habrían revisado sus beneficios aparentemente más bajos y habrían solicitado un cambio en la dirección. Sin lugar a dudas, los que pedían mayor precaución pueden jactarse de que ya lo advirtieron. Pero las empresas (y sus gerentes) erradicadas por la “destrucción creativa” de este proceso de optimismo irracional y pobre análisis del riesgo no reviven con facilidad. De hecho, las estructuras de recompensa han permitido que aquellos que condujeron la economía al abismo se embolsen miles de millones, bastantes menos de los que se habrían llevado si su análisis deficiente hubiese sido correcto y, sin embargo, muchos más de los merecidos, dados los costes que han impuesto al resto de la sociedad.
Así las cosas, el optimismo de Schumpeter, cuando afirmaba que todos los ciudadanos (o la mayoría) se beneficiarían del capitalismo dinámico, parece infundado. Aunque no utilizase el concepto, es como si hubiese postulado una economía de goteo. Naturalmente, si un capitalismo abusivo no lleva a una desigualdad creciente y, por tanto, la media de ingresos sube, la pobreza queda reducida. No obstante, el capitalismo del siglo XXI demuestra que la desigualdad puede llegar a tal punto que la mayor parte de las personas se ve afectada. Los ingresos familiares han disminuido y son más bajos hoy (con la inflación ajustada) que hace una década. Y esto sin tener en cuenta la sensación de descenso en el nivel de vida que producen estas inseguridades y la degradación ambiental. A quienes han perdido sus hogares y sus ahorros por las “innovaciones” del sistema financiero estadounidense les resultará de poco consuelo que quizás sus nietos vivirán mejor. Comprobar que los ingresos medios de los trabajadores varones en su treintena era superior hace tres décadas también resta solidez a la confianza en esta economía de goteo.
Una de las aportaciones más importantes de Schumpeter consistió en atraer el foco de atención a los sistemas de innovación. Hoy en día se reconoce ampliamente el papel fundamental del Gobierno a la hora de promover los avances científicos. Sin embargo, los Gobiernos siempre han desempeñado una labor clave en el desarrollo tecnológico, y así era ya mucho antes del tratado de Schumpeter. Somos conscientes del papel que han jugado en la ayuda a la creación de algunas de las mayores innovaciones del siglo XX, incluyendo internet. Pero ya en el siglo XIX fue el Gobierno el que financió la primera línea de telégrafos y no solo promovió la investigación que cimentó el aumento de la productividad agrícola en Estados Unidos, sino que creó las estructuras de propagación para transmitir ese conocimiento a los agricultores. Puede resultar más controvertido el énfasis de Schumpeter en el papel que las grandes empresas, en ocasiones monopolísticas, juegan en el fomento de la innovación. Existe una línea de investigación que argumenta que una gran proporción de las innovaciones modernas se origina en empresas nuevas y pequeñas. Algunos pasos del proceso innovador pueden automatizarse, pero no así la verdadera creatividad, y, si las grandes compañías ponen trabas a la entrada de nuevos competidores, la innovación resulta perjudicada.
El diálogo reciente sobre la materia también ha prestado gran atención al papel de los derechos de propiedad intelectual, algo a lo que Schumpeter dio poca importancia. Sin embargo, esto nos muestra un cambio importante: todo el mundo está de acuerdo en el rol principal de la empresa privada, el debate sobre el socialismo ha finalizado. De ahí que la cuestión sea qué tipo de capitalismo es el que mejor promueve la innovación. Al respecto, he apuntado previamente la necesidad de la participación de los Gobiernos en la investigación e incluso en ciertos aspectos de las aplicaciones de I+D. Los Gobiernos deben sentar las “reglas del juego”. Cada vez somos más conscientes de que un sistema ineficiente (demasiado estricto) de derechos de la propiedad intelectual supone una rémora. Los intereses corporativos han pretendido “cercar el patrimonio común” del conocimiento, dificultando el acceso al mismo, un acceso que resulta clave para el desarrollo de la ciencia y la tecnología. Las marañas de patentes y los litigios por su propiedad intelectual llegan a inhibir la innovación, y los monopolios han minimizado con frecuencia los incentivos a la misma. El resultado es que el propio régimen de propiedad intelectual frena los avances, como ya se teme que está ocurriendo en los Estados Unidos.
Este régimen, al igual que las demás normas y regulaciones que gobiernan la economía, es el resultado de un proceso político. Y en el análisis de dicho proceso, Schumpeter da ideas fecundas. Se centra una vez más en el papel de la competencia; en esta ocasión, por el liderazgo político. Y, como en el caso del mercado, es consciente de las imperfecciones del proceso. Pero ya he indicado previamente que confía demasiado en las virtudes, en detrimento de los efectos adversos. Lo mismo acontece en el ámbito político.
Durante los últimos años hemos sido testigos de cómo los partidos políticos utilizan su poder para limitar la competencia y distorsionar los resultados. Por ejemplo, a través de técnicas de manipulación electoral y, en algunos casos, mediante trabas al voto contrario. Las ayudas a las campañas y el cabildeo alteran el proceso político, con evidentes consecuencias en la crisis actual, ya que el sector financiero consiguió “comprar” la desregulación para acabar pidiendo ingentes ayudas económicas.
Más importante aún, Schumpeter comprendió la interacción entre economía y política. Quizás, le preocupaba que tras las consecuencias de la Gran Depresión y la decepción con el rendimiento de la economía de mercado, las virtudes de esta –su capacidad innovadora– se acabasen ignorando. Criticó con razón los estudios económicos basados en un modelo particular de economía de mercado, el modelo de equilibrio, en el que la innovación carecía de lugar. En este modelo, la competencia perfecta era el ideal, y cuando se alcanzaba dicho ideal, el mercado era plenamente eficiente. Pero en ese afán por asegurarse de que los puntos fuertes del capitalismo basado en mercados imperfectos no se obviasen, él mismo subestimó sus limitaciones.
Las innovaciones sociales son tan importantes como las tecnológicas. Sin una comprensión de estas limitaciones no podremos mejorar la economía de mercado. Hoy, el problema no es que la economía se aleje de los ideales de los economistas, sino que el crecimiento alcanzado puede ser insostenible y los beneficios se concentran en una minoría. Sin embargo, al ofrecernos un punto de vista diferente sobre el funcionamiento del sistema político y económico, Schumpeter nos facilitó herramientas esenciales para continuar la búsqueda interminable en pos de una sociedad mejor.
Este texto corresponde al prólogo de Joseph E. Stiglitz al libro Capitalismo, socialismo y democracia. Volumen I, de J. A. Schumpeter, el primer título que acaba de publicar la editorial Página indómita, con traducción de José Díaz García y Alejandro Limeres.
Joseph Eugene Stiglitz (Gary, Indiana, Estados Unidos, 1943) es un economista conocido por su visión crítica de la globalización. Premio Nobel de Economía en 2001, en 2000 fundó la Iniciativa para el diálogo político. Además de sus publicaciones técnicas de economía, es el autor de Whither Socialism, introducción a las teorías que explican el fracaso de las economías socialistas en Europa del Este, y de El malestar en la globalización. Su último libro, aparecido este año, se titula The Great Divide.
Notas
[1] Aproximadamente treinta y cinco años después de las aportaciones de Schumpeter, los economistas comenzaron a prestarle la atención merecida a la cuestión. Véase, por ejemplo, P. Dasgupta y J. E. Stiglitz, «Industrial Structure and the Nature of Innovative Activity» Economic Journal, 90 (358), junio de 1980, pp. 266–293 y «Uncertainty, Market Structure and the Speed of R&D», Bell Journal of Economics, 11(1), primavera de 1980, pp. 1–28.