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El Diego


El más grande.

Mis estudiantes saben quién es él. Hacia el final de History of Cinema (FTS 209), en un capítulo dedicado a una cinematografía distante de Hollywood, hablo sobre Latinoamérica. Y ¿cómo hablar de nosotros sin mencionar a Maradona?

En ese capítulo descubro ante mis alumnos una narrativa que empieza con las guerras de independencia y Simón Bolívar y pasa por Emiliano Zapata, el Che llegando a La Habana, Pedro Infante, María Félix, Cantinflas y Carmen Miranda. La historia sigue con Glauber Rocha, el novo cinema brasilero, las Memorias del subdesarrollo, Doña Flor y sus dos maridos, y termina con Augusto Pinochet, el rol de la CIA, la Junta Militar, los desaparecidos, Sendero Luminoso y Diego Armando Maradona.

No se puede entender a Latinoamérica sin el fútbol, les digo.

La noche de su muerte, un estudiante me mandó un email que decía «Lo siento». Clases atrás, el mismo alumno había hecho un comentario sobre ese video que yo los hago ver en clase: el de Maradona haciéndole el segundo gol a los ingleses en 1986, narrado por Víctor Hugo Morales: quiero llorar, Dios Santo viva el fútbol.

El alumno es puertorriqueño y antes de este curso no sabía quién era Maradona, qué eran Las Malvinas, ni qué diablos fue México 86.

Mi memoria me dice que aquella tarde de 1986 mi familia estaba a punto de almorzar. Yo tenía 13 años y miraba un partido de fútbol en el televisor de 12 pulgadas, en el escritorio de la casa. Mi madre me llamó a comer desde la cocina y yo grité pidiendo unos minutos más. Entonces Diego tomó la pelota un poco antes de la media cancha y empezó a sortear a los rivales. En aquella brumosa tarde semi soleada, recuerdo muy bien mi reacción: abrí los ojos, me toqué la cabeza, le grité a toda la familia que viniera a ver la repetición de aquella maravilla.

El mejor gol de la historia, les digo  No se puede entender a Latinoamérica sin esa insensatez que es la pasión por la redonda.

Para los peruanos, el gol de Maradona venía acompañado de un perverso recuerdo: en 1985, faltando diez minutos para el final del partido, Argentina  nos empató a dos, en Buenos Aires, y nos dejó afuera del Mundial. Solo los peruanos recuerdan a César Cueto y su zurda maravillosa llevándose al equipo argentino, saltando entre dos rivales para pasarle la pelota a Barbadillo, que convirtió el 2 a 1. No bastó. Ni bien el argentino Ricardo Gareca metió la pelota por segunda vez en el arco peruano, Cueto y todos los demás, nos convertimos en una anécdota de las muchas que permitieron que Diego pisara el césped mexicano, que levantara esa Copa. Pero, sobre todo, que metiera ese gol.

El año 2019, en un avión hacia Madrid, vi el documental que el Dean de Lehman College –el filósofo James Mahon, un irlandés que creció amando el cine–me describió como una de las películas que más lo habían impresionado: Maradona, dirigido por Asif Kapadia (también director de ese filme extraordinario que es Senna). La película de Kapadia nos lleva a los años de Diego en el Nápoli y a Italia 1990. El filme intenta armar una explicación de cómo un genio del fútbol se convierte en ese ser humano consumido por el exceso que todos hemos visto en las crónicas sobre su vida privada.

Ayer, manejando por la Hutchison Parkway, al ver a una señora al timón de una camioneta con la bandera argentina fuera del auto, creí entender su dolor. Pero no: haber vivido los goles de Maradona con la certeza de que te pertenecen tiene que haberle dado al dolor de su muerte una intensidad distinta.

Hace algunos meses Hernán Casciari leyó, junto a su madre, una historia en que toda la Argentina rezaba por la salud de Diego. El cuento era de 2004. No pretendo explicar aquí qué significa Maradona para la Argentina (Vayan al enlace y escuchen. Dudo que nadie lo haya hecho mejor que Casciari).

Y sin embargo, poniendo aparte el país en que nacimos, quienes vivimos todos estos años en ese cruce entre el perdón y el espanto cada vez que lo vimos hundirse, nunca hemos dudado en defenderlo cada vez que alguien quiso poner a Pelé, a Ronaldinho, o algún otro, más arriba del Diego.

No hay forma. Nadie ha llegado tan alto. Que descanses en paz, barrilete cósmico.

 

 

 

 

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