El dolor de ciertos placeres

486

 

Portada de la edición sueca de El placer. Dibujo: Cándido Iglesias


La patria del escritor es su idioma. La lengua materna sirve no sólo para comunicarnos, sino también para que nos resulte familiar la música de nuestras palabras, y no sentirnos tan solos lejos de nuestra tierra. El teatro es la segunda patria del dramaturgo exiliado, porque en la palabra dramática sigue vivo el idioma, y toda la cultura y costumbres que de él emanan. Si asistir en un país extranjero a una representación teatral en lengua madre, refuerza los lazos de identidad del público; ¿qué no supondrá, para quien escribió la obra, verla representada y oírla pronunciada en su propia lengua, a pesar de encontrarse tan lejos de donde se ha nacido?  

 

El actor y dramaturgo cubano Cándido Iglesias (La Habana, 1943), afincado en Suecia desde 1994, ha realizado esta gesta con su última obra El placer, publicada por Södertext Förlag a finales de 2014. No se trata de su primera obra teatral, ya en su Cuba natal se inició en los menesteres de la dramaturgia con Baño de mar y En cuerpo y alma, más allá de su tarea como actor salido de la Academia de Adela Escartín, a finales de la década de los 50 del pasado siglo.

 

Y aunque el autor cambió en Cuba su nombre por el de Alejandro para su tarea artística (la candidez no le parecía una cualidad muy adecuada para un actor que debía abrirse su propio camino); sin embargo, su nueva obra teatral nos llega firmada por Cándido Iglesias. ¿Querrá trasmitirnos el dramaturgo, tras los años transcurridos, que lo importante no son los nombres, sino el drama vital que encierran?

 

Aunque escrita en Suecia, El placer es una obra cubana que toma contacto con el más allá, como sucede en gran parte del moderno teatro caribeño. Podría decirse que los personajes de este nuevo teatro cubano (que se vienen “codeando con las sombras” desde 1948, tras el estreno de Electra Garrigó, de Virgilio Piñera) gravitan como medio metro por encima del suelo, en armónica convivencia con duendes, brujas, espíritus, dioses y fantasmas.

 

A pesar de compartir título con el Concierto nº 6 para violín en Do mayor de Vivaldi (Il piacere), El placer no es la huella dramática de una estancia en el paraíso; sino más bien la crónica de un dolor que nos hiere tras la muerte del amado, y de los mecanismos que generamos para combatir tan indeseable ausencia.

 

Los vacíos, grietas y culpas que este suceso deja en la vida del protagonista (un violinista maduro que no puede volver a concentrarse en su música), le llevan a ponerse en contacto con la médium, una sabia Anciana que deja entreabierta la puerta de su casa, para recibir a los que tengan que ir a visitarla. Ella, que “se tutea con los muertos”, será la encargada de ponerlo en contacto con el espíritu del Joven (que ni siquiera sabe que ha perdido la vida) para que le ayude a aceptarlo, e inicie la partida final hacia el mundo de los muertos.  

 

 

La sombra de Suecia es alargada


La civilizada y, a la vez, estricta sociedad sueca proyecta su alargada sombra moral sobre esta obra de título tan aparentemente hedonista. Por si fuera poca la desconfianza que inspira el extranjero en tierra extraña, el protagonista de El placer tiene que sumar otra diferencia: su homosexualidad, y su incapacidad, por tanto, de poder fundirse con la mayoría. El fabuloso primer mundo de la Europa del Norte nunca termina de aceptar convivir abiertamente con los amores clandestinos. “Todo amor es permitido siempre que no se haga público”, le dice la Anciana al Hombre, protagonista de la obra.

 

Cándido Iglesias ha escrito su obra El placer no sólo con una gran intuición teatral, sino con una lengua española transparente y sencilla, en la que la poeticidad surge de la fricción positiva entre ciertas palabras, más allá de cualquier alambique o artificio verbal. Con frases cortas significativas, combinadas con largos silencios, silbidos y cancioncillas, el texto posee un elaborado diagrama rítmico, como si de una composición musical se tratase, además de drama.

 

El placer, que se presenta a sí misma como «Farsa poética en dos actos», es a la vez un «Poema escénico en dos cuadros», pues el mismo autor ha generado desde las acotaciones, una serie de artificios y ritos escénicos, a realizar con candelabros encendidos y espejos; con movimientos ceremoniales precisos para pronunciar los respectivos conjuros; y ha repartido puntuales ráfagas de sublime música vivaldiana a lo largo de su texto, de tal forma que leer El placer es casi lo mismo que verlo representado.

 

El título de la obra es en sí mismo un último reto que el autor deja por descifrar a cada uno de sus lectores, ¿A qué placer se refiere?:  ¿al de vivir el amor? ¿al de conservar la presencia del amado fallecido en uno mismo? o ¿al placer de haberse podido liberar de ese peso letal, y afrontar así el resto de la vida con la esperanza de un suspiro?

 

El placer está dedicada a la memoria de la actriz y maestra española Adela Escartín, a la del dramaturgo cubano Rolando Ferrer, y a la de la actriz y compositora Teté Vergara, junto al escenógrafo Tony Díaz.