El entierro

1195

Este texto pertenece a la serie La Privada moderna

Capítulo 22  El Entierro

Hoy he venido a comer a casa de Encarna la de Noya, aquella buena mujer que vendía verduras en la plaza y que nos las traía a casa. Me la encuentro friendo castañeta y con los ojos hinchados de tanto llorar. «En­carna, ¿estás friendo cebolla?» «¿Qué he de freír, meu rei parrulo? É que farteime de chorar. Choréi abondo». (No es que estuviera harta, sino que lloró a gusto, hasta hartarse.) «Y luego ¿qué pasó?», le pregunto oliéndome algo bueno mientras cortaba un trozo de pan para mojar en el aceite de la sartén. «¿Qué había de pasar, meu ben? Morreu o Cosme, o da guapa, o filho de Sa­turna, o que levaba tantos anos doente… eu pensó que ch’era cousa do peito. Pero elles non querían que ninguén o supese. Nin que foramos tolos».
Y mientras me servía una aleta de castañeta, ya que sabía que era lo que más me gustaba, y me echaba un chupito de vino rojo del Ribeiro, del que ella, «por te acompañar», se servía una taza, me fue contando to­do lo que sabía, lo que suponía, lo que imaginaba y lo que le hubiera gustado saber. «Ay, cómo supiera tu madre, que estás comiendo a estas horas… después no comes y ya ves… bah, voy a echarte otro poquito de vi­no y te voy a acompañar». Cuando me hablaba por de­recho utilizaba el gallego, pero cuando se refería a lo que iban a decirme en casa por comer a «deshoras», se servía de un castellano jovial cambiando ges por jotas y lleno de gerundios, de infinitivos, de vueltas y de revirivueltas que me encantaban.
Y se llenaba su taza hasta los bordes. Encarna be­bía a gusto. Tenía un lunar con pelos en el labio supe­rior y, cuando bebía, le quedaba brillando como si en él hubiera amanecido un rubí. Después, se limpiaba con el dorso de la mano y bendecía «¡Deus o pague!» Y yo tenía que responder, «¡Que che preste!» ¡Ah! era muy suya y tenía sus códigos. También tenía la cruz de su cuñada Andrea.
El muerto era joven y rico por su casa. Bueno, acomodado en tierras y en campos. Lo habían traído a la ciudad para estar más cerca de los médicos. Al pare­cer, ya había estado en un sanatorio, pero marcharon de allí porque, para ellos, la clave de la curación de los en­fermos del pecho era comer hasta reventar y aún, en aquellos tiempos, beber sangre cruda. Con lo que mu­chos morían, entre otras causas, de asco. O con el híga­do deshecho a fuerza de engullir huevos con leche. Los cebaban, a los pobres, como si fueran pavos.
Este Cosme casó con una hembra lozana y bien plantada, exuberante de pecho y que cuando iba por la calle parecía ir pidiendo guerra. Ya cuando casó, estan­do él tan enfermo, hubo, al parecer, sus más y sus me­nos.
Yo me enteré de a qué hora era el entierro. Eché mis cálculos. Volé a casa. Comí en un santiamén y a las tres ya estaba yo sentado junto al féretro. En las dos ho­ras que estuve allí volví a escuchar todo el relato de su enfermedad, de sus virtudes, de lo joven que era, así como de lo joven que dejaba a aquella viuda sin hijos para su vejez. Ya. A mí me encantaban los entierros so­bre todo por los velatorios. Cuando se hacía tarde, en mi casa preguntaban dónde había un velatorio y más de una vez me sacaron por las orejas hecho un mar de lágrimas. Y no por el dolor sino por las penas. Una vez se murió una chepudita, ya entrada en años pero, como no había casado, la metieron en un féretro blanco. A mí aquel velatorio no se me olvida, porque hablaban cosas de mayores sobre alguien que estaba en un féretro de niño, con rasos blancos y ángeles pintados. No se sir­vió aguardiente con azúcar sino leche con canela. Para que aparentase más, le hicieron a toda prisa la perma­nente y le dieron algo de color en la cara. Había que oír los comentarios de las comadres.
Hacia las cuatro, la viuda desapareció un momen­to y regresó vestida de negro de arriba abajo, zapato de tacón alto, bolso, guantes y la «pena» por encima. To­dos quedamos en silencio como si nos hubiera dado un aire. La pena era una amplia capa de crespón negro, con frunces y capucha que se echaba por encima del abrigo. Pero para ir a la calle. No para estar en casa. Además de la caperuza se ponían un tupido velo ne­gro. La señora María la «Rara», que estaba sentada a mi lado y que a veces tenía destellos clarividentes, dijo por lo bajo «Verás. Esta ya empieza».
A mí, la verdad, me extrañaba ver a la viuda tan compuesta. Cuando más tarde vi los entierros de los Kennedy o el del General De Gaulle, o mujeres enluta­das vestidas por Dior o por Balenciaga, como la du­quesa de Windsor y aquellas heroínas de las películas de Visconti, siempre me decía que lo bien que les hu­biera ido una «pena». Como la de aquella María Ber­narda que vivía pared con pared con la casa de mis pa­dres y que, desde que enviudara, andaba envuelta en la «pena» y con el velo por la cara. Hasta que, para ayudarse, comenzó a admitir huéspedes. Y todos, co­mo por arte de magia, eran jóvenes, altos y fuertes. Lo que la tal María Bernarda retozaría, a juzgar por sus ri­sas cantarinas y sus carreras por el pasillo y sus jadeos, no es para ser contado. Hasta que casó con un huésped al que, después, trajo mártir con los celos. El galán era mucho más joven que ella, pero María Bernarda se empeñó en pasar de «la pena» a los tules y casó de blanco. Tam­bién, mucho se habló.
Pues bien, la viuda de aquel que «morrera do peito» se empeñó en vestir «la pena» aun antes de salir el cadáver. En vano le decían las mujeres del duelo que ella no podía salir a la calle hasta pasado el funeral. Y eso para ir de casa a las misas Gregorianas y de la Igle­sia a casa. Ella no respondía. Con sus ojos grandes y negros, miraba al cadáver y suspiraba mientras arre­glaba los pliegues de la «pena». Estaba reluciente y hermosa. Las mujeres insistían. Pero ella colocaba el bolso delante de las rodillas y ponía paralelas las pier­nas junto al asiento como viera en una película.
La dejaron por imposible mientras la «Rara» se­guía murmurando por lo bajo: «Ya empieza. Eso. Ya empieza». Y es que la «Rara», con su pelo blanco y sus ojos grises sabía mucho de eso. Su hija Ciscla estaba dando mucha guerra.
A eso de las cinco, hizo su aparición el cura con capa pluvial negra, hisopo en mano, antifonario abier­to por el ritual de Difuntos y sus hirsutas cejas que en­tornó para iniciar el «In Paradiso». No había pasado del «In…” cuando la viuda se pone en pie y se arranca por un «¡No! ¡Jamás!», que nunca supimos interpretar a ciencia cierta. El arcipreste la miró por encima de los cristales de sus gafas de pasta negra y, cuando hubo ce­rrado la boca que se le trastabilló de la impresión, le di­jo a unos deudos por lo bajo y con muy marcado tono: «¡Parad a esa bestia!» No sé en qué estaría pensando.
En vano le dijeron al señor abad que era la viuda del difunto. Bien lo sabía él. Así que levantó el hisopo y, con tal aire lo haría, que la viuda pensó que se lo iba a tirar a la cabeza y dio un paso atrás. Quiso agarrarse a las cortinas, como viera hacer a Greta Garbo en Ma­ría Waleska, y sollozar entre las sedas y el fleco que las ribeteaba. Pero, para su desgracia, no tenía más que unos finos visillos y allá se fue con su «pena», las ve­las, el Cristo alzado que presidía y una corona de mir­to entreverada con dalias y crisantemos que ella en­viara al difunto con una larga leyenda sobre cinta mo­rada que decía en letras doradas: «¡Ay! ¡Mira cómo me dejas!» El señor cura se impacientó y masculló al­go para no desbarrar, pues era de un pronto algo fiero, y allá se la llevaron a ella mientras acababan con el po­bre difunto.
Yo eché a correr por las escaleras tan pronto como le cerraron la caja porque, aunque me interesaba cono­cer en qué paraba lo de aquella desconsolada envuelta en «la pena», también me gustaba ver cómo metían el féretro en el coche de caballos.
Sí. Por entonces, los entierros eran de lo más so­lemnes. Me refiero a los de primera. Y allí no habían parado en gastos. El coche era de cristal con maderas negras. En cada esquina de aquella especie de urna ba­rroca, propia de un Santo Entierro en Semana Santa, lucía un soberbio penacho de plumas negras, blancas y malvas. Los brazos que venían de las esquinas del enorme perifollo de plumas, metales y nubes, soste­nían a unos ángeles de purpurina plateada que aguan­taban sobre sus espaldas una cruz, todavía más grande y recamada. Los ángeles estaban inclinados por el pe­so, rodilla en tierra, unos con las manos juntas y otros desesperados en gesto desgarrado que nos hacía soltar más lágrimas.
El carro era tirado por un tronco de seis caballos negros como había pedido la viuda. Ella había visto un Nodo con el entierro del Rey Jorge de Inglaterra y gra­cias que no se le antojó un armón de artillería. Lo hu­biera conseguido. Le habían emocionado mucho los morriones de los altos soldados que le daban escolta. Ahora comprendo. Ella había visto a la Reina Madre en los funerales de cuerpo presente, envuelta en gasas ne­gras y de ahí le vino la idea de endosarse «la pena».
Pues bien. Los caballos iban relucientes, con las crines cepilladas, los cascos pintados de purpurina, los arreos plateados y unos penachos de plumas negras y moradas en las cabezadas. Yo imaginé que serían de al­gún circo y nada me extrañaría ver aparecer a las Blon­das en traje de lentejuelas saltando sobre la grupa y sonriendo mientras movían coronas de flores en lugar de las arandelas de siempre.
Ahí llega el féretro a hombros de parientes y ami­gos dirigida toda la operación por un funcionario de blusón a rayas grises y negras. El espolique y el coche­ro, en cambio, van con uniformes imponentes y con sendos gorros. Uno lleva sombrero de copa y el otro una especie de gorra como la de los jockeys, pero en fieltro negro.
De pronto, cuando están metiendo el ataúd en el coche, se abre una ventana de la casa del muerto y la viuda saca medio cuerpo, con todo su busto, mientras la sujetan desde atrás como en una pantomima de pue­blo. Lleva «la pena» puesta y también guantes y se ha echado el velo. Abre los brazos como para cantar una saeta y grita a todo pecho: «¡Ayyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyy!» (respira) ¡Pobre de míiiiiiimiiiiiiiiiiiii!» (vuelve a respirar). «¡Te vassssssssss!» (de nuevo). » ¡ Ay y y y y y y y y y y y y y y y y y y y!» (pausa). «¡Y yo me quedooooooooooooooooooooooo!»
Así durante un buen rato. Los de la funeraria que no contaban con este planto a destiempo no saben qué hacer. El cura mira por encima de las gafas y bate el te­rreno. Parece escarbar con el pie derecho, como piafan­do. No hace más que meter el hisopo en el cacharro del agua bendita alterando el equilibrio del pobre mona­guillo que lo mira espantado. Ya conocía los prontos del señor arcipreste, y más cuando escarbaba la tierra y se ponía a piafar entre la salmodia.
Yo que, naturalmente, estaba en primera fila mi­raba al rapaz y sentía piedad porque tenía los ojos biz­cos mirando al cura y la lengua trastabillada al respon­derle «et lux perpetua luceat eis». En esto, que se con­funde el chaval y dijo un «Gloria» en lugar de un «Re- quiem»… Allí fue ella. Cogió el cura el hisopo y se lo metió en el cacharro del agua bendita, con tal fuerza, que arrastró al niño con el cacharro al suelo. Entregó a alguien, que resulté ser yo, por supuesto, el Antifona­rio que me quemó los dedos por el aire que le dio. Se echó la capa hacia atrás, caló el bonete, arremangó la sotana con la estola para no pisarla y arremetió contra la caja con toda su furia, «¡Venga ya, pa dentro! ¿Vamos a estar aquí toda la tarde?» Y le rechinaron los dientes que yo bien le oí. Entonces, fue cuando se armó.
La caja se deslizó por el piso del carro y fue a dar contra la pared delantera. Con el ruido y con el golpe- tazo, los caballos se espantaron, la puerta de atrás, que era de cristal con una cruz esmerilada y una palma, se cerró de golpe haciéndose añicos. Los caballos desbo­cados, el firme lleno de baches, pues esta calle no esta­ba asfaltada, el carro dando tumbos sobre las piedras del camino, la viuda gritando como una loca:
– «Allá va élllllllllllll (pausa). Velailooooooooooooo- ooooo (otra pausa). ¡Se va a a a matarrrrrrrrrrrrrrrrr!»
Y las mujeres que la retenían por la cintura, pero que también intentaban asomar la cabeza para ver aquel espectáculo, le decían: «Amparo, mujer, por Dios, contènte. Todos nos tenemos que ir…» «¡Pero no asíiiiiii (gritaba ella), con tanta priiiiiiiiiiiiiisaaaaaaaa!»
Cuando nos recuperamos de la emoción, el cura suspiró y yo vi que le salía humo por las narices, se echó la estola en torno al cuello como si fueran unas zorras, volvió a echar para atrás, con todo su aire, las vueltas de la capa pluvial negro y plata, como un terno de brega, y arremangóse la sotana hasta la cintura. En­tonces, gritó con todas sus fuerzas «¡Vamos allá! ¡Sus, y a ella!» Yo me puse a correr sin salir de mi asombro. Ese «¡Sus!» no me sonaba a nada de Iglesia, pero como tenía el Antifonario en los brazos y no podía ver el sue­lo, ante el temor de caerme me puse a gritar yo tam­bién. Todos corríamos detrás del coche con los caballos al galope. La caja saltaba sobre el piso de madera ha­ciendo un ruido infernal. Las voces de la pobre viuda, «Pobre Amparo, Amparo contente, está de Dios, ley de vida», se oían como un eco de perros lejanos.
Los dos monaguillos que sostenían los portad­nos, largos, de duro metal, rematados en cebolletas, para mejor correr se los echaron al hombro y descala­braron a un viejo que no tenía nada que ver con el en­tierro «Pasaba por aquí, ya ve usted, y me quité el sombrero». «¡Jesús, señor mío! Buen hombre, exclamó una señora gorda que no tenía nada que hacer, ¿Y a quién se le ocurre quitarse el sombrero?» «Mujer, res­pondía en un gemido el viejo desde el suelo, ¿no ve que era un entierro?» «Hombre de Dios, respondió la señora, es que van como locos. Pero ¿qué dijo usted de entierro? ¿Que viene usted de un entierro?» «¡Ay, se­ñora, respondió bastante cansado el viejo, encima ha­bía de tocarme una sorda!»
El que llevaba la cruz alzada, por no sé qué extra­ñas connotaciones, al oír lo de «¡Sus!», puso la cruz en ristre y lanzó un alarido. El cura le puso los faros de ca­rretera fulminándolo con la mirada. Pero le estorbaba el bonete que se le caía hacia delante. Como tenía las manos ocupadas agarrándose la sotana, le soplaba con el labio de abajo hacia arriba hasta que, cabreado, des­pejó y allá se fue el bonete por el aire.
Con tal mala fortuna, también, «¡qué día, señor, qué día!», que le clavó una de las puntas en el ojo de un sereno que libraba aquella tarde para ir al médico por causa de un orzuelo. Pues bien, el sereno, con el ojo en una mano y el bonete de cinco puntas en la otra no hacía más que decir «¡Ay, qué suerte tuve, qué suerte tuve! Estaba de Dios. ¡Qué suerte tuve!» Y la gente que le acudía pensaba que le había dado un aire con la emoción. Otra señora, también bastante gruesa, que se llamaba Asunción, pero le decían doña Nena, «¡Vaya por Dios, buen hombre, vaya por Dios! Si no lo veo no lo creo». «Eso digo yo, respondía el sereno tuerto. ¡Qué suerte tuve! ¡Qué suerte tuve!»
La señora Asunción con las manos cruzadas sobre el vientre, no pudiendo contener la curiosidad, » Dí­game, buen hombre, ¿y luego por qué tuvo tanta suer­te? Vaya por Dios». «Mujer, ¿y luego no lo ve? El ojo que tengo en la mano era el de cristal, que si llega a ser el otro no lo cuento».
A todas estas, el coche con los caballos desboca­dos se acercaba peligrosamente a la curva de la fuen­te. El cochero iba en el pescante agarrado al asiento con las riendas perdidas, «¡Valedme! ¡Por caridad, valedme!»
El arcipreste a mi lado, lleno de barro el roquete y mirando donde ponía los pies para no patinar en los charcos, «Pero, animal, echa el freno, ¡el freno!» «¿Pe­ro qué freno, señor abad? Si yo venía de representación porque a la señora le había gustado mi gabán. Yo soy portero. El que conducía era el de a pie». «¿Qué di­ces?», gritaba el cura mientras corría. «¡Qué yo soy porterooo!» Y seguía gritando porque veía acercarse la curva y temía que le mancharan el gabán que era ver­de y con botones dorados.
El tronco de caballos arremetió contra dos muje­res que, como tontas, venían de la fuente, con las sellas a la cabeza, por el medio y medio de la carretera, y apa­recieron entrambas a horcajadas de los caballos delan­teros. Estos se enfurecieron más y venga a dar tumbos y a pegar botes imprimiéndole a todo el tronco un mo­vimiento sinuoso-helicoidal que también afectaba al co­che y no digamos a la caja del pobre muerto.
El pelo al viento. Las sayas subidas hasta la cintu­ra. Las enaguas blancas hinchándose arremolinadas. Los pechos, exuberantes, se les habían salido y redo­blaban al ritmo de los cascos de los caballos. Y ellas venga a gritar, mientras intentaban sujetarlas, «¡Ay, se­ñor, ésta sí que es buena! ¡Esta sí que es buena!»
El arcipreste que las vio, y a saber en qué estaría pensando, mientras las pobres seguían intentando agarrarse los pechos que les maceraban el rostro de tanto golpear, «¡Callaros ya de una vez, desgraciadas, y dejaros de presumir! Pues estamos para éstas». Y ju­ró al suelo.
El portero que hacía de cochero e iba en el portan­te con el sombrero de copa les decía a las mujeres «¡Va- ledme, mujeriñas, valedme!» Y las otras como Lady Godivas redivivas, pelo al viento, no hacían más que enseñar las piernas y sujetar los pechos. Hasta que en la curva, claro, se cayeron y todos los hombres se aba­lanzaron hacia ellas para atenderlas. El cura que los vio, sin dejar de correr, mientras tomaba la curva sobre la pierna derecha, dio un grito que los paró en seco, «¡Aquí los descreídos. Aquí digo!»
Yo bien miré y vi que el Sebastián hízose el remo­lón porque él era muy enamoriscador y mujeriego. Ya le venía de atrás que, siendo chaval, tuvieron que echarlo del catecismo porque siempre respondía lo pri­mero que se le ocurría. Y cuando la catequista, que se llamaba Amalita y era castellana, le preguntó, «Sebas­tián, hijo, ¿cómo se quitan los malos pensamientos?»
Este contestó impávido y con cara de ángel «¡Jodiendo!» Bueno, pues lo echaron.
Las sellas llenas de agua que llevaban las muje­res a la cabeza se fueron por fin al suelo y, al caer, sal­picaron al cura y a dos hermanos que eran ciegos y siempre estaban moviéndose y riendo. Estos dijeron «Vaya, llueve». Y siguieron sonriendo, pero el cura que ya había acabado de tomar la vuelta, sin el menor sentido del humor, se vuelve y dice iracundo, sin mi­rar a nadie y enfilando a todos, «¡Barrio rojo! ¡Ahora vuelvo!»
Y al de la cruz alzada, que seguía con ella en ris­tre, le había dado una especie de paralís en los brazos y comenzó a decir, «¡Este se mata! ¡Este se mata!» Y na­die sabía a quién se refería, si al cura, si al muerto o al Cristo que no acertaba a poner en astillero.
Por fin, llegamos al cementerio que está, bajando, a la izquierda. Como los caballos estaban enseñados, al llegar a la puerta, clavaron los cascos y frenaron de re­pente. Allá fuimos todos: cura con capa pluvial, mona­guillos con porta cirios, el de la cruz alzada que la clavó en la pared interior del coche. Todos revueltos encima de la caja del muerto. Yo con el antifonario que se me había abierto y una de las señales, la roja, se me había metido por la boca y casi me asfixia, el monaguillo del hisopo con el recipiente del agua bendita de sombrero. El pobre lloraba y gritaba, «Yo no fui, yo no fui…» ¡Criatura!
A la puerta del cementerio estaba el antiguo pá­rroco que era muy viejo y no veía nada pero que se sa­bía el ritual de memoria. Como también andaba mal de oído y era cojo, en cuanto oyó el chirrido de las ruedas del coche, pensaría que eran los frenos y comenzó a en­tonar a voz en cuello la antífona que dice:
«Innnnnnnnnnnnnn Paaaaaaaaaaaaaaaraaddd- diiiiiiiiiiiiso…» Esto es, en romance, «Al cielo…»
Y el arcipreste, desde dentro del coche de caba­llos, revuelto entre capa pluvial, sotana y roquete, dijo mientras se separaba una corona de dalias que se le ha­bía colado por el cuello, «¡Total ya!… ¡Total ya!… ¡Total ya!..» Y comenzó a echar espuma por la boca y a poner cara de sonrisa y a revirar los ojos y a darle con un tic a una oreja. Al parecer le dio un aire, o algo así.
Una mujer que salía del trisagio y no tenía nada que hacer dijo, mientras metía la nariz en aquel inolvi­dable entierro, «Si es que no paran, señor. Es que no se puede trabajar tanto». Se enderezó la costura de una media, se pellizcó en la cintura porque se le clavaba una ballena, y se marchó hablando sola.
Yo veía a Sergio que subía con el carro de las gase­osas y, de un salto, me senté en el pescante echándome a llorar pensando en la que me esperaba porque el barro me llegaba hasta el cuello de la camisa. Sergio, que cuando sonreía lucía un diente de oro, se alegró de ver­me porque así tendría ocasión de echarle un viaje a nuestra muchacha, Isolda, aunque sólo fuera con la vista, porque con aquella fiera de ahí nadie pasaba. Me echó un brazo por los hombros, me cubrió las piernas con el hule que le protegía de la lluvia, y azuzó el caballo.
Isolda, cuando me vio llegar, se recogió el mandil y cabello oxigenado al viento, «Pero ¿qué le han he­cho? Señor, ¿qué le han hecho? ¡Criatura! Ay, cuando lo vea la señora, corazón, pero ¿qué te han hecho?»
El pobre Sergio sonreía y el pelo de Isolda brillaba en su diente de oro. Entonces, ésta acordó que el culpa­ble había sido Sergio que me había dejado caer del pes­cante mientras conducía el carro de las gaseosas. «Qué te lo tengo dicho muchas veces». «Que este va como un loco». «Que si lo sabré yo». Y, sin más, se revolvió con­tra el pobre Sergio. Lo apartó de un empujón y comen­zó a romperle las botellas de gaseosa, que eran de las de bola de cristal verde y hacían mucho ruido al explotar. Tres hombres, tres, que bajaron de un andamio, se pre­cisaron para contenerla. Y esto porque ella notó «algo» que, de repente, la hizo volverse mientras les decía ha­ciéndoles guiños, como dirigiéndose a mí, corazón, criatura. «¡Las manos quietas! ¡A ver qué va a ser esto!»
Al cabo de poco tiempo volví a ver a la viuda, lo­zana ella y de andar jacarandoso, que iba envuelta en su «pena». Caminaba por la calle antes de cumplirse los días de duelo. Decía que le daban alergias. Pero no explicaba más.
Por su culpa estuvo sin llover mucho tiempo y en las casas servían las comidas en hojas de magnolia. A los que murieron por aquel entonces no los enterraron en sagrado, sino que los almacenaron todos juntos en­tre hielo, sal gorda y serrín. El hielo lo trajo Sergio, la sal gorda la hizo subir la Chon y el serrín venía del ase­rradero. Los guardaron detrás de la casa de los Tala­barteros en donde la familia de Borja tenía un campo de gardenias. Y no se sabía qué olía más. Pero nadie se quejaba y, para aguantarse, se daban con ortigas en las piernas.
La gente del túnel, en donde vivían Celeste, su abuela, la señora Orencia, su hija Apolonia, doña Ger­trudis y toda la familia de Borja padecieron un horror. Pero nadie dijo nada. Buenos eran los Talabarteros. La única que se alteró un poco fue Amadora la hermana. Y dicen que, durante ese inmenso planto de la sequía, el novio agitanado que tenía no se atrevió a venir a los Gazules. Rondaba por Getsemaní y le hacía gestos a Narciso que, por aquel entonces, también se mantenía quieto.
Las dos hermanas Casilda y Eufemia embarcaron, al parecer, en el puerto para una marea. Fueron en una pareja de bous con ciento setenta y nueve marineros en cada uno, más cuarenta patrones y varios marmitones. A ellas los marmitones les hacían mucha gracia… y los destrozaron. A todos. Hay que ver.
Claro, ellas nunca habían sido muy de Iglesia y, por eso, no podían participar en la sequía. Además, co­mo hacía un terrible viento polvoroso, era mejor tener­las alejadas. Debía existir un cabalístico libro de usos y costumbres confiado al secreto arcaico de las gentes. Porque allí todos sabíamos cuando iba a llover o se iban a arremolinar los vientos con un zumbido carga­do de polvo que nos obligaba a caminar inclinados y con la cara envuelta en velos. Los había blancos, marfi­leños, anacarados, clara de huevo y hasta algunos co­lor de niebla. Pero de éstos no se debía hablar. Como sucedía con las horopéndolas que eran tornasoladas y exigían bragas de niebla quizá por aquello de las vuel­tas. Para que no se dijera aquello de que «a quien nun­ca llevó bragas las costuras le hacen llagas». Quizá, también por eso, Casilda nunca se expusiera.
La verdad es que, ahora que lo recuerdo, aquella era gente curiosa. Pero yo lo pasaba bien, como dije an­tes, a mí me encantaban las catástrofes y sobre todo los velatorios de los entierros. Lo de los vientos, las sequí­as, las lluvias y las carpas de circo que giraban y gira­ban con sus múltiples colores pues tampoco me pare­cía mal. Lo malo era cuando los caballos se creían pája­ros en el cielo. No era lo mismo. No. Por eso llamába­mos tan pocas veces a la policía montada de Canadá. Sólo cuando la Chon se cabreaba.

José Carlos Gª Fajardo. Emérito U.C.M.