He
estado hace unos días en una exposición que tenía pendiente, en un
relevante espacio artístico de Madrid. La exposición me gustó,
desde luego, y me entretuvo, que no es poco. No sé en cambio si me
interesó, la verdad, pero no quiero hablar hoy del contenido, si es
o no es arte lo que vi, a qué, en definitiva, llamamos arte y por
qué, esa reflexión sobre la que ya he escrito otras veces en este
blog, sino del folleto que reparten en la puerta y explica la
exposición.
Hay
una creciente infantilización en la explicación de actividades
culturales, una utilización que se va generalizando de formas de
referirse a lo que el espectador va a ver, u oír, o lo que sea que
va a hacer, que se parece cada vez más a las que usamos para
explicar el arte a niños o adolescentes, un lenguaje y una forma
inclusiva de intentar involucrar al espectador propia de actividades
de campamento, de pandilla, de grupo que va a vivir una experiencia
compartida. Una forma, digamos, lúdica de acercarse a la experiencia
artística que la banaliza y termina de quitarle lo que le pueda aún
quedar de aura.
XXXX
nos habla a través de su instalación de la trasformación última
de la materia…,
dice
el folleto de mi exposición del otro día. ¿Nos habla a quién?,
pregunto yo.
XXXX
nos invita reflexionar sobre la naturaleza misma de la obra de arte…
¿Nos
invita a quiénes?, pregunto yo. ¿Qué quieren decir esos plurales
inclusivos que entorpecen mi acercamiento y compresión propios a la
obra?
La
experiencia artística es individual, algo íntimo de la persona que
se enfrenta con una obra de creación y es movida por ella de manera
propia y diferente a la del vecino. Es eso lo que hace que una obra
sea arte, y por tanto cultura, y no una mera sensación repetible
cada vez, un masaje, por ejemplo, cuyos efectos pueden anunciarse al
posible cliente, un bombón cuyo sabor podemos escoger en la
chocolatería, una pieza cómica que puede asegurar la risa del
espectador que compra la entrada.
El
folleto comienza así:
Una
selección heterogénea de obras realizadas en los más diversos
formatos. Nos adentramos en las piezas, nos envuelven por completo;
despiertan nuestros sentidos –mucho más allá de la vista-:
olemos, oímos y, la verdad, nos encantaría probar alguna de ellas.
Nada
menos. Hasta eso sabe muy bien el comisario que ha escogido la obra y
ha escrito el texto, que, la verdad, nos encantaría probar
una de ellas. Sabe qué nos tiene que producir la obra, qué efecto,
qué sensación, qué ganas, qué emoción, qué vibración. Quizá
sepa también qué va a evocar en nosotros, qué vamos a recordar,
qué vamos a anotar en nuestra libreta, cómo esa obra va a modificar
quizá algo en nuestra vida. Lo sabe y nos informa de ello, de manera
que lo que tiene que suceder suceda y el efecto buscado se produzca:
que el arte nos emocione porque se nos ha dicho que nos va a
emocionar, o nos recuerde algo porque se nos ha advertido, o nos
produzca una sensación porque hemos leído que tenemos que sentirla.
El
arte conceptual desarrolla una obra artística a partir de una idea.
Como no siempre la idea está clara mediante la simple contemplación
de la obra, o no se alcanza a comprender por completo el sentido de
lo que el autor quiere transmitir, suele ser habitual acompañarla de
una explicación que sitúa al espectador y lo ayuda: el folleto.
Elemento discutido en el arte, sin duda, pero digamos que lógico y
necesario: a mí sin duda me ayuda saber en qué contexto o con qué
objetivo se produce una obra de Beuys, de Doris Salcedo o de Marina
Abramović. Hasta una escultura de Chillida o de Juan Muñoz cobran
más sentido si entiendo de dónde viene el esfuerzo o cuál es la
búsqueda.
Mal
arte conceptual es ése en que el folleto cobra más importancia que
la obra y ya ni siquiera haría tal vez falta verla u oírla, aun
posiblemente realizarla, porque basta con leer el texto escrito. Y
una subcategoría de ese mal arte conceptual, o de lo que sea eso que
se justifica con el texto y lo acompaña, es ésta en que el folleto
tiene que explicar cuál va a ser la sensación. No la idea
previa, sino la sensación posterior, la emoción. Si se me tiene que
explicar qué voy a sentir, es que algo está mal. No sé si es la
pieza, que no es arte, porque el arte debe provocar sus propias
emociones sin necesidad que nos avisen cuáles tienen que ser, o es
que el comisario es malo. O las dos cosas.