El gráfico esencial para entender la desigualdad

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Qué parte de los ingresos se lleva el 10% más rico

 

 

Éste es el gráfico que nos enseñó Antón Costas en la conferencia de apertura del Encuentro sobre Nuevas Tendencias en Desigualdad y Exclusión Social organizadas en la Facultad de Sociología de la UNED por el equipo de José Féliz Tezanos. Mide cuál es la participación en la renta del 10% más rico en los Estados Unidos. Es de Thomas Piketty, para quien auguró un próximo premio Nobel de Economía.

 

 

Antón Costas nos quería hacer reflexionar sobre las razones de que en este momento, como en los años veinte y treinta del siglo XX, la desigualdad se encuentre en niveles máximos, extremos: el 10% más rico en Estados Unidos se lleva el 50% del total de la renta. También, sobre las causas que explican que a partir de los años cuarenta bajara a niveles, a su juicio, más “aceptables” y que entre ese momento y finales de los setenta tuvieran lugar “los mejores años de nuestras vidas”, dado que, en esas tres décadas, todos los indicadores, tanto los sociales, como los políticos y los económicos, mejoraron. Costas también quería hacernos pensar sobre las causas de que a partir de los años ochenta se revertiera la tendencia, para alcanzar, como decíamos, niveles de desigualdad comparables a los de hace un siglo.

 

 

En definitiva, nos animaba a estudiar el porqué de las oscilaciones que dibuja la distribución de la renta, por qué el 10% más rico unas veces se hace con más del 50% de los ingresos totales de una economía y en otras ocasiones se conforma con el 30%. Por qué unas veces la desigualdad es más o menos “aceptable” y otras se dispara. No podemos escudarnos en que la desigualdad es el efecto inevitable del funcionamiento de las leyes del mercado, que se hacen todavía más implacables en los tiempos de la globalización y la alta tecnología. Porque no son las leyes del mercado, sino las instituciones y las decisiones políticas las que deben rebelarse contra el presunto “fatalismo de la desigualdad”.

 

 

Recordó Costas teorías que circulaban hace años que defendían la existencia de cierta desigualdad. Por ejemplo, las que decían que fomentaba el ahorro de las clases altas, la posterior inversión y su necesaria consecuencia: el crecimiento económico. Ahora estas ideas están muy desacreditadas. De hecho, tanto el Fondo Monetario Internacional como Standard & Poor’s, entre otras grandes instituciones «del sistema», han alertado de que la extrema desigualdad es dañina para el crecimiento económico.

 

 

Pero la desigualdad, afirmó Costas, además de ser un problema económico es un problema moral. “La desigualdad es un disolvente del pegamento de la sociedad que la hace funcionar de manera armónica”, añadió. “La desigualdad daña la legitimidad del sistema. El núcleo moral de la economía de mercado no es el beneficio, sino las oportunidades que es capaz de ofrecer a los que más las necesitan”, remató.

 

 

Por eso, el gran reto al que se enfrentan las sociedades occidentales para las próximas décadas es alcanzar una nueva relación armónica entre la economía, la democracia y el Estado. “Quien diga que cuando hay un choque entre los mercados y la política siempre ganan los mercados, es que no conoce la historia”, afirmó el profesor. Aunque no necesariamente vence la buena política. Y puso dos ejemplos para explicarlo. Para resolver la crisis de los años treinta, el presidente Franklin Delano Roosevelt puso en marcha el New Deal en Estados Unidos. Roosevelt, dice Costas, era partidario de la austeridad hasta que ganó las elecciones de 1932 contra Hoover. Pero se transformó cuando encontró medidas mejores para atacar la crisis. Porque «no cambiamos cuando nos va mal, sino que sólo lo hacemos cuando encontramos algo mejor». Y Roosevelt descubrió que en este particular avión que es la economía, que cuenta con dos motores, uno privado y otro público, cuando el primero se gripa, el segundo tiene que hacer lo posible por mantenerlo en el aire y que no se estrelle. Tan sencillo como eso. 

 

 

Pero también Hitler diseñó un New Deal para que Alemania saliera de su crisis también por aquellos años: garantizó el empleo, pero a cambio de la renuncia de derechos políticos y sociales.

 

 

La política gana a los mercados, pero no siempre es la buena política la que logra imponerse. Las de Estados Unidos, sin duda, son preferibles a las de la Alemania hitleriana o a las de la España franquista.

 

 

Para que Roosevelt pudiera poner en marcha los estímulos, tuvo que romper el patrón oro. Y aquí, un inciso: durante la Belle Epoque, entre los años setenta del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial, por lo menos, dominó en el mundo económico la Escuela Austriaca, obsesionada con que fuera el mercado el que organizara todo, sin intervención del Estado, y, por supuesto, sin que éste o ninguna institución pudieran “crear dinero”. Para ello, todo el dinero existente en la economía debía tener su respaldo en las reservas de oro del país en cuestión. Tras la Segunda Guerra Mundial, se rompió esa cárcel de oro. Así, los Estados ganaban margen de maniobra.

 

 

De esta manera se pudieron poner en marcha tres tipos de seguros para la población: el de garantía de ingresos cuando se sufre una situación de desempleo, el sanitario y el de jubilación, los tres, elementos fundamentales contra la desigualdad social, dado que proporcionaron rentas a grandes sectores de la población hasta ese momento desprotegidos. También, se puso en marcha un programa de igualdad de oportunidades, por medio de la educación pública universal. Todos estos son los elementos básicos del Estado del Bienestar. Además, el sistema se dotó de potentes sistemas de control para que se mantuvieran todas estas medidas en favor de la redistribución de la renta, como la prensa o los sindicatos, en definitiva, la democracia.

 

 

El modelo, además, se reforzó con una vacuna contra las crisis sistémicas, la Ley Glass-Steagall, que construía un muro de cemento entre dos tipos de instituciones financieras: las que hacen banca comercial, las que se dedican a captar depósitos y a dar préstamos de clientes particulares y que conviene que no sea especulativa; y la banca de inversión, que necesariamente tiene que ser especulativa.

 

 

Hasta el año 1998 la banca funcionó de esta manera. No había mezclas insanas. Pero Bill Clinton cambió el paradigma financiero. Y posiblemente ése fue el origen del desastre financiero que estalló a partir de 2007 y cuyas consecuencias seguimos pagando, especialmente, en países como España, donde la desigualdad y la pobreza han crecido a tasas que despuntan en el conjunto de los países de la OCDE.

 

 

Para resolver las duras consecuencias de esta crisis económica, que tan parecida es a la de los años treinta del pasado siglo, hay que mirar al pasado, hay que inspirarse en él. Antón Costas desgranó las claves que hicieron posible que la pobreza y la desigualdad se corrigieran con intensidad en Estados Unidos a partir de los años cuarenta. Quizás deberíamos inspirarnos en ellas para lograrlo, para conseguir, usando la metáfora de este economista, la creación de un nuevo «pegamento» que reconcilie el capitalismo con la democracia. Y los máximos interesados deberían ser aquéllos a los que les gusta la economía de mercado.

 

 

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