Están a nuestro lado. Son obreros o universitarios, hombres o mujeres, viejos o jóvenes. Contemplan como se arrastra la dignidad humana como un toro muerto al final de la corrida. Y aplauden.
Si diseccionásemos el cerebro de estas personas que comparten el oxígeno del planeta con nosotros, que compran en las mismas tiendas, que caminan a nuestro lado y aman a sus hijos, encontraríamos un pequeño gusano que les ha convertido en adoradores de otros gusanos, una criatura diminuta que se ha infiltrado lentamente en los recovecos de su materia gris y les hace sentir una corriente de satisfacción vermiforme y devorar, como una hoja podrida, su sentido de la justicia, cuando contemplan a otro gusano que quiere convertirse en dragón, un gusano llamado, por ejemplo, de manera aleatoria, Donald Trump, o a un dragón que no quiere volver a ser un gusano, llamado por ejemplo, sin ninguna referencia real, Nicolás Maduro.
Nadie puede extirpar el gusano de sus cabezas, no hay resonancia magnética que pueda aislar dónde comienza y dónde termina, no hay material quirúrgico capaz de desalojar este parásito sin causar secuelas irreversibles, aunque la criatura abandonaría para siempre sus cerebros mientras duermen, en una noche sin luna, saldría por sus oídos para deshacerse como una cáscara seca bajo el peso de la almohada, si amasen a la democracia por encima de sus ideas, si amasen a la libertad por encima de sus ideas, si amasen a las personas por encima de sus ideas.