El hastío de la inteligencia y los siete pecados capitales

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Si en la distancia Medellín se ve manchado por el color naranjado de los adobes pelados sobre montañas verdes, Barcelona se ve beige, un amarillo muy claro o un blanco sucio. Cierto día caminaba por sus calles de un pavimento asombrosamente lustroso y negro y fachadas en nata, con portadas cremosas como grasa pastelera, sentí como si estuviera caminando por los bordes mantecosos de una torta de matrimonio.

En mi afán reportero saqué la libreta y escribí una frase lapidaria, digna de un aforismo de colección:

“Siento como si estuviera caminando por un centro comercial, uno abierto y libre”.

Cerré la libreta sintiéndome dueño de una vaina que los cronistas llaman «la mirada», la perspectiva desde donde se cuenta la historia. Suspiré profundo, dueño de una «mirada». Carajo, ya podría cobrar por lo que estaba escribiendo.

En su ensayo El provincianismo portugués, Pessoa sigue diciendo¹: “El amor al progreso y a lo moderno es otra forma de esa misma característica provinciana. Los civilizados crean el progreso, crean la moda, crean la modernidad; por eso no les atribuyen mayor importancia. Nadie le atribuye importancia a lo que produce. Quien no produce es el que admira la producción.”

 

Mi sensación de centro comercial, caminando por Barcelona era motivada por las espaldas de las mujeres, por el olor de sus cabellos largos y rubios. Sus cuellos largos y mordibles.

“Sentir que estoy en un lugar sofisticado -escribí en plena calle- es motivada por las barbillas cuadradas de los hombres, por su altura, su porte, su elegancia. También por las vitrinas de los almacenes y el aroma que se desprende de los pasillos brillantes de las estanterías”. La gente pasaba y le importaba un carajo lo que yo estaba admirando. Mi mirada, mi provincianismo delatado por la admiración a «la producción». Lo mejor era pensar en otra cosa.

Para dejar de sentirme tan inculto y provinciano me impuse el tema de los talleres de escritura creativa. Si uno piensa en talleres de escritura creativa algo de cultura habrá de tener, ¿no? Por ejemplo en lo que enseñan los gurús de narrativa acerca de los protagonistas que los lectores detestan.

Una de las estrategias de la literatura del entretenimiento para crear conexiones emocionales consiste en despertar la empatía del lector por el protagonista. Y también se podría generar antipatía por el héroe. Un protagonista que se detesta.

Luego de pensar esto, intenté ejemplificar ese personaje principal que genera fastidio y repudio.

Pensé en Ignatius Reilly y La conjura de los necios de John Kennedy Toole. El gordo outsider que se queja por todo, un antihéroe de la literatura norteamericana, protagonista bien jodido y amargado. Renegón, maldadoso y grosero. Me encanta Ignatius. Lo odio pero me encanta.

Creo que fue MartínLimón quien dijo: “No se escribe una buena historia con buenas intenciones ni con buenos sentimientos”. En ese punto estoy de acuerdo con Martín.

Si no hay conflicto no hay narración ni personajes, ni nada para contar. Algún día le contestaría a Martín con un artículo llamado: El hastío de la inteligencia, porque al parecer el hombre está hastiado de la suya.

En el artículo comentaría sobre los talleres de escritura narrativa en los que por lo general los directores recomiendan seguir de cerca los pecados capitales, porque si bien en la vida cotidiana se supone que debemos cuidarnos de ellos, en la narrativa los personajes deberían sucumbir constantemente ante la lujuria, la gula, en la pereza o la ira.

Habría que recordar al personaje de Memorias del subsuelo, un hombre en alegato perpetuo, un amargado envidioso empelicudado lleno de veneno. Gran personaje.

Iba por la calle de Barcelona intentando dejar de ser un provinciano, dejando de admirarme por «la producción», como aconseja el gran Pessoa, abandonando el asombro, caminando como si nada estuviera pasándome, como si siempre hubiera vivido en el primer mundo y hubiera entendido al Ulises de Joyce y estudiado todos los libros de filosofía y política que Pessoa había leído en su vida, intentando olvidar los frijoles de mi abuela en la finca de San Pedro, borrando de mi lengua toda la jerga carcelaria aprendida en los barrios de Medellín, borrándome como sujeto, y de nuevo intentando borrar el asombro, porque no hay nada más provinciano que asombrarse, según Pessoa, cuando caí en cuenta de que tenía que explicar el título que tenía pensado para esta parte de la crónica: El hastío de la inteligencia.

Había pensado en el hastío gracias a un título de un libro: El hastío de la inteligencia. Según parece es un libro del señor J. Rodolf Wilcock, que también escribió La sinagoga de los iconoclastas. Unas cuadras atrás había estado pensado en que seguramente Pessoa estaba hastiado de su inteligencia, y por eso se mantenía tan solo. Por lo mismo no le gustaba andar con nadie. Hastiado de tener que soportar a los otros, a los incultos, a los provincianos, los que se asombraban caminando por Lisboa o Barcelona.

 

Teleférico de Montjuic, un buen villano, un buen héroe

Caminaba por Plaza Cataluña, una plaza como cualquiera pero no era como cualquiera, cerca al hotel, acompañado por la comisión de trabajo, cuando sentí que Barcelona pertenecía a otro orden, a un mundo al que yo, evidentemente, no pertenecía y desconocía por completo, un mundo que supuestamente había leído en varios libros. La necedad de creer que leyendo se conoce el mundo. Borges decía que enamorarse era crear una mitología alrededor de una persona. La plaza Cataluña era como la mujer de la que uno está enamorado, que es como cualquiera, pero como ninguna.

La comisión de trabajo estaba conformada por tres personas de Cali, una chica de La Habana y dos que viajamos desde Medellín. La idea consistía en visitar las bibliotecas públicas de Barcelona, aprender de sus iniciativas y de las actividades que se llevan a cabo. Adicionalmente, yo iría en busca de Zafón. De manera que en unos momentos estaríamos juntos y, en otros, realizaría mi tarea ingenua de buscar en la realidad los espacios de la ficción.

Ryszard Kapuscinski recomendaba a los estudiantes de periodismo viajar solos y reportear sin compañía de nadie; es decir, de nadie cercano al círculo cotidiano. Según el polaco, la reportería sería auténtica y concentrada, sin la influencia de otras voces. Sin distracción. Y sin embargo un viaje en soledad absoluta es deprimente. Hay placeres, lugares, sensaciones que tienen mayor sentido en compañía y en la conversación, en la fascinación compartida. Por eso lo más sano, creí, era equilibrar dosis de soledad y compañía.

Recuerdo que Ryszard Kapuscinski dijo: «Necesito experiencias e impresiones fuertes para escribir un reportaje». La crónica también nace de la oposición, igual que la ficción. Las emociones fuertes crean un conflicto con la vida corriente, con una manera natural de asumir la vida. Esa manera natural es la que hay que trasgredir. Por eso, y ya dejando a un lado el periodismo narrativo, una de las competencias profesionales más importantes que ejercitan los novelistas es la creación de conflictos. Un buen escritor se mide por la capacidad para joderle la vida a sus personajes. En otras palabras. Un gran escritor es un gran diseñador de problemas.

En El juego del ángel, de Zafón, se recrea esa vieja historia del hombre poseído, el protagonista como héroe y demonio al mismo tiempo. Entonces me voy a la cita literaria para ejemplificar la relación entre David Martín, quien es el narrador de la novela, y Andreas Corelli, su editor y “supuesto” antagonista. Y vamos a decir “supuesto” para evitar malentendidos y evitar el spoiler:

“Me senté al escritorio y repasé las cartas del día. Las ignoré todas menos una, de pergamino ocre y tocada con aquella caligrafía que hubiera reconocido en cualquier lugar. La misiva de mi nuevo editor y mecenas, Andreas Corelli, me citaba el domingo a media tarde en lo alto de la torre del nuevo teleférico que cruzaba el puerto de Barcelona.

La torre de San Sebastián se elevaba a cien metros de altura en un amasijo de cables y acero que inducía al vértigo a simple vista. La línea del teleférico había quedado inaugurada aquel mismo año con motivo de la Exposición Universal que había puesto todo patas arriba y sembrado Barcelona de portentos.”

 

El teleférico, el cable y la torre de San Sebastián estaban acá, me repetía mirándolos, como si no me lo creyera. Eché un vistazo al fondo la otra torre, la de San Jaime, un sistema de transporte que ya supuestamente conocía por haberlo leído, la pendejada de creer que se conoce al mundo leyendo. La patraña que se repite hasta el cansancio: leer es viajar a otros mundos. Caspa.

Mirando la «torre Eiffel barcelonesa» experimenté una fuerte impresión y lo escribí en la libreta: “al fondo el puerto, el Mediterráneo, los yates, y pensar en la Exposición Universal, tan nombrada en La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza”. Invoqué a Pessoa y a su compadecimiento de este provinciano en Barcelona.

Estábamos con la cita de El juego del ángel, con David Martín, el narrador, y Andreas Corelli, el villano:

“Encontré a Corelli mirando por uno de los ventanales que contemplaban la dársena del puerto y la ciudad entera, la mirada perdida en las acuarelas de velas y mástiles que resbalaban sobre el agua. Vestía un traje de seda blanca y jugueteaba con un azucarillo entre los dedos que procedió a engullir con voracidad lobuna. Carraspeé y el patrón se volvió, sonriendo complacido.

—Una vista maravillosa, ¿no le parece?— preguntó Corelli.

Asentí, blanco como un pergamino.

—¿Le impresionan las alturas?

—Soy animal de superficie— respondí, manteniéndome a una distancia prudencial de la ventana”.

Esta novela recrea esa fatigada cosmogonía en la que se explica que cada escritor tiene un demonio adentro.

Cada escritor tiene un dictador, un jefe que lo domina, un patrón que lo asfixia. Ese patrón maldito y bendecido obliga a reducir las horas de sueño, cortar con las relaciones personales y defender a raja tabla las prioridades, este patrón obliga a saber que el arte va primero que cualquier otra expresión de la vida.

Ese dictador no está representado en los detestables gerentes de oficina, ni en la familia, ni en la esposa, ni los hijos. Esta dentro de cada uno de ellos. Y es tan fuerte que lentamente puede llegar a consumir el resto de la existencia.

La cita de Zafón sigue de la siguiente manera:

“—Viajarán ustedes a través del cielo de Barcelona a unos setenta metros de altitud por encima de las aguas del puerto, gozando de las vistas más espectaculares de toda la ciudad, hasta ahora sólo al alcance de golondrinas, gaviotas y otras criaturas dotadas por el Altísimo de ensamblaje plumífero. El viaje tiene una duración de diez minutos y realiza dos paradas, la primera en la torre central del puerto, o, como a mí me gusta llamarla, la torre Eiffel de Barcelona, o torre de San Jaime, y la segunda y última en la torre de San Sebastián. Sin más dilación, les deseo a sus eminencias una feliz travesía y les reitero el deseo de la compañía de volverlos a ver a bordo del teleférico del puerto de Barcelona en una próxima ocasión.”

Y allí estaba yo a punto de salir volando por los aires metido en una cabina de teleférico, ya solo, sin compañía de la delegación, rumbo al puerto, a punto de saltar al vacío de la escritura, al envenenamiento.

Ahora volaba por entre las corrientes del atrevimiento. Lo mejor era dejar a un lado a Andreas Corelli, el inquietante editor y pasar a citar otra escena en este mismo sitio. Sucede con el policía corrupto de la novela.

En El juego del ángel el inspector Grandes realiza una investigación en la que se ve involucrado David Martin, héroe del novelón. El inspector, como representante de la ley, debería ser el símbolo del orden y la justicia. Todo policía debería serlo.

Estos personajes, estos policías, se suponen honorables y justos, pero todos sabemos que no es así. Y más en narrativa. Un policía que llegue a la casa y le pegue a la mujer, por más que sea un representante de la ley y el orden, será un sujeto ruin y depravado.

Y de manera contraria con un ladrón. Por más pillo que sea un pillo, si cuida a su hija, si abraza a su abuelo, si gasta su dinero en la compra de una casa para su familia, entonces estamos frente a un ladrón al que apreciamos.

En El juego del ángel donde el inspector Grandes, representante de la ley, resulta ser un doblado vendido.

“La cabina se elevó desde el edificio terminal rumbo al borde de la montaña. Los sacerdotes se habían arremolinado todos a un lado, claramente dispuestos a gozar de las vistas del anochecer sobre Barcelona y a ignorar cualquiera que fuese el turbio asunto que nos había reunido a Grandes y a mí allí. El inspector se aproximó lentamente y me mostró el arma que sostenía en la mano. Grandes nubes rojas flotaban sobre las aguas del puerto. La cabina del teleférico se hundió en una de ellas y por un instante pareció que nos hubiéramos sumergido en un lago de fuego.

—¿Había subido usted alguna vez? — preguntó Grandes; asentí.

—A mi hija le encanta. Una vez al mes me pide que hagamos el viaje de ida y vuelta. Un poco caro, pero vale la pena.

—Con lo que le paga el viejo Vidal por venderme, seguro que podrá traer a su hija todos los días, si le da la gana. Simple curiosidad. ¿Qué precio me ha puesto?”.

El juego del ángel

A continuación, trascribo una entrada del diario de Barcelona que fue inspirada por Andreas Corelli, un personaje detestable en la obra de Zafón que, sin embargo, provoca empatía por su ironía y cinismo:

“En el arte dramático la empatía no solo se despierta por el protagonista que representa los valores positivos de la historia como son la justicia y el orden; también podría despertarse por quien representa los valores negativos como la irracionalidad y el caos”.

Alguna vez escuché decir a un amigo que en la novela El infierno está vacío,  Abelardo no era el villano y que era en realidad el “bueno” de la historia.

“Abelardo es el protagonista me dijo, con unos objetivos muy claros pues es un símbolo del absurdo”. Y quien se anteponía a sus metas y pretensiones era SebastiánElPepinoLópez, el hombre lindo y racional de la historia, que en realidad era el antagonista.

El epígrafe de esta novela dice: “El infierno está vacío y todos los demonios están aquí.” Una cita extractada de La Tempestad de William Shakespeare.

En El infierno está vacío, ElPepinoLópez es el malo del paseo porque no deja que Abelardo alcance su deseo y, en esa medida, quien despierta la empatía es Abelardo el odioso, uno que representa la anarquía y el desconcierto. Algo similar con La conjura de los necios. Aberlardo es el héroe moral, hermano de causa de Ignatius Reilly.

Luego de subir al teleférico de Montjuic remontamos el aire dentro de la cabina, sintiendo la oscilación de ese pequeño vagón, sostenido por el cable y vimos abajo el puerto de Barcelona.

Volamos por encima de una ciudad de la que estaba enamorado. Al ver los yates y los puertos mecánicos donde los reparaban y ejecutaban mantenimiento no dejé de pensar en la gente adinerada, gente con la posibilidad de tener un juguete de ese tamaño. Y pensar en los servicios de mecánicos que viven de ello.

A continuación anoté en la libretica: “Debería invertir el tiempo en pensar en algo más inteligente”. Pero no pude.

Ver abajo el Mar Mediterráneo, un mar con historia y mitología en sus olas, en su color, en su brillo. Hay algo en Europa que está cargado de fuerza, y no sabía qué, era algo bello y a la vez decadente, como en las despedidas, sin saber dónde estamos con precisión, en un comienzo o en un final.

Como sea y como siempre, no tuve las palabras precisas para describir lo que sucedía, ni afuera en el teleférico y ni dentro en el corazón.

***

¹Digo «Pessoa sigue diciendo» porque cuento viene desde atras. Si no leyó de donde viene la historia puede pasar a leer Hechizo vudú. El vértigo del viaje

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LA HISTORIA CONTINÚA EN EL SIGUIENTE POST: https://www.fronterad.com/el-corazon-es-un-animal-extrano-de-martin-limon/

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