El hijo y el mar

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Estamos lejos pero se pueden ver los recuadros de las ventanas de las cabinas. Algún viajero con binoculares podría ver la sonrisa de Lorenzo agitando los dedos sobre el mar.

Clearwater Beach

 

Hazte hombre te digo como yo a veces me hago mar

Huidobro

 

 

«Mira Lorenzo. Ese es el mar ¿Puedes oler?» Lo sostengo en mis brazos mientras camino hacia el final del rompeolas.


Nos sentamos sobre una de las peñas. Sus ojos parece que atienden a un cormorán que agita las alas mojadas sobre unos tablones en el océano. No sé si pueda oler. Le digo cómo aquello me recuerda el olor a sal y a hierba húmeda que encontraba al amanecer allá en Silaca, 590 kilómetros al sur de Lima. Se agita, mueve las manos. Apunto a la distancia hacia un crucero, anclado desde hace dos días en la entrada de la bahía de Sag Harbor. Estamos lejos y sin embargo se alcanzan a ver los recuadros de las ventanas de las cabinas. Algún viajero con binoculares podría ver la sonrisa de Lorenzo agitando los dedos sobre el mar.

 

Es posible que la memoria intensifique la fragancia. Aquellas eran tierras más salvajes: Silaca estaba rodeada de puquiales, de humedales, huertos de higueras. A Clearwater Beach solo se accede por una pista de asfalto bordeada por casas y jardines diseñados. El océano parece ser el mismo, si bien estamos en el lado opuesto (Trazo una línea casi diagonal─cruzando el Caribe─en el mapa americano de Google).

 

También hablamos de casi 20 años de distancia: 1997 fue el verano en que decidí olvidarme de Lima los fines de semana. Tomaba el Ormeño del viernes a las 10 de la noche. Llegaba a Silaca el sábado antes de las 6 a.m. Repetía esa rutina el domingo por la noche, en sentido contrario, para llegar a Lima el lunes al amanecer. Así de enero a marzo, los tres meses del verano.

 

En su ensayo sobre Moby Dick y Huckleberry Finn, Roberto Bolaño se refiere a la clase media como ese destino al que nos dirijimos mientras nos volvemos viejos. Pienso entonces que Clearwater Beach es una experiencia de clase media. Esa fragancia del mar después de 8 horas de viaje era el símbolo de una época de escasez, de mínimos recursos, cuando lo que más me interesaba era la aventura y bastante poco la tranquilidad.

 

Antes de dejar el rompeolas vemos a alguien que maniobra su canoa desde el estrecho cauce de agua que sirve de atracadero. Alcanza la apertura al oceáno y hace un gesto (de admiración) sin percatarse de que lo estamos observando. Encontrar el mar debe de ser una experiencia que se clava en la memoria. No sé si Lorenzo haga un gesto similar en el futuro. No sé si lo que hago hoy ─sentarlo en el rompeolas, incitarlo a respirar la sal que lleva la brisa, apuntarle a los chorlitos que sobrevuelan la orilla en busca de alimento─ dejará una marca especial.

 

Regresamos por la pista de asfalto. Un perro aparece entre las flores y los arbustos que los vecinos protegen con pesticidas antivenados y antigarrapatas. Una vecina riega las plantas, saluda y sonríe a este padre que avanza empujando a un bebé sentado en un coche rojo. Una muchacha con el cabello ajustado con vincha, la camiseta empapada de sudor, trota en sentido contrario y observa a Lorenzo como si inspeccionara a un chihuahua. Él se la queda mirando.

 

Casi siempre está en silencio. De vez en cuando balbucea algo. A veces se inclina demasiado como si hubiera encontrado un insecto en el asfalto. Después se tranquiliza y no vuelve a hacer ruido. Muy poco antes de llegar a casa dejo de empujar, me adelanto al coche y lo miro: Tal vez soñando con el mar, Lorenzo se ha quedado dormido.