La galaxia es como un cubo de hielo acercándose al fuego. Y la verdad es que ninguno de nosotros sabe muy bien qué hacer.
Ninguna de nosotras tendría que haber dicho: pues somos siete y sólo yo soy hombre. Las otras son científicas locas –en cierta medida, yo también– con quienes hemos venido a perdernos varias semanas en un sitio ilocalizable del planeta, a ver si encontramos soluciones.
No hay soluciones. Ninguna. Ya lo sabemos. Pero igual está bueno eso de mentirles a los que nos dan plata para investigación. Venir acá todo pagado está muy bien. Por qué no. Si no es a nosotros la plata se la dan a esas bestias jóvenes que salen de la universidad con ideas bastante cojudas. O a gente de letras que, la verdad, no sé para qué el gobierno sigue financiándolos, si tarde o temprano sus libros se van a quemar.
Como les decía: acá se la pasa uno bien, incluso sabiendo que el final será el mismo. Que no hay vuelta atrás, que nos quemamos ahora o en veinte años. Será un poco de fuego, lava, cenizas ardientes desde los planetas cercanos. Qué se yo. Como le dije a las chicas –muchas veces– si es por mí, si ellas quieren, nos suicidamos todos antes de regresar a Buenos Aires. En fin, para qué darle vueltas a esto. Y cada vez que lo digo la boba de Susana se pone a llorar. Me da algo de pena pero –como dice Rebeca, que siempre está atenta a esa cuestiones–, «con una buena cogida se le pasa». O sea, me dice: «tú a lo tuyo».
Sí, como sospecharán los que me leen desde mucho antes: esto es un cuento porno.
No quería empezar con nada grotesco, porque al fin y al cabo uno nunca sabe si hay niños leyendo. O si la mamá de 80 años les abre a ustedes la computadora y se interesa por su tiempo libre y todas esas horas que dicen gastar «en aras del conocimiento científico».
Así que empecé a hablarles de lo que ya saben pero bueno, nada: esto va de sexo
Somos 6 chicas y yo en este laboratorio.
Rebeca no es celosa pero sabe muy bien cuándo empezar con sus ejercicos de yoga enfrente mío. Pone el culo así grandote en mi cara si es que siente que pasó Susana y yo me quedé mirando sus tetas. Me lo pone en la cara, no exagero. Deja mi nariz a dos milímetros de su sexo y bueno: me olvido de Susana. Por un rato, al menos. Y le damos duro. Al fin y al cabo no hay tanto que hacer en este sitio enmedio de la nada y, como sospecharán, le he perdido el gusto a mi antigua pasión por la lectura: ahora hay tanta chica escribiendo de sus traumas que a mí, la verdad, ya me da lo mismo.
Así es que la veo a Rebeca haciendo sus ejercicios y se me para. No me puedo controlar. No puedo apartar la vista de su culo. No puedo dejar de agarrarlo. Ella me ha dicho que siempre tiene muy en cuenta su período y yo sólo espero que no salga embarazada. Si bien sé que Rebeca tampoco quiere hijos. Ahora que los suyos están grandes (y quién sabe dónde, porque ni la llaman) ya le da lo mismo. A Rebeca le gusta moverse. «Soy muy flexible», me dijo la primera vez que le pregunté sobre cómo le había cambiado la vida el yoga. «Y recuerda que de chica, además, yo fui bailarina», agregó.
Claro que Rebeca sabe también que no todo puede controlarse poniéndome el culo en la cara y que, si me meto demasiado rato al baño o me ducho más de la cuenta es porque me la estoy jalando. Sabe también que si me deja solo durante mucho rato voy a salir del cuarto y a empezar a vagar hacia el laboratorio, buscando las tetas de Susana. Qué señoras tetas.
El culo de Rebeca no tiene comparación. Y le encanta que me meta entre esas dos nalgas. A mí me gusta hacerlo sobre todo después de los ejercicios cuando está húmeda de sudor y muy salada. Cuántas horas he perdido yo allí, mandando a la mierda el conocimiento científico. Para qué, me autoconsuelo, si el final está tan cerca.
Al principio, Susana no me entendía. Pero entendió. Es media lenta para entrarle y yo tenía que pasar más tiempo del que me da la paciencia, con la lengua y las manos hasta que ella se metía en el juego. Además, no le puedo decir nada de Rebeca, ni siquiera mencionarla, porque se corta. Ahora ya sé cómo recordarle, sin decírselo, que los viajes de exploración de mi esposa duran 2 ó 3 horas, que sólo tenemos ese tiempo y que ya.
A veces también sospecho que Rebeca y las otras chicas del laboratorio le están entrando a otro tipo de juegos. No soy celoso y tampoco tengo pruebas. Siempre regresan antes de las tres horas y los recuentos que Rebeca me hace de esos viajes exploratorios nunca parecen alejarse de la normalidad. Si es que podemos llamar normal a esta situación
La más pequeña de las investigadoras con las que se junta mucho Rebeca se llama Cindy. Es muy mona y también me gustaría meterle las manos debajo de la camiseta o agarrarle esos muslos que tiene siempre tan fuertes y a la vista en el laboratorio. Eso sí que me metería en problemas. Sé que a Rebeca –por no sé bien qué motivo– Cindy sí que le importa.
Si le busco conversación a Cindy y Rebeca está presente, la noto muy tensa. Nunca me lo ha dicho pero siento los celos. O tal vez…No sé. Tal vez ella también le gusta. Me parece que no puede ser su tipo, pero en fin. Me gustaría, es verdad, pero no pasa nada con Cindy.
A diferencia de Rebeca, Susana es muy simple. Casi es una primitiva. No sé cuándo me dijeron algo de que su IQ es mucho más bajo que el de todos nosotros y que la pusieron en nuestro grupo sólo por el tema de la diversidad. Ya no se puede poner sólo a genios en un laboratorio. Hay que meter a algún bruto y por eso ahí está ella. Bendita sea la diversidad.
Susana tampoco tiene la flexibilidad de Rebeca. Y le harían bien unos ejercicios porque se le está reblandeciendo la piel. Sin embargo es mucho más joven que Rebeca y su cuerpo despide un olor que me remite a las mañanas de mi infancia. Es un olor a cochayuyo que me acelera el pulso. Me recuerda cuando nadaba entre las pozas de la playa, arrancando de las rocas los barquillos: haciendo fuerza con los nejos, o abriendo los erizos de un mazazo, poniendo sus lengüetas anaranjadas, de textura terrosa, saladas, sobre mi lengua, desgustándolas en la boca mientras reventaban las olas muy cerca. Benditas sean las pastillas que me traje en este viaje y que me permiten durar y durar. Podría estar con esta chiquilla horas de horas.
Me ha costado trabajo convencerla de que abriera la boca pero ahora lo hace casi siempre, obediente. Si sabe que Rebeca ha salido a explorar, ya está pronto en el laboratorio esperándome y mal que bien me deja hacer lo que me gusta. Creo que hasta le da cierto placer repetir la coreografía, dejarme que termine así, mirándome a los ojos mientras estallo.
Paz.
Es verdad que esta narrativa sexual de cierto modo es lo que me alimenta, lo que me permite seguir aferrado a la vida. Hace que me olvide del final. Sin embargo, tampoco puedo ignorar que la vida académica –estas tediosas rutinas científicas con ciertos procedimientos y metas– es lo que me permite disfrutarlas.
No sé los detalles pero imagino que hoy Rebeca le dijo algo a Susana. A la chiquilla se le nota que estuvo llorando y vino al laboratorio con una casaca inmensa que no me dejaba apreciarla. Pensé que estaría con su período. Sin embargo, Cindy también estaba más callada de lo normal. Sus respuestas fueron lacónicas. Sus sonrisas fueron apuradas y forzadas ¿O me pareció?
Las otras chicas no me miraron. En realidad nunca me han mirado pero esta vez me pareció sentir una tensión adicional. ¿Será qué?
Es obvio que, en este lugar, la macho alfa es Rebeca. Si ella quisiera deshacerse de mí le sería bastante fácil. No me queda claro que esta sea la mejor manera pero… Tal vez. Sólo tiene que desaparecer de mi cuarto, sentarse frente a los controles del laboratorio y esperar. Escucharme teclear en mi habitación. Tal vez interpretar lo que estoy escribiendo. O quizá espiarme, porque no puede ser tan difícil hackear esta laptop barata que yo sigo usando porque le tengo cariño. Donde escribo mis diarios.
Mis diarios.
Bueno. Ni bien he escrito eso y todo me ha quedado muy claro. Rebeca ya no me necesita. Ni ella ni las otras. Yo soy el aguafiestas que habla del fin del mundo, de la incapacidad científica, de la fatalidad del desenlace, y soy el que les va a cagar el financiamiento de la próxima temporada. Quizás sea el yoga (y sus Omms) lo que le ha despejado la mente.
Rebeca sabía que esta mañana yo me serviría un café y me pondría a escribir. Que ella y las otras (¡Et tu, Cindy!) podrían encerrarse herméticamente en el laboratorio y, con sigilo, abrir los tanques de los gases para que estos empezaran a circular.
Si Susana no les quiso seguir el juego y se fue a su cuarto a llorar, tampoco fue un problema. Ya estarían inventando una coartada. Es casi seguro que Rebeca ya la tendría desde mucho antes: nos pondrían a Susana y a mí juntos, en una de las camas. Se han escrito tantos libros sobre los amantes suicidas que nadie, estoy seguro, dudaría de esa historia.
Cada vez que tirábamos (que hermoso sería cachar una última vez Rebeca: tal vez contigo en posición de flor de loto) Rebeca habría estado pensando en cómo podría prolongar su vida de investigadora. Esa vida tranquila en la que podía volar cada cuatro o cinco meses para seguir haciendo yoga a miles de kilómetros de su familia. Alimentando, desde este laboratorio perdido, las grandes mentiras de la ciencia. Inventándose día tras día, hora tras hora, un montón de teorías arguyendo que el mundo se podía salvar.
Y todo pagado.