
El ciclo básico de la vida, desde Heráclito y Manrique hasta nuestras perplejidades cuánticas contemporáneas (que no entienden ni siquiera muchos científicos teóricos), no ha cambiado. Nacemos, vivimos y morimos. El poeta polaco Adam Zagajewski me dijo en el Jardín Botánico de Madrid que “necesitamos morir. No sabemos lo que ocurrirá después. No estoy diciendo que haya una vida después de esta…”. En la última cumbre de autócratas encantados de serlo se filtró una conversación entre el ruso Vladimir Putin y el chino Xi Jinping en el que parecían bromear muy en serio sobre la posibilidad de alargar exponencialmente sus vidas. Eternizarse. Y los más grandes magnates de las nuevas tecnologías llevan tiempo invirtiendo cantidades astronómicas en derogar la muerte. Pero “nuestras vidas son los ríos/ que van a dar en la mar,/ que es el morir”, como en la Edad Media escribió el poeta Jorge Manrique, y yo me planto a la orilla de ese río, para bañarme en él consciente de que nunca te bañas en las mismas aguas, aunque el río parezca el mismo, y lo cruce y lo vuelva a cruzar las veces que el curso de la vida lo haga necesario. Durante buena parte de mi vida los periódicos han sido una de las mejores formas de contar los días y lo que ocurría en cada uno de ellos. Era (y es) una fantasía: pensar que, en un abanico de 30, 60 o 90 páginas, podemos resumir y explicar lo que aconteció el día anterior en todo el mundo. Los periódicos de papel siguen saliendo puntualmente cada mañana, pero parecen un vestigio de otra época, la mía. Languidecen en los kioscos, que van también cerrando de forma inexorable, porque para la mayoría ya no son la puerta de tinta luminosa para saber y tratar de entender lo que ocurre. Ahora vivimos en otra aceleración, en dispositivos electrónicos que van con nosotros a todas partes y que además de decirnos la hora digital que es nos entretienen hasta la extenuación, compaginan juegos con noticias, películas con mapas, miden nuestro ánimo y nuestro estado económico, y sobre todo nos facilitan todos los vericuetos y atajos que necesitamos para relacionarnos con los otros, enamorarnos, flirtear, copular, comprar, viajar, olvidar y recordar. La pantalla es el espejo mágico en el que la inmensa mayoría de los vecinos del mundo se ve, cree reconocerse, vive y se disipa. Yo también, aunque a menudo reniegue de sus insolentes modales de seducción, su capacidad para secuestrar nuestra atención, para convertirnos en adictos. Nos facilitan la vida, pero también nos esclavizan. Y han dinamitado el sentido del tiempo, la lentitud, la calma, el silencio. Los móviles forman parte de este delirio calidoscópico, de esta aceleración constante, la forma en que tenemos de movernos, en coches, trenes, aviones cada vez más veloces, que nos trasladan sin que el lapso propio del viaje, de ese movimiento en el espacio y en el tiempo, atesore muchas partículas elementales de sentido. Tratamos de darle razón y emoción a ese estado de agitación permanente, y en esa vorágine, en ese vértigo que nos aturde, el movimiento parece espasmódico. ¿Hay algún ángel mínimamente humano dotado de un cuaderno, un lápiz y una cámara que esté tomando nota de nuestras rutas sobre la superficie de la tierra como si así estuviéramos escribiendo, de forma inconsciente, en el gran cuaderno del mundo?
He tratado de averiguar lo que pensaba mientras escribía.
He tratado de descubrir lo que quería decir mientras ponía en marcha el deseo de escribir y mi memoria gramatical, pero como una suerte de cabra mecánica textual que va abriendo surcos en el campo nevado de la pantalla, para ver si las propias palabras, esos signos que todavía consigo descifrar, me decían lo que quería averiguar sobre el movimiento y la artesanía, sobre la velocidad y la atención, sobre el cambio y el renacimiento, sobre la flecha del tiempo y sobre la muerte.
Sigo dando tumbos. Pero en el viaje para averiguar qué es lo que sabía o quería saber y lo que quería o podía decir, he encontrado estos pequeños manantiales en forma de libros, periódicos y recuerdos.
El orden no es ni cronológico ni jerárquico. Es un orden aleatorio, que pretende abrir en el cerebro del hipotético lector una serie de trampillas o tragaluces que acaso le hagan descubrir nuevas conexiones, pasadizos insospechados entre sus recuerdos y sus deseos.
Son ocho estaciones como si fueran ocho pasajes para pensar.
La muerte. “—¡Va demasiado de prisa! –gritó Bea–. Todo está cambiando y no quiero que cambie.
—Pero esto no ha cambiado –dijo Harriet.
Sin embargo, nada más pronunciar estas palabras supo que no era cierto. ¿Cuánto había cambiado todo desde esa misma mañana? Todo había cambiado.
(…)
—Todo sigue como si tal. Todos seguimos adelante como si nada hubiese ocurrido –dijo Harriet llorando.
—No, no es cierto –respondió Nana–. Lo único que hacemos se seguir adelante. ¿Qué otra cosa podemos hacer, Harriet?
—Es como si hubiésemos borrado a Bogey. Mírate a ti misma, cosiendo ojales –contestó Harriet llorando.
—¿Qué crees tú que debo hacer? –preguntó Nana en voz baja”.
Son dos breves fragmentos de la novela El río, de Rumer Godden, un libro que te hará que repienses de nuevo tu percepción del tiempo (es decir, del movimiento).
En el segundo fragmento Harriet y Nana se refieren a Bogey, el hermano pequeño de Harriet, Bea y Victoria, que murió mordido por una cobra en el jardín de la casa en Narayanganj, junto al río Lakhya, perteneciente a la cuenca fluvial del Brahmaputra, en la actual Bangladesh.
El tiempo. El director Paul Thomas Anderson acaba de estrenar la película Una batalla tras otra, una adaptación de la novela Vineland, de Thomas Pynchon, uno de los escritores más esquivos e inclasificables de Estados Unidos, que detesta hasta tal punto las entrevistas que es casi imposible encontrar una. “La ficción vive de hacernos creer que el tiempo lo modifica todo y no es así. No es realista pensar que el tiempo modifique cómo se comporta el ser humano. Si somos realistas, tenemos que admitir que de los 60 a ahora el mundo ha cambiado muy poco”, le confesó Anderson a Luis Martínez, crítico cinematográfico del diario El Mundo. Y añadió: “a todos nos gusta pensar que las cosas mejoran, que el mundo va a mejor, que la flecha de la historia va hacia adelante… Pero no es así, los cambios son extremadamente pequeños. Pese a nuestra hambre de cambio y nuestra impaciencia, somos bastante egoístas. El resumen sería: más de lo mismo, un día diferente (…). Soy un tipo que tiene esperanza por la sencilla razón de que tengo hijos. Es la esperanza la que hace que te emociones con tus críos. Tener esperanza por mal que vayan las cosas no es una opción, es una obligación, un acto de responsabilidad”.
¿Qué cantidad de pensamiento mágico podemos rastrear en una afirmación como esa, que tiene esperanza porque tiene hijos?
El límite del lenguaje. Ludwig Wittgenstein no es un filósofo fácil. Su Tractatus Logico-philosophicus sigue siendo en gran parte un enigma para lectores poco avezados en el pensamiento filosófico y sus desafíos. No lo es para el periodista Pedro García Cuartango, que no solo ha leído con atención a los filósofos más lúcidos, sino que es capaz de traducir las líneas maestras de su pensamiento con palabras asequibles para todo el que se tome la molestia de leer con atención. En su intento de explicar la pérdida de la fe y su actual condición de agnóstico, que ha plasmado con emocionada sinceridad en El enigma de Dios, escribe acerca de las averiguaciones de Wittgenstein: “La lógica sirve para depurar el lenguaje y para revelarnos la estructura interna de lo real (…) Pero el lenguaje tiene límites. Más allá de lo que observan nuestros sentidos y las conexiones proposicionales de lo real, las palabras no pueden decir, sino mostrar las realidades que escapan fuera de la lógica, como la existencia de Dios o la dimensión ética de la vida. De aquí viene su célebre afirmación de que sobre lo que no se puede hablar, hay que callar”. Si fuéramos consecuentes y coherentes con esa afirmación deberíamos estar mucho más callados de lo que estamos.
Las manos. Son las que empuñan las herramientas, las que gastan los mangos con el uso, las que prueban el filo de los formones y los cinceles, las que repasan la suavidad de la caoba o del granito, las que guardan en la memoria algo que los otros sentidos completan. Las manos son la medida del mundo. Las manos dan cuenta del tiempo empleado, del tiempo transcurrido, del tiempo gastado. Del tiempo vivido. Y esas herramientas con la que se transforman los objetos y se persigue la utilidad y la belleza queda la huella del sudor, del uso, del esfuerzo. Del movimiento. Y son a fin de cuentas la prueba del nueve de nuestro estado de pérdida contemporánea. Porque hemos dejado de saber hacer cosas con las manos.
Profanaciones. De las manos pasamos a las piedras, a los materiales. Había leído el Nuevo Testamento tres veces, si no recuerdo mal, pero no el Antiguo, salvo en versiones para niños. Pero he decidido enmendar esa inmensa laguna. Gracias a ese empeño he descubierto algo insospechado en el libro del Éxodo: “si me alzas altar de piedras, no lo harás de piedras labradas, porque al levantar el cincel sobre la piedra la profanas”. Seguro que los artesanos, pero especialmente los canteros y los escultores, tendrían mucho que decir a esta exigencia que Yavé le hizo a Moisés en el monte Sinaí.
Lo que la mirada altera en la realidad. La cámara es una intermediaria. “Un volcán es una montaña que no se parece a ninguna otra. Llevarse la cámara
a los ojos tiene efectos que no se pueden calcular de antemano”, se lee en Autobiografía de Rojo. Una novela en verso, de la poeta canadiense Anne Carson, en la que asistimos la toma de conciencia, la madurez, la soledad y las dificultades de adaptación al mundo que le rodea, a sus deseos y a sus necesidades que experimenta Gerión: “Le estaba llevando muchísimo tiempo
preparar la cámara. El instante se abría en charcos enormes en torno a sus manos
cada vez que trataba de moverlas.
La frialdad aplanaba los márgenes de su visión dejando un estrecho canal por el cual
el impacto… Gerión se sentó en el suelo
de repente. No había estado tan colocado en su vida. Estoy demasiado desnudo,
y quiero enamorarme de alguien. Esto también hizo mella en él. Todo es un error.
El error apareció como un dedo solitario
troceando la habitación y se agachó para esquivarlo. ¿Qué fue eso? dijo uno de los otros
volviéndose hacia él siglos después”.
Arte y artesanía. Siglos después seguimos tratando de lidiar con esa disyuntiva que enemista y desconcierta a unos y otros, a no pocos artistas y artesanos. A muchos artistas les desagrada sobremanera que les confundan con los artesanos. Como si fuera un arte menor. Como si en su caso fuera la idea, no la perfección formal, lo más relevante. A no pocos artesanos les desconcierta el desprecio de los artistas hacia la habilidad manual, la perfección formal, como si eso no fuera relevante a la hora de dar cuenta del mundo, mejorarlo, conjugar utilidad y belleza con todo el tiempo y la atención necesarios.
Máscara. Me pongo la mía y firmo este artículo que en realidad es un boceto de algo que quiso ser sin saber qué quería ser. Tengo una colección de máscaras africanas que compaginan su doble condición: la de insólitas obras de arte, con las virtudes de una gran creación de un escultor cuyo nombre desconocemos, y la de artefacto ritual para invocar a los espíritus. Es decir, arte y religión. Artefacto artístico digno de ser conservado, e intermediario ritual para propiciar la benevolencia o la ira de los dioses. Mientras tanto, me quedo quieto, dejo que el movimiento se ensimisme y me lavo las manos como si hubiera estado haciendo algo con ellas. Por ejemplo, encuadernando un libro.





