Dos ancianas salen, como pueden, de la parte posterior de una furgoneta abarrotada. A esas horas, en Sorongo, se mezcla el bochorno del atardecer tropical con los zumbidos de los mosquitos; la fatiga de un día caluroso con la esperanza del descanso nocturno. La carretera de arena está desierta. Solo se escucha la música del interior del vehículo, los lamentos sofocados de sus pasajeros y un desenredar fibroso de cuerdas y bártulos. En su techo, un hombre se afana en encontrar la maleta que esperan las dos ancianas. Visten una túnica ennegrecida que debió de ser, antes de conocer el polvo, blanca. Al recibir la maleta, deciden llevarla sobre el sudor de sus cabezas, coronadas por un cabello estropajoso y quebradizo. Lo harán por turnos. Pero antes, entregan dos monedas al conductor y se despiden.
—Kanimambo, makwero—.
Dejan el camino principal para internarse en una maleza verde y frondosa, poblada de espinas que les hieren, con pequeños cortes, sus pies desnudos. La desvencijada maleta es de color negro, con las cremalleras a punto de deshilacharse. Cada cierto tiempo, la bajan, la apoyan en el suelo y la levantan conjuntamente para apoyarla en su otro relevo. Minutos después de ese lento tránsito, que se va convirtiendo en ritual a pesar de lo espontáneo, llegan a una choza de adobe. El silencio la sella desde dentro, mientras que afuera, el estruendo de las cigarras da la bienvenida a la noche.
Las ancianas rodean la casa tirando ahora de la maleta, que tiene una de las ruedas atascada y avanza con dificultad. La dejan a continuación al pie de un baobab. Una de ellas se agacha, y la abre. En su interior asoma un bulto cubierto por una tela de colores que comienzan a ver con dificultad. La otra mujer se acerca, saca el contenido de la maleta y, en un acto instintivo, parece acunarlo. Y se dirigen a la parte posterior del baobab. La más pequeña se arrodilla y comienza a arañar la tierra: su remover rítmico y seco se incorpora a los ruidos del crepúsculo. También lo hace una nana que se va convirtiendo, poco a poco, sílaba a sílaba, en una especie de plegaria.
—…makun makun Bebe o makun… kongo de be Bebe la í makun sa…—.
Cuando termina el canto también se paran las manos de la otra anciana. Delante de ellas, un agujero vacío del tamaño de la maleta. Ahora, dejan el bulto en el suelo y desenredan la tela que lo cubre. El rictus de Anura, una niña de unos tres años asoma entumecido. Las livideces y el rigor mortis están de camino. El cuerpo le huele a la mezcla de vómito y desinfectante que, unas horas atrás, ha impregnado su piel negra en la morgue. Los ojos encorvados parecen mirar atónicos a la diarrea que los secó. Y el rosario de sus costillas da cuenta del hambre funesto que ya no tendrá.
—Ya puedes meterla—.
La más alta y oronda deposita el cuerpo, despacio, en el fondo de la diminuta fosa. Ayudándose de un pie, la otra comienza a taparla con la arena del montículo que la rodea: sin palabras, hasta que la niña queda totalmente cubierta. En ese momento, miran al cielo, se secan el sudor y, olvidándose la maleta hueca a la intemperie, se dirigen hacia la chabola.