Yo, aquí, humildemente, como periodista y mujer que soy, me pregunto: ¿A qué juego esquizofrénico estamos pues jugando los medios y los periodistas de México? ¿Queremos erradicar la violencia mientras vivimos de ella?
El periodismo no es siempre ni del todo inocente… El doble discurso de la prensa mexicana
“Cuando los muertos lloran, es señal de que empiezan a recuperarse –dijo el cuervo con solemnidad.
—Lamento contradecirlo amigo –dijo el búho–,
pero yo creo que cuando los muertos lloran, es porque no quieren morir”.
Carlo Collodi
Pasan los días con sus noches y por fortuna, no soy la primera persona (y casi con seguridad no seré la última) que ha notado y hecho notar que la cobertura periodística y mediática (porque son dos cosas distintas aunque parezcan lo mismo) sobre el multi-asesinato donde perdió la vida el fotoperiodista Rubén Espinosa prácticamente se ha centrado exclusivamente en su persona.
Publicaciones en las redes sociales y notas periodísticas han olvidado, han obviado y algunos hasta han estigmatizado (queriéndolo o no) a las cuatro mujeres víctimas del multihomicido ocurrido en la colonia Narvarte del Distrito Federal. A ellas les han puesto calificativos y adjetivos como: “una chica extranjera (o la colombiana), una activista, o la mujer que hacía el aseo”. Y todas ellas –dice la prensa– murieron “junto a él”, convirtiendo así al periodista y colega Rubén en el epicentro de un temblor violento que debería sacudirnos a todos, no por la profesión de ninguno de ellos sino simple y llanamente por el hecho mismo, porque el hecho mismo no es poca cosa: cinco personas asesinadas en un domicilio particular, el lugar donde, se supone, más seguros deberíamos sentirnos todos.
Pero no, ya no temblamos. Hace rato que estas cosas, estas muertes que en México se suceden un día sí y otro también nos tienen adormecidos no solo por la cantidad inconmensurable de nuestros sucesos violentos, sino también y sobre todo, por la terrible calidad con la que en nuestro país se inflige la violencia. Y digo inconmensurable porque no es posible medirla, porque resulta imposible llevar una cuenta. Porque aunque sería deseable y necesario que las autoridades lo hicieran también es verdad que contar y relatar esa cantidad de hechos violentos que se suceden en México día a día, hora a hora, minuto a minuto, y desde hace ya tanto tiempo, tal vez amenazaría, aún más, con arrebatarnos la poca cordura que como sociedad nos queda.
Cordura. Cordura social es lo que nos hace falta. Y la prensa y los periodistas que han centrado este último suceso en la figura de Rubén Espinosa no abonan a ella. Lo que digo es duro, lo sé, pero no es por falta de solidaridad hacia mi colega, antes bien al contrario: lo digo porque me parece que idealizarlo a él, y minimizando a otras víctimas, los medios y los periodistas estamos, una vez más, fallándole a nuestra profesión, y por ende, a la sociedad a quien, se supone (se supone) nos debemos quienes ejercemos el periodismo no como una opción profesional sino profesando una vocación vital.
En la prensa y en las redes sociales he leído hasta el cansancio las peticiones de justicia para Rubén, he leído los deseos de Rubén, los miedos de Rubén, las amenazas contra Rubén… Pero, por más que nos duela aceptarlo, esa noche de viernes del último día de julio Rubén Espinosa no fue el único que murió asesinado ni en ese departamento, ni en esa ciudad, ni en nuestro país. Porque la barbarie que se cierne sobre nosotros no es nueva, ni es exclusiva para los periodistas o los activistas. La barbarie que se cierne sobre nosotros es generalizada.
Informaciones de prensa tomadas al azar dan cuenta de que, entre ese día y esa noche fatal en la colonia Narvarte del Distrito Federal, en Zapopan, Jalisco, un hombre fue golpeado y asesinado de 3 disparos, y sucedió en plena calle; en Tabasco, dos hombres fueron linchados por los vecinos de la comunidad de Cunduacán porque, al parecer, quienes eran conocidos en vida como los hermanos veneno (sic) antes habían “macheteado” a otro sujeto del lugar; en Chihuahua la prensa del 1 de agosto menciona el hallazgo de “otro ejecutado más” (sic), encontrado al sur de la ciudad, y cuyo cuerpo presentaba ya signos de descomposición, mientras que apenas el día anterior, el jueves 30 de julio, a las 9 de la mañana, fue ultimado en Chilpancingo un comandante de la Ministerial del Estado de Guerrero.
De todos estos otros que murieron el mismo día que Rubén, y que no son periodistas, no se sabe mucho más: ¿Tenían un perro? ¿Los habían amenazado con anterioridad? ¿Vivían con miedo? ¿Intentaron quizá, también ellos, huir de la muerte, sabiendo que tarde o temprano les iba a salir al encuentro, solo por el hecho de vivir en México? ¿Quién les llora a gritos? ¿Quién les rinde homenaje? De todos estos otros asesinatos, ciertamente, la prensa daba cuenta… De ninguno de ellos, en la prensa, se pidió o se exigió justicia. ¿Por qué, compañeros periodistas? ¿Qué es lo que nos hace especiales a nosotros?
Soy periodista y soy mujer. Ambas cosas –dicen las estadísticas– constituyen un alto riesgo en México. Mayor al riesgo normal, si cabe. Soy nacida en Zacatecas, el lugar donde, según versiones periodísticas, fue encontrado, hace 31 años, el homicida del periodista Manuel Buendía, a quien le dieron cinco disparos al salir de la redacción. Unos días después, su asesino fue también asesinado. Al parecer recibió más de 100 puñaladas. De nada le valió huir del Distrito Federal. Parece ser que ocho años después (sí, ocho años después) finalmente dieron con los autores intelectuales del crimen contra el periodista… aunque en realidad nada fue nunca debidamente probado: ni su culpabilidad total, ni su inocencia parcial, ni el verdadero móvil que determinó el asesinato de Buendía. Se cree que el periodista estaba a punto de difundir información comprometedora y personal sobre el (entonces) presidente de México, Miguel de la Madrid, de quien se habían publicado detalles poco gratos en la prensa estadounidense por haber ingresado exorbitantes cantidades de dinero en bancos suizos.
¿La historia le suena conocida? Sí, al parecer así de violento es nuestro México, pero no lo es de ahora, sino desde hace mucho tiempo. Así de violento y así de impune también. Los nombres pueden haber cambiado, pero las condiciones de violencia e impunidad no han cambiado casi nada, y más bien, al parecer, han empeorado.
Por eso afirmo que la barbarie que hoy se cierne sobre nosotros no es nueva, ni es exclusiva de un sector o una profesión. Esta barbarie de la que fue víctima Rubén Espinosa, y que ya no nos escandaliza, que ya no nos hace temblar, es generalizada, tiene serias y muy antiguas raíces y, no nos quepa duda, la prensa, los medios y los propios periodistas no somos ni ajenos, ni inocentes en lo que como país nos acontece.
¿Estamos en constante riesgo quienes ejercemos el periodismo en México? Sí. Absolutamente sí. No hay duda de ello. Pero no estoy tan segura de si nosotros los periodistas o los activistas estamos más en riesgo que otros. Soy periodista, pero ignoro cuántos taxistas han sido asesinados, y en qué lapso particular de tiempo… cuántos transportistas, cuántos estudiantes, cuántos comerciantes, cuántos políticos, cuántos médicos o enfermeras han caído de manera violenta y en el ejercicio de su profesión. Las autoridades no nos lo cuentan, es verdad, como también es verdad que nosotros, los periodistas, hacemos un flaco favor a la sociedad cuando nos situamos por encima del resto de las muertes, del resto de las profesiones, del resto de la población.
No cabe duda de que quien tiene el poder de difundir información tiene el poder también de configurar el mundo, o al menos, las percepciones que del mundo tenemos. Este sí es nuestro poder. El poder de los medios. El poder de la prensa. El poder de nosotros los periodistas. Entonces, ¿qué tipo de mundo hemos ayudado a formar (o en su defecto a deformar) con nuestras informaciones sobre lo que sucede en México? ¿Por qué nos asombra (y a algunos les indigna muchísimo) que la gente de a pie no salga en masa a sumarse a las marchas que convocamos los periodistas cuando los (otros) poderes fácticos secuestran o asesinan a un colega?
“Somos los ojos y los oídos de la sociedad y la gente nos necesita” decía (casi) literalmente el comentario de un colega periodista a propósito del asesinato de Rubén… ¿De verdad lo somos? O quizá la pregunta más pertinente sería: ¿De verdad la gente nos percibe así, como sus ojos y sus oídos, como sus aliados? ¿De verdad la gente piensa y siente que nos necesita? O es que en realidad, la insolidaridad social de la gente hacia la prensa es el resultado de nuestros constantes fallos sociales, los mismos que a nosotros, los periodistas, nos cuesta aceptar de manera abierta, tan abierta como cuando inundamos páginas y titulares pidiendo justicia por la muerte de uno de los nuestros, en tanto que de las muertes de los otros nos limitamos a hacer rojo recuento y muchos de nosotros, y muchos de nuestros medios, incluso se dedican a hacer un buen negocio de la violencia?
El discurso de la sangre
Manuel Buendía fue asesinado en 1984 y aunque el México de entonces no era mucho mejor que el actual en términos de violencia e impunidad, parte de nuestra más respetable prensa hizo nacer en 1987 el periódico Metro, que pertenece a los mismos empresarios del prestigioao diario nacional Reforma. ¿Conoce ese diario? Es una suerte de revisión de la tristemente célebre (y hoy desaparecida) revista Alarma! Pero este no es ni de lejos el único respetable grupo mediático que en México ha decidido, hace tiempo o recientemente, que el lector ávido de violencia y de desgracias ajenas es un excelente nicho de negocio: ni más ni menos, El Universal, el gran diario de México, por ejemplo, tiene a su vespertino El Gráfico (nacido en los años 20). Hoy en el país coexisten centenares de estos pasquines sangrientos.
¿A quién le importa esto, y qué tiene que ver con el asesinato de Rubén Espinosa y de otros tantos colegas asesinados, de quienes sí se lleva cierto recuento, a diferencia de otras víctimas? Importa porque, ciñéndome sólo a esos casos, que como digo no son ni de lejos los únicos Alarma! que existen en el país. Resulta que nuestros dos principales periódicos impresos de México, Reforma y El Universal, los más leídos, los más consultados, los más poderosos, y que ya no son solo diarios sino grupos de medios en todos los formatos, exhiben una doble moral en cuanto a periodismo se refiere. Y así, los diarios de la mañana condenan la violencia en general y la violencia contra los periodistas en particular, pero por la tarde su edición vespertina la explota con alegría, con imágenes explícitas donde la violencia social se vuelve pornografía que se acompaña (siempre) con una chica semidesnuda.
Importa, porque quienes hacen periodismo por la mañana (al menos en los medios que menciono), y cuyo público meta está bien delimitado, se empeñan –lo digo sin sarcasmo– en condenar la violencia, condenar los feminicidios, en ventilar los indecentes negocios de los políticos que lucran con las expectativas, en investigar a quiénes están coludidos con el crimen (el organizado y el desorganizado)… Mientras que otros periodistas, los de la tarde, se regodean con mujeres convertidas en objeto, en la saña que distingue a la violencia de los mexicanos y en la mezcolanza de sangre y placer retratados para goce del pueblo… Y yo, aquí, humildemente, como periodista y mujer que soy, me pregunto: ¿A qué juego esquizofrénico estamos pues jugando los medios y los periodistas de México? ¿Queremos erradicar la violencia mientras vivimos de ella?
Sí, este es un artículo incómodo para los colegas. Lo sé y lo asumo. Pero creo sinceramente que es necesario empezar a revisar nuestro propio comportamiento si de verdad queremos (como decimos querer y pedimos a ocho columnas) erradicar la violencia contra los periodistas… lo que supondría, en realidad, erradicar la violencia generalizada, la que no nos es exclusiva, aunque queramos llevarnos la nota. Porque asumirnos como víctimas y al mismo tiempo evadir nuestra propia responsabilidad en la violencia que hoy se cierne sobre nosotros, insisto: es faltar a la verdad (o a la autocrítica) y no abona nada a la cordura social que hoy tanto estamos pidiendo y necesitando.
Preguntémonos, colegas: ¿No ejercemos nosotros mismos a veces (y con no poca frecuencia) muchos tipos de violencia, escudándonos en nuestra credencial de prensa? ¿No construimos discursos que, o son directamente violentos o incitan a una ulterior violencia social? ¿No acusamos, no señalamos, no construimos enemigos sociales con contenidos tendenciosos y faltos de pruebas? Nosotros, desde nuestro pedestal de periodistas, a los actores sociales les pedimos (les exigimos) “profesionalidad, transparencia y rendición de cuentas”, pero… ¿Y a nosotros quien nos la exige? ¿Quién se atreve a ello? ¿No es acaso verdad que muchos de nosotros solemos servirnos del miedo que se le tiene a los (llamados) periodicazos o a la mera presencia de la prensa?
La cordura social necesita como premisa básica ceñirse a la verdad. Pero no a nuestra verdad periodística, sino a la verdad, esa misma verdad que los periodistas mexicanos solemos construir a base de informaciones a medias, poco o nada corroboradas, o incluso sobre falsedades completas. ¿No estamos nosotros mismos creando este vacío social hacia nosotros, fallando constantemente a la sociedad al tiempo que nos erigimos en héroes victimizados de la violencia social que los periodistas mismos estamos sobrealimentando y contando de manera poco eficaz? ¿No estamos acaso juzgando a otros, pero evitando ser juzgados con la misma vara con que medimos a los demás?
Como periodista y como mujer son preguntas que me hago y que luego quedan solo flotando en mi mente, preguntas que se quedan atrapadas en eso que la teoría comunicacional llama la espiral del silencio, el lugar a donde van las ideas que disienten, que incomodan, que no concuerdan con las opiniones mayoritarias o que no son políticamente correctas ni encuentran un sitio adecuado para ser planteadas y plantadas como ideas-semilla del tan necesario auto-cuestionamiento profesional. Creo que ha llegadao el momento de lanzar estas preguntas. Porque bien dicen que “el buen juez por su casa empieza”, y nosotros, los periodistas, hemos sido –desde hace mucho– jueces bastante alevosos y parciales de esta realidad mexicana que hoy se vuelve (también) contra nosotros.
La protección del gremio, convertida en chantaje
Recuerdo por ejemplo cuando, recién llegada a vivir nuevamente a mi ciudad natal, Zacatecas, logré colarme a una reunión de periodistas locales. Una reunión que se hacía con dos fines: elaborar un censo de periodistas que iban a cubrir las elecciones federales del 2012, y discutir –para en su caso aprobar– la propuesta de ley de protección a periodistas que impulsaba la Asociación de Mujeres Periodistas de Zacatecas (MUPEZA). Ambos temas sonaban bien: recién llegada, a mí me interesaba pertenecer al gremio, ya que viviría en mi ciudad de nuevo; y obviamene, una ley de protección para periodistas era el tema de moda después del entonces reciente asesinato de Regina Martínez, la corresponsal de la revista Proceso en Veracruz.
Ahí, en esa reunión del gremio periodístico zacatecano, me llevé varias desagradables sorpresas. La primera: el lugar donde se celebraba, pues se hacía (con presencia de diputados priístas) en una sala prestada en el Congreso del Estado. Allí estaban los periodistas que formarían parte del (mentado) censo. La idea era apuntarse en una lista, dando nuestros datos generales para luego obtener credenciales de prensa que serían avaladas por varias autoridades, algunas locales y otras federales. Esto era (dijeron los colegas de la reunión) para asegurarse de que quienes cubrirían el proceso electoral eran realmente periodistas en ejercicio. Esta fue otra (muy) desagradable sorpresa.
Pero la tercera fue peor que las anteriores: se trataba del proyecto de ley (que se conoció como ley MUPEZA) y que, bajo el soterrado y tendencioso título de Ley para el Bienestar Integral de las y los periodistas del Estado de Zacatecas pedía en su redacción (literal) becas para los periodistas y sus familiares, ayudas del Estado para la compra de viviendas, subsidios y préstamos gubernamentales y la conformación (nuevamente porque ya había existido en el pasado) de un fideicomiso donde el ejecutivo estatal duplicara los ingresos acumulados por los colegas a lo largo de un año, entre otros tantos chantajes disfrazados de ley y en nombre del periodismo.
“Esto no es una ley, es un cobro de prebendas, un chayote institucionalizado”, dije en aquella reunión, donde también me extendí explicando que era una absurda necedad la idea de las credenciales avaladas por los principales actores de un Estado que, a nivel federal, estatal o municipal, y según han dado históricamente cuenta los organismos nacionales e internacionales de protección de los periodistas, son precisamente los principales actores que atacan –de varias formas y a veces hasta llegar al homicidio– a quienes ejercemos el periodismo en México. Pero en aquella reunión a la que asistimos alrededor de unos 30 colegas, solo tres disentimos por razones parecidas, razones apegadas a la ética y la deontología profesional. De los tres, yo era la única (periodista y mujer) que no pertenecía al gremio local, por lo que mis comentarios resultaron doblemente incómodos, así que los compañeros de oficio me despidieron con un lacónico y despectivo gracias por sus observaciones, compañera, para luego ignorar por completo mi presencia y pasar a votar aquella vergonzosa orden del día.
Cuento la anécdota de aquella reunión de 2012 no como una queja, sino porque al final esa experiencia me abrió los ojos a una lección que a partir de entonces no he podido (y no he querido) olvidar. Después de todo, los medios zacatecanos y los periodistas que en ellos laboran, no son tan distintos de la infinidad de prensas locales que proliferan por todo México. Medios y periodistas generalmente vendidos, ya sea de manera abierta, ya sea bajo el pretexto de su absoluta dependencia de la publicidad institucional, para mantenerse en el aire o en circulación.
Y lo cierto es que este mal de origen, este mal habido matrimonio entre el Estado y los medios y los periodistas, al igual que esa violencia social que se cierne sobre nosotros, es antiguo y (casi) generalizado. En menor o en gran medida, llámese Televisa o radio o periódico (y ahora web) patito, lo cierto es que el contubernio prensa-gobierno existe desde hace mucho tiempo y no podemos los periodistas considerarnos inocentes. El doble discurso (parecido al que manejan los diarios de la mañana y los vespertinos) influye en nuestra tan tocada y dislocada cordura social mexicana de ayer y de hoy.
Y esto, no seamos ingenuos, la gente de a pie lo nota. La gente de a pie, la gente que no acude en forma masiva a exigir justicia por los periodistas asesinados en tal o cual periodo de gobierno, en tal o cual entidad, lo sabe perfectamente; y la gente de a pie entiende, quizá mucho mejor de lo que nosotros los periodistas queremos comprender, que los periodistas somos (parafraseando al colega que clamaba por la vida perdida de Rubén Espinosa), en realidad y en mayoría, los ojos y los oídos de los poderosos, y nos necesitamos mutuamente, y no precisamente somos los ojos y los oídos de la gente que nos necesita.
Por supuesto que no todos estamos vendidos. Por supuesto que hay en este país muy honrosas excepciones de periodismo valiente, periodismo que precisamente por su valentía, acaba sin más remedio convirtiéndose o uniéndose, más temprano que tarde, al activismo que busca verdad y justicia. Pero no somos (ni de lejos) la mayoría de nosotros. Y en todo caso, esa minoría que sí hace periodismo ético, no convierte –o no debería convertir– a nadie en un idealizado héroe.
No. Los periodistas no somos héroes, ni siquiera cuando intentamos hacer periodismo valiente y ese periodismo termina abruptamente con la muerte. Y esta es la segunda y muy valiosa lección que me dejó aquél encuentro con mis colegas zacatecanos. Porque a partir del 2012 decidí que es injusto pedir justicia para nuestros colegas cuando deberíamos pedir justicia para cada uno de los que en este país son violentados. Pedirlo con la misma fuerza y la misma cobertura. Con la misma personalización y el mismo enardecimiento. Decidí pues que no asistiría más a las marchas o manifestaciones por los colegas desaparecidos o asesinados, porque para mí sería tanto como decir que somos especiales, y que los periodistas estamos por encima de otros desaparecidos y otros asesinados.
¿Que los periodistas mexicanos nos hemos convertido sin remedio en ‘corresponsales de guerra en nuestro propio territorio? Es una frase fuerte y parcialmente cierta. Con la pequeña (gran) salvedad de que nosotros los periodistas hemos podido (pero no hemos querido), en el presente y en el pasado, atajar el avance de esta guerra, esta guerra que no es exclusivamente contra los periodistas, sino que está generalizada, y que nuestros contenidos enardecidos, rojos, amarillos, tendenciosos y mal sustentados (gran parte de las veces) han contribuido a prender no pocas mechas sociales que podrían haberse apagado a tiempo, o que nosotros pudimos haber ayudado a contraer, porque en el mundo de las ideas, de las emociones, los valores y las percepciones sociales, el discurso importa y mucho… Y cuando el discurso es de violencia reproducimos violencia. Muchos estudios así lo demuestran.
Y también porque más allá de los hechos violentos están las imágenes con las que nos representamos… Porque, como digo siempre, no se trata de evitar contar la violencia, sino de saber cómo contarla para que el discurso mediático pacifique y no encienda, proponga y no condene. La realidad nunca es toda blanca o toda negra, y tampoco hay realidades transparentes. Incluso en un retrato perfecto el fotógrafo decide enfocar cierta porción de lo que retrata, y nosotros los periodistas en México parecemos empeñados en enfocar los negros, parecemos empeñados en encender la rabia, el miedo y la frustración (la indignación, le decimos, eufemísticamente) sin saber luego que esos fuegos, a la luz de nuestra potente lente de imágenes y palabras mediatizadas y cargadas de intención, pueden luego quemar y quemarnos. Como bien dice el periodista colombiano Javier Darío Restrepo, que conoce perfectamente de guerras y periodismo: “No hay información sin efectos”.
Las víctimas de la violencia, re-victimizadas por la prensa
¿Acaso hemos parado a preguntarnos los periodistas mexicanos cuáles son los efectos que ha traído y sigue trayendo a nuestra sociedad la información que le proporcionamos? Hablando de manera genérica, yo personalmente, mucho me temo que no… y en parte, esto explicaría por qué la sociedad no sale a las calles a indignarse con nosotros cuando un periodista es hecho desaparecer o asesinado. Porque con muchísima frecuencia nuestros contenidos también hacen daño, y también violentan (por muy buenas intenciones que esgrimamos).
En junio de 2014 recibí una invitación para impartir un taller de periodismo de paz justamente en Xalapa, Veracruz, ese territorio que hoy se ha vuelto (de nuevo) el ojo del huracán por el asesinato del colega Rubén Espinosa. Se trataba de una invitación sui generis y de un reto sumamente interesante. Las destinatarias del taller eran unas 15 mujeres, todas ellas familiares de víctimas de desaparición forzada. Y aunque cada una de ellas constituía una gran y triste historia que merecía ser contada ninguna estaba interesada en ello; ninguna era periodista, ninguna tenía nociones de cómo hacer una nota, una crónica o un reportaje, su objetivo era otro.
Estas mujeres, valientes todas, activistas todas, adoloridas todas, lo que esperaban del taller era aprender a ‘defenderse’ de los periodistas y los medios de comunicación. Literalmente. Todavía guardo los textos donde me explicaban sus motivaciones para hacer el taller. “Queremos saber cómo lidiar con la prensa y los medios –me decían casi todas con diferentes palabras– porque les decimos una cosa y los periodistas publican otra (…) a veces no respetan nuestro dolor (…) no se enfocan en lo que a nosotros nos interesa que se sepa (…) frecuentemente lo que los periodistas publican nos afecta más de lo que nos ayuda (…) algunas autoridades nos han cerrado las puertas después de que se publicaron cosas que no debían haberse publicado (…) a ellos les interesa su nota, a nosotros nuestros familiares y nuestro dolor”.
Sí, esta fue mi experiencia en Xalapa, Veracruz, con mujeres madres, hermanas y esposas de desaparecidos, y que de un día para el otro se convirtieron en activistas. Y esta experiencia reforzó mi negativa a sumarme a cualquier manifestación a favor de los colegas. No es por falta de solidaridad con mi gremio, insisto: no es que no me preocupe que desaparezcan, secuestren, maten o censuren a mis colegas… es que sinceramente pienso, como periodista que soy, que nadie en México, sea periodista, político, doctor, transportista, policía, militar o (incluso) narcotraficante, merece morir o ser de ningún modo violentado.
Pienso y siento que los periodistas bien podríamos contribuir a que la sociedad se vuelque a las calles con cada uno de nuestros muertos o desaparecidos. Contribuir con nuestros contenidos a ir reforzando una sociedad que haga lo que hizo la sociedad belga cuando, en el año 2006, más de 80.000 personas salieron a las calles en una impresionante marcha pacífica por la muerte de un joven a quien asesinaron para robarle su MP3
Estamos lejos de ello, ciertamente. Porque mientras eso sucedía en Bélgica, en México, en ese mismo año 2006 se creaba la (entonces llamada) Fiscalía Especial para investigar los casos de periodistas asesinados, un asunto, si no me equivoco, único en el mundo, con toda la carga negativa que esto supone, y cuya carga positiva aún no se hace sentir, puesto que esa fiscalía, aunque ha cambiado de nombre, sigue sin probar su eficacia.
Para bien o para mal, el periodismo transforma
Pero no solo ese organismo ha fallado en su misión. También hemos fallado los medios y los periodistas. Y lo seguimos haciendo. Seguimos polarizando a esta sociedad mexicana de por sí ya tan polarizada, seguimos juzgando y polemizando. Seguimos empeñados en la denuncia y la protesta, y soslayando los esfuerzos y las propuestas.
Por eso, después de varios años de estar personal y profesionalmente imbuida en la práctica del llamado periodismo de paz, y centrada en coberturas que abordan los conflictos, pero haciendo énfasis en las soluciones, he llegado a comprender y a convencerme de que si el periodismo no nos humaniza entonces debemos (también) desconfiar de su eficacia.
Y mucho me temo que en el caso del homicidio múltiple de la Narvarte, donde cuatro mujeres y un hombre (de profesiones y edades diversas) fueron cruelmente asesinados, la cobertura periodística y mediática está padeciendo, otra vez y de nuevo, de esta deshumanización que tan ineficaz vuelve el periodismo. Porque una vez más nos estamos dejando llevar por nuestra histórica fascinación por la violencia y por el victimismo… por nuestro maniqueísta empeño de separar al país en bandos de buenos y malos. Seguimos estigmatizando, polarizando, mitificando y pre-juzgando.
Ante lo ocurrido esa noche de viernes en la colonia Narvarte por supuesto que es (o debería ser) un imperativo social exigir que se haga justicia. Pero una vez más los medios y los periodistas ya nos hemos erigido en jueces, y pareciera que ya hemos juzgado y resuelto el caso. De un lado está esa prensa oficialista que vive matrimoniada con el Estado: ellos ya han dicho que los culpables son las víctimas. Del otro lado está la prensa que se ha convertido (como digo, quizá sin remedio) en activista: ellos ya han dicho que el culpable es el gobernador veracruzano.
Necesitamos justicia. No revanchismos. Necesitamos verdades. No sospechas. Necesitamos pruebas. No filtraciones. Necesitamos hechos. No dichos.
Y ojo, que no estoy eximiendo a nadie de nada, ni de un lado ni del otro, porque yo soy periodista, no soy el ministerio público. Quiero, como muchos de nosotros (periodistas y no periodistas) queremos saber qué ocurrió y por qué. Quiero conocer la verdad, pero la verdad necesita espacio para respirar, un espacio al que los mismos medios y los propios periodistas le estamos robando el oxígeno, mediatizándolo y mezclándolo todo: las investigaciones con las versiones, las sospechas con las contradicciones, los dichos con los hechos, las afirmaciones con las negaciones…
Y de resultas de este caldo subjetivo desinformado y desinformante casi con seguridad nos encontraremos desencantados con que (una vez más, como tantas otras en este país violento e impune) jamás conoceremos la verdad, ni siquiera cuando la conozcamos, porque la sociedad será incapaz de reconocerla, porque los medios habremos (una vez más) contribuido a la incredulidad, y con ello, a la rabia y la frustración social.
Si el gobernador de Veracruz está (o no) implicado en los hechos debe responder (o no) por sus actos, pero esto es necesario probarlo y no simplemente decirlo –por más que los dichos sean estridentemente mediatizados–, porque como dijo alguien (cuyo nombre ahora no recuerdo): “El peor enemigo de la verdad no es la mentira; el peor enemigo de la verdad es el mito… desconfiamos de las mentiras y tratamos de descubrirlas, pero a los mitos los adoramos y estamos dispuestos a someternos a ellos”.
Y en el caso particular del multi-homicidio de la colonia Narvarte, como en general alrededor de tantos otros casos de cobertura periodística sobre hechos violentos, especialmente sobre activistas sociales o periodistas, los medios y nosotros los propios periodistas hemos mitificado los hechos. Construimos mediante el discurso héroes perfectos y abominables monstruos. Los construimos y los enfrentamos. Construimos enemigos y destruimos (queriéndolo o no) la posibilidad de encontrar verdades… Revolvemos el río, pero no nos damos cuenta de que con esto nadie gana, y en cambio todos estamos perdiendo. Insisto: la sociedad se está resquebrajando, sí, pero los medios y los periodistas no somos (como proclamamos) ni el único blanco de la violencia social ni actores totalmente inocentes de esta quiebra. Ha llegado (creo) el momento de aceptarlo o de, por lo menos, comenzar a autoanalizarnos.
Thomas Carlyle solía decir: “El periodismo es grande, porque cada periodista ¿no es un regulador del mundo, si lo persuade?”. Bajo esta (hermosa) premisa de nuestra profesión (mi propia profesión y vocación), y ante esta barbarie generalizada que se cierne sobre nosotros, no puedo evitar preguntarme: ¿De qué estamos pues persuadiendo a la sociedad mexicana, nosotros, los periodistas y los medios de este país? Los hechos (y no los dichos mediáticos) nos lo están gritando: hacer ya un periodismo menos enfocado a la polarización, y más centrado en la pacificación no solo es necesario, sino urgente.
Porque si en realidad queremos que en México dejen de asesinar y hacer desaparecer periodistas tendríamos que dejar de asumirnos como héroes y comenzar a pensarnos como mediadores, con la meta de intentar contribuir, con nuestro discurso y nuestras construcciones periodísticas, a que en este país se detengan todas las muertes de todas las profesiones en todos los lugares de este (tan dolorido) país.
Y sí, aunque no lo parezca, este texto es mi personal homenaje a quienes murieron esa noche atroz, sea en la colonia Narvarte, sea en cualquier parte de cualquier otro día u otra noche en México… a todos los desconocidos que desaparecieron o murieron sin que sus historias fueran algo más que una nota roja. Un homenaje que escribo desde la ciudad donde, hace ya 31 años, asesinaron al asesino del periodista Manuel Buendía, ese gran colega que algún día escribió:
“Ni siquiera el último día de su vida, un verdadero periodista puede considerar que llegó a la cumbre de la sabiduría y destreza. Imagino a uno de estos auténticos reporteros en pleno tránsito de esta vida a la otra y lamentándose así para sus adentros: hoy he descubierto algo importante, pero… ¡Lástima que no tenga tiempo para contarlo!”.
Cristina Ávila-Zesatti es periodista mexicana,especialista en el llamado periodismo de paz, que aborda los conflictos sociales desde una perspectiva centrada en la compasión, la solución pacífica y la esperanza. Es creadora y editora general de Corresponsal de paz y autora del libro México en el laberinto de la contradicción: Pacificar a un país que oficialmente no está en guerra (Texere Editores, 2014). En Twitter: @brujadepaz
Autor: Cristina Ávila-Zesatti