(Escena del «Príncipe constante» del CDN. Imagen de Sergio Parra)
La escena teatral poco a poco resurge de las cenizas de la pandemia. En Madrid hemos sido los primeros en disfrutar con Calderón y “El príncipe constante” en el CDN de un superlativo Lluís Homar, aquella obra predilecta de Goethe y que resulta aún más despojada e intensa en la adaptación de uno de los grandes bardos del Romanticismo polaco, Juliusz Słowacki (1809-1849). Su Książę niezłomny (más que constante, inquebrantable), se llevó a escena póstumamente, en 1874, causando una gran conmoción entre los espectadores. Si Calderón nos lleva a Ceuta y a la Berbería, donde el príncipe Fernando sufre el anonimato, la cárcel y la tortura, Słowacki era también un disidente político de otro siglo, la voz de la conciencia de un país que entonces no existía. Desde su exilio parisino, este polaco francófilo escribía periódicamente a su madre sobre sus progresos en español, sus constantes apuros económicos para sobrevivir en la ciudad de las luces o su gran admiración por Calderón de la Barca. Todo ello agravado por el hecho de que, como otros grandes intelectuales de la Polonia abocada al exilio (la lista es larga, desde Adam Mickiewicz a Józef Wittlin, con mención especial al recientemente desaparecido Adam Zagajewski), seguía escribiendo en polaco.
De esta tradición bebió el malogrado director ruso Vsevolod Meyerhold (mentor de S.M. Einsentein), torturado y purgado por Stalin, que también concibió un Príncipe constante con voz propia. Pero el verdadero salto cualitativo, al menos en cuanto a repercusión internacional e influencia en la historia del teatro se refiere, lo dio el genial director polaco Jerzy Grotowski, con su Teatro Laboratorio en Breslavia. Su Príncipe constante de Calderón y Słowacki dio a conocer internacionalmente el llamado “teatro pobre” (teatr ubogi, en una mala traducción ya normativa porque en realidad es despojado y sencillo), con un Ryszard Cieślak superlativo que, con escalofriante precisión revivía, ante unos atónitos espectadores, una tortura con cada representación. Su entrega era tal, a partir de los ejercicios corporales y de voz del método Grotowski, que parece difícil conservar la cordura tras tamaña proeza.
(«Esta primavera fugitiva»: El dramaturgo Alberto Conejero con la creación de Ryszard Cieślak a sus espaldas)
Muy recomendable pues la doble experiencia del Centro Dramático Nacional, donde Xavier Albertí y sus “actores-músicos” desgranan toda la poesía filosófica de Calderón que admiró a Goethe, comenzando su gira que les llevará a A Coruña, Bilbao, Málaga y Vitoria.
Doble porque, en paralelo y por encargo del CDN, el dramaturgo Alberto Conejero reescribía el Calderón adaptado por Słowacki y Grotowski con su hermoso montaje “Esta primavera fugitiva”. En él, Conejero dio el salto a la interpretación, solo que haciendo de sí mismo, según las reglas del teatro-documento de Piscator. Una lástima que este fascinante juego intertextual y metateatral, con una excelente actuación de Susi Sánchez, haya sido más fugaz aún que la estación a la que homenajea.
Desde el pasado viernes, el Teatro María Guerrero nos compensa con Los papeles de Sísifo, otra lectura del compromiso político y la libertad de expresión, firmada por el escritor vasco Harkaitz Cano (Lasarte, 1975). Con una vibrante dirección de Fernando Bernués, y enorme vitalidad y rigor de los actores que la representan tanto en castellano como en euskera (V.O.S.), Cano aborda el espinoso tema del cierre del periódico Egunkaria. Nos devuelve, por tanto, una convulsa imagen de la España y la Euskadi reciente, la de la sombría era del Prestige, cuando ETA estaba a punto de dejar las armas. Curiosamente, esta poderosa estampa donostiarra ha sido tejida y estrenada en Vitoria, con lo que también empieza ahora su gira, recalando en la capital.
(Escena de «Los papeles de Sísifo», archivo del Teatro María Guerrero, CDN)
A diferencia de las también excepcionales “Los Gondra” y “Los otros Gondra” (Historias vascas) del dramaturgo Borja Ortiz de Gondra, Cano opta por no dar voz a los dos lados del conflicto. Es decir, sí y no, porque dedica terribles y certeras líneas a la jueza de instrucción. Peor aún es el caso de los guardia civiles encargados de una especie de tortura quirúrgica, de esa que no deja huellas visibles pero sí destroza los lumbares y el sueño… y para colmo juega con la asfixia. Viene a ser el suyo un complemento de Patria, la celebrada y polémica novela de Aramburu, ya que vividas ambas (sea en serie, libro para profundizar o teatro como experiencia) uno entiende a todas las voces del conflicto.
Y es que Los papeles de Sísifo es una obra sólida y bien estructurada, con un montaje irreprochable que hace un potente uso del vídeo y la guitarra eléctrica, toda una inyección de adrenalina para los asistentes. Si son aficionados a la prensa, a las películas que la recrean como Primera plana o Zodiac, o devotos lectores de Guerra y paz de Lev N. Tolstói (inspirado paralelismo que salpica toda la narración) ¡no se la pierdan!