Tiene una luz distinta. Es un paisaje soleado pero melancólico, como si la tristeza se hubiera instalado en un verano muy largo, demasiado largo. Hay conversaciones, silencios y todo parece estar en calma. Todo siempre bajo control. Dos personajes, Viri, un arquitecto reconocido y Nedra, su mujer, viven una existencia aparentemente plena. Son ese matrimonio que a todos nos gustaría ser. Tienen dos hijas encantadoras, una casa preciosa y dan fiestas, cenas y muchos paseos cerca del mar. Es un paisaje en el que todo parece encajar. No hay ni siquiera una palabra que rompa el encantamiento. Ese es el inicio Años luz, de James Salter.
El rayo verde
Tiene una luz distinta. Es un paisaje soleado pero melancólico, como si la tristeza se hubiera instalado en un verano muy largo, demasiado largo. Hay conversaciones, silencios y todo parece estar en calma. Todo siempre bajo control. Dos personajes, Viri, un arquitecto reconocido y Nedra, su mujer, viven una existencia aparentemente plena. Son ese matrimonio que a todos nos gustaría ser. Tienen dos hijas encantadoras, una casa preciosa y dan fiestas, cenas y muchos paseos cerca del mar. Es un paisaje en el que todo parece encajar. No hay ni siquiera una palabra que rompa el encantamiento. Ese es el inicio Años luz, de James Salter.
Dije hace un tiempo que me retiraba del circuito de las novelas de ‘parejas en crisis’. Bueno, aquí estamos otra vez, así que si alguien está en crisis y en pareja, que me pregunte, que me lo sé todo. Pero para ser justos, en Años luz no hay una crisis propiamente dicha. Hay distancia. El día de verano largo y extenuante que parece la novela, es, en realidad, un día lleno de fracturas y grietas por donde se esfuma la aparente felicidad. Años luz no es la historia de un matrimonio. Es la historia de un cautiverio asumido, de las ataduras que nos hacen víctimas los unos de los otros. Pero es sobre todo, la historia de una búsqueda, la de ese equilibro imposible, como decía aquella vieja canción de Los piratas. Qué está dentro de qué: la pasión, el matrimonio, la familia. Parece que los personajes, aturdidos y exhaustos a la vez que contemplan un atardecer de película se pregunten: La felicidad, ¿era esto? ¿Era lo que estaba buscando?
Años luz me hizo pensar en las búsquedas. Porque todos buscamos algo, aunque cada uno le llamemos de manera distinta. Hay quien busca el tesoro al final del arcoíris. Eduardo Galeano hablaba de utopía. Otros hablan de felicidad. Otros más prácticos, de estabilidad. Qué más dará, el nombre es lo de menos. Erich Rohmer lo contó bien en su película El rayo verde. El cineasta francés vivía obsesionado con este fenómeno óptico que ocurre casi siempre en el atardecer –aunque en algunas ocasiones puede verse durante el amanecer– y que dura tan solo un par de segundos antes de que el color del sol cambie de rojo a naranja. En ese par de segundos puede observarse un rayo verde. Pero hay que estar atento: hay que saber mirar. Julio Verne contó que, según una leyenda escocesa, quien logra ver este rayo que aparece de improviso jamás se equivoca en las cuestiones que tienen que ver con el corazón. Normal que Rohmer se obsesionara con ello. Quién no.
Todo este tema de las búsquedas es complicado. Vivir debería ser un sinónimo de buscar. Pero sin desesperarse. Sin horarios. Cuando terminé Años luz pensé en este asunto del rayo verde. Dicen algunos que no es más que una ilusión óptica. Pero yo sé que existe. El tema es que hay que saber esperarlo.