Orson Welles decía que en los países del socialismo real “la imaginación se secó” y sus artistas se convirtieron en gente “literal”. Es un absurdo discutir este aserto pretencioso, pero resulta sugestivo para vindicar el extraño estilo “verité” del director polaco Kieślowski. Habría, entonces, que viajar en el tiempo a los años 60 y 70: en Lodz, en el interior de Polonia, se formaban generaciones de cineastas. El rector Jerzy Toeplitz educó a cientos de alumnos (directores o cinematógrafos) en unos supuestos cánones del realismo socialista. En realidad, los pupilos cada vez fueron más experimentales: todos ellos utilizaban con profusión localizaciones reales y luminosas lentes angulares. Las autoridades comunistas pronto se dieron cuenta de cómo esta forma de filmar acababa siendo crítica y en 1968 expulsarían a la mayoría del profesorado.
Palacio de Oskar Kon, hogar de la escuela de Lodz
Kieślowski es su alumno más tardío, entró en 1964 a la tercera convocatoria, y fue también el que más tiempo estuvo haciendo cine allí. Documentalista, estaba especializado en piezas obreras, las cuales sufrieron censura continua por su contenido velado contrario el régimen. Ante la imposibilidad de decir cualquier verdad, su estilo de rodaje comenzó a derivar en algo simbólico. Cada plano busca una metáfora y su análisis provocó no pocos quebraderos de cabeza a las autoridades que buscaban algo simple y subversivo. Son sus primeros filmes de ficción (El aficionado, El Azar y Sin fin), a los cuales llega por la continua censura de la Polonia comunista. La dos últimas, las más políticas, presentan la miseria de las decisiones morales en un país sin libertad.
Kieślowski, 1966
Pero la más interesante por lo biográfico es El aficionado, que es casi la confesión inadvertida de cómo se formó. En ella se narra como un realizador “amateur” comienza a hacer peliculitas en su localidad de Wielice. En estas su gusto por la lo fantasioso y sus alegorías (las palomas, el enano que va a la fábrica…) acaba disgustando a un señor feudal soviético. Hay mucho de memoria doliente en este Kieślowski que tiene como triste final un monólogo a la cámara donde se declara “imposibilitado” para filmar lo que ve luego de la censura.
El Decálogo, su teleserie sobre la búsqueda de lo trascendente en una comunidad de vecinos (Aquí no hay quién viva + Bergman, diría un castizo), fue la consagración de un director que murió con apenas 54 años. Entre medias, convencido que la realidad tiene mucho de quimera, dejó a todo embelesados por sus filmes de los noventa tan artificiosos como fascinantes. Entre ellos, La Doble Vida de Verónica resalta como tétrico teatro de marionetas en doble juego: con la muerte y resurrección de los títeres el artista nos descubre que lo trascendente es no otra cosa que el objeto clave de la expresión artística.
¿No seremos títeres de otros?