El teatro derriba muros en el penal argentino de Ezeiza

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Van a ser las dos de la tarde de un martes de mayo de 2014 y, en la Unidad 2 del Complejo Penitenciario Federal Nº 1 de Ezeiza –uno de los módulos más benevolentes de este complejo exclusivo para hombres–, hay ánimo de fiesta. En la pasarela enrejada, que conecta con los ocho pabellones de la unidad, el tráfico de gente no cesa y, entre el bullicio circundante y la música que viene del gimnasio –ubicado sobre uno de los laterales–, alguien dice:

 

—Voy a buscar una mesa para poner las tortas.

 

A la derecha, en el acceso al gimnasio, pondrán una mesa y sobre ella las tortas, de la que el público y los actores se servirán, después de la función. Pero eso sucederá más tarde. Ahora, a la izquierda de ese espacio aún vacío, un técnico hace pruebas de sonido, mientras, en la otra punta, detrás de una cortina de arpillera –mezcla de camerino y tienda de campaña– dos maestras visten de mujer y maquillan a los protagonistas de la obra.

 

Que un interno acepte ponerse peluca, pintarse los labios y desempeñar, dentro de ese sayo, el papel de madre, hija, esposa es desde ya una pretensión osada. Lograrlo implica, además de confiar en un texto, estar dispuesto a trabajarlo, a sabiendas de los esfuerzos extras que ese trabajo suponga. En la piel de un director, la tarea consiste, en resumen, en convencer a los actores, ayudarlos a memorizar el guión, improvisar reemplazos en casos de requisas, visitas o salidas en libertad, que nunca faltan.

 

Fue, pues, de ese esfuerzo extra del que se valió Corina Busquiazo –directora de teatro– y para el que convocó a Amalia Lopardo –estudiante de profesorado de actuación–, y juntas formaron un equipo.

 

—Para los reclusos –me dirá después Lopardo– esto es un escape y al mismo tiempo una conexión con ellos mismos. Es ponerse en el lugar de sus mujeres (esposas, hijas, madres) y convocarlas, por medio de la actuación, a ellas, que hoy no están acá.

 

Además de las coordinadoras de las clases de teatro (Busquiazo y Lopardo) y de los mentores del proyecto (María Dutil y Lito Cruz), al equipo de la apuesta lo integran un técnico (Iván Varela), un asistente de dirección (Federico Echeverri), un coordinador (Joaquín Molinari) y un grupo de teatro, Negros tenían que ser, formado por quince internos del Centro de Rehabilitación para Drogodependientes (CRD), uno de los ocho pabellones de esta unidad.

 

El CRD alberga a sólo 23 hombres, pero es el reflejo del mundo delictivo de Buenos Aires y sus alrededores. Es acá donde viven los adictos, acusados de asesinato y hurto, que quieren recuperarse. La edad promedio de los residentes ronda los 28 años y su procedencia es, en la mayoría de los casos, la misma: Capital Federal y Conurbano bonaerense. Si se lo compara con el resto de los pabellones, el régimen en el CRD es más estricto: los reclusos se levantan a la seis de la mañana, desayunan todos juntos, asisten a un grupo de terapia. Al decir de Ramiro Estabilla, profesor de Educación Física del penal, los que ingresan lo hacen por propia decisión, no por obligación.

 

Son los internos, alentados por la propia voluntad de recuperarse, quienes a sí mismos se obligan. Como se obligan –gratamente– a asistir cada martes, de doce a dos de la tarde, a las clases de teatro.

 

Para Maximiliano, quien por segunda vez cumple, en Ezeiza, una condena por robo y quien, al mismo tiempo, cursa el ciclo básico común, el teatro es un antídoto contra la dureza del encierro y una forma amable de cruzar la verja.

 

—Esto me permite sentir –dice, minutos antes de salir a escena–, sentir en todos los aspectos: puedo conectarme con mis compañeros, reírme sanamente.

 

Y esa risa sana que logran todos a través de la actuación se transmite. En Maximiliano, por ejemplo, se transmitirá ahora mismo cuando, con descarada desenvoltura, pase al frente y abra la función.

 

 

*     *     *

 

Una noche, la bailarina María Dutil presentaba, junto al actor Lito Cruz, Sueños de milongueros, una historia de tango, amor y humor. Era 2010 y estaban en un bar de la ciudad de La Plata. Cuando la función terminó, una mujer del público –Leticia Sánchez– se les acercó y les dijo:

 

—A los presos, esto les va a encantar.

 

Si hay algo que desvela a un recluso, además de la libertad perdida, es la ausencia de la propia pareja: la incertidumbre acerca de qué estará haciendo, dónde, con quién. Según Sánchez, que por entonces coordinaba un taller de artes plásticas en la cárcel de Florencio Varela y estaba a punto de pedir licencia por maternidad, sus alumnos encontrarían en Sueños de milongueros un motivo para reflexionar. Y debatir.

 

—Sobre el tema de la pareja –dijo.

 

Meses después –gestión de permisos mediante–, la dupla Lito Cruz-María Dutil bailaba, ad honorem y por primera vez, entre las celdas de un pabellón.

 

Y así, en suma, empezó todo.

 

A eso siguió una reunión en Casa de Gobierno, un posterior encuentro con el ministro de Justicia –Julio Alak– y finalmente la decisión del propio ministro de llevar la obra a las cárceles del Servicio Penitenciario Federal. Sobró entusiasmo, de un lado y de otro, y como sucede siempre en casos así, de ánimos altos, la iniciativa prendió. A partir de ese momento –fines de 2010– Sueños de milongueros pasó del Maipo y los teatros y bares del interior del país, al ámbito carcelario: el de los que alguna vez robaron o mataron y saldan con el encierro sus delitos.

 

En la película César debe morir los condenados de una cárcel de máxima seguridad situada en la periferia de Roma participan, bajo la dirección de los hermanos Taviani, en la experiencia dramática de una obra de Shakespeare como aliciente para seguir adelante. A través de Voices Inside, un programa del Centro de Entrenamiento de Northpoint, una prisión de mediana seguridad cerca de Danville, Kentucky, los reclusos recurren al teatro como medio para mejorar su autoestima y humanizar y enriquecer sus vidas. En el Norte de Irlanda, la Prison Art Foundation busca liberar la propia creatividad de los prisioneros y ex prisioneros mediante la práctica de todas las artes, incluyendo el teatro. En Argentina, por su parte, los programas de teatro intramuros se dieron –se siguen dando– en casi todos los penales: en Mendoza, Tucumán, Olmos, Magdalena, Mercedes, Florencio Varela. Sin embargo, al decir de Dutil, ninguna de esas experiencias ha tenido la continuidad y contundencia que ellos, por suerte, han logrado.

 

A fines de 2011, Sueños de milongueros cedía paso a nuevos ciclos teatrales: teatro del humor y teatro de la historia con cuarenta obras de la historia Argentina. Para entonces, bajo la coordinación de Cruz y con Dutil como directora, se había conformado un equipo de trabajo: había habido convocatoria, incorporación de actores y se había subido al escenario con ínfulas de crecer.

 

El esfuerzo, enseguida, dio frutos.

 

—Antes de los dos años de encarado el proyecto –cuenta Dutil–, los internos nos dijeron que querían actuar. En respuesta a esa grata inquietud, el Servicio Penitenciario Federal nos permitió contratar a siete talleristas. Convocamos a dramaturgos, actores: gente del teatro comunitario, circense, tradicional. Con ellos y los internos de 16 penales, hicimos Los bandidos rurales, que propuso el escritor Pacho O’Donnell. Como veníamos haciendo teatro de la historia argentina, el tema de los primeros habitantes de las cárceles nos cerraba.

 

Y les cerraba, sobre todo, por la afinidad que estos actores-reclusos podían llegar a entablar con aquellos primeros bandidos –Juan Cuello, Bairoletto, Mate Cosido, Moreira–, que empezaron a delinquir por amor y que, como ellos ahora, alguna vez habían sido marginales.

 

Con ese argumento siguieron adelante. Cada unidad carcelaria, guiada por un director, preparó en forma independiente su propia obra (desde la escenografía, el guión, la música, la utilería) y una vez preparados los actores salieron a escena.

 

En esa seguidilla de tramas bien intencionadas y empeños compartidos, Mujeres tenían que ser –un texto del dramaturgo Ricardo Talento–, llegaría al Penal de Ezeiza tiempo después.

 

 

*     *     *

 

Ni Maximiliano ni el resto de sus compañeros se sienten ya intimidados. Dejó de ser así el día en que la conocieron a Busquiazo, se entusiasmaron con el guión y se animaron a actuar. De modo que ahora, dos en punto de la tarde, Maximiliano –vestido rosa, zapatos de tacón, pelo negro y largo– sale a escena.

 

—Esta obra de teatro está por comenzar –dice, estirando la frase. Y coquetea, lenta, la vista por la platea.

 

Hay risas, aplausos, movimiento de actores. Y el grupo entero, en semicírculo ya, grita a coro “Negros tenían que ser”.

 

Son ellos.

 

Integrantes de una compañía de teatro.

 

Reclusos todos del CRD.

 

Los mismos que alguna vez robaron o mataron y explican los motivos del delito con un argumento que los libera y, a la vez, los iguala: consumir, seguir consumiendo.

 

Psicofármacos, pasta base, marihuana.

 

Ellos.

 

Quince hombres de vidas cortas y prontuarios largos.

 

Sobre lo que el destino les depara, nadie sabe.

 

—Hoy vino la abogada –me confesará, después de la función, Ezequiel, apenas más de veinte e imputado en una causa por homicidio–. Hablé con ella y me dijo que, si todo salía bien en el juicio, el año que viene podría irme. Pero si las cosas no salen bien, quedaría adentro por mucho tiempo.

 

No es el caso de Julio, aunque en la falta de certezas se le parece. Julio es corpulento, tiene cara angulosa, corte a lo colimba y más de un antecedente que no lo favorece. Antes de estar en Ezeiza, donde cumple, desde hace un año y medio, una condena por hurto, pasó una temporada en la Unidad de Menores de Marcos Paz. Dice que de acá saldrá pronto con libertad asistida, pero no lo asegura.

 

Como tampoco Sebastián –31 años, acusado de tentativa de homicidio y quien, por tercera vez, está entre rejas– puede asegurarlo.

 

—Voy a juicio en cinco meses –me dirá luego de la presentación–. Hay declaraciones que se contradicen así que tengo la posibilidad de salir o de que me cambien la carátula: de tentativa de homicidio a encubrimiento o a daños materiales. Es cuestión de esperar.

 

Esperar es lo que hacen todos.

 

Un año y otro y otro más.

 

Y mientras el tiempo transcurre, lento, ellos trabajan en diferentes talleres –taller de broches, carpetas para empresas, bolsas de papel, sastrería–; cursan la primaria, el secundario o el ingreso a la universidad; asisten a clases de percusión y teatro y después, como hoy, se muestran. Muestran su arte a los reclusos de otros pabellones, a sus familiares, al público en general. A estos espectadores que ahora, cuando Raffaella Carrá canta a todo trapo: “Para enamorarse bien hay que venir al sur”, ríen y aplauden. Hasta que de pronto la música se apaga. Los protagonistas entonces toman sus puestos y son –serán– alternativamente ama de casa, novia, desempleada. Entre los tres actos en que se divide el drama, el conjunto canta, baila, rapea. Y adopta, en el momento final, la postura del atleta que avanza con ímpetu. Y brazos, torso, piernas.

 

—Nuestro cuerpo está en prisión –repiten juntos, mientras no paran de contonearse–, nuestra mente en liberación.

 

Hay aplausos. Y, así, termina todo.

 

Siguen luego los agradecimientos de parte de Busquiazo –por la atención, el silencio, la presencia–, un espectáculo de stand up a cargo de dos actores independientes, y un número musical preparado por los reclusos que asisten al taller de percusión, entre cuyos integrantes se cuentan también ellos: los actores de Mujeres tenían que ser.

 

A las cuatro de la tarde, el tiempo de actuar está por quedar atrás y los internos pronto volverán a sus rutinas: lavar ropa, limpiar celdas, organizar la cena para las ocho, hora en la que algunos cenarán, mientras que otros correrán a hablar por teléfono con sus familias, por turno y no más de media hora. Cuando el reloj dé las diez de la noche, el pabellón entero, bajo custodia de un celador, estará durmiendo.

 

Pero para eso todavía falta. Ahora es el momento de las tortas, el jugo, las despedidas.

 

—Gracias por venir –me dice uno de los quince al salir del gimnasio.

 

De este lado de la verja, la pasarela empieza a despejarse.

 

 

 

 

Se ha utilizado sólo el nombre de pila para proteger la identidad de los presos con quienes se conversó.

 

 

 

 

María Soledad Pereira es argentina. Licenciada en turismo y cronista, cursó estudios de posgrado en Holanda y España y aprendió lengua y cultura portuguesas en Lisboa, Portugal, de donde su familia paterna es originaria. Sus textos han aparecido en revistas como Sole, Bacanal, Letras Libres e Internazionale. Escribe el blog Sostiene Pereira.