
Estoy de vuelta en
Bogotá. Vuelvo tanto por Bogotá que es en realidad como si no me
hubiera ido nunca desde que llegué hace ya diecisiete años. Pero
ahora llevaba dos sin caminar por aquí, y encuentro de pronto la
ciudad más caótica, con trancones tremendos, inasequibles e
inabordables, más hostil, menos cívica, intransitable,
desesperante. El Alcalde la tiene llena de obras sin haber habilitado
vía paralelas ni rutas alternativas e ir de un sitio a otro cuesta
tres veces más tiempo que cuando me fui hace dos años. Se está,
además, construyendo de manera desmesurada y aún estoy por ver si
los nuevos estilos con que se anda levantando edificios por doquier
van a dar un nuevo aire a la ciudad o sólo a romper con ése propio
y reconocible que la hacía atractiva.
Tenía ganas de ver
el nuevo centro
cultural que
ha terminado hace poco en Suba Daniel Bermúdez y que incorpora la
cuarta mega-biblioteca de la ciudad y el Teatro Mayor Julio Mario
Santodomingo. Me ha gustado mucho el edificio, su factura de concreto
(hormigón), las terrazas de la entrada y el carácter abierto y
fácil de acceder habitual en todas estas bibliotecas en Bogotá o
Medellín y que tanto contrasta con lo cerrados y difíciles que son
casi todos los demás espacios (Carolina Sanín hablaba de esto hace
poco en su columna La
huellita). Me ha gustado la forma en herradura del Teatro Mayor,
la combinación de concreto
gris en unos sitios sin más tratamiento que las bellas marcas que
deja el encofrado de madera, concreto
rosado abujardado en otros y la madera de las cajas acústicas, y ese
sonido tan bien logrado que ya ha alabado Daniel Baremboim, que el
otro día dirigía aquí a su Orquesta East-West.
Y me ha gustado que
parezca contar con una programación propia, elaborada por un equipo
programador (un Director general, Ramiro Osorio, y una Directora
artística, Sandra Meluk).
Parece obvio que un
Teatro tenga un programador, una dirección artística que determine
qué presenta, tanto en líneas generales como en concreto, y que
seleccione lo mejor con que sus recursos le permitan contar. Eso no
es sin embargo algo en absoluto obvio en Bogotá (en Colombia, en
general), donde programación es una de las cosas que faltan en
el entorno de la cultura. Hay un buen número de teatros y
auditorios, mejores o peores, pero la mayor parte no cuentan con
alguien que se encargue de dotarlos de un programa razonable,
coherente y atractivo. Todos tienen si acaso un gerente, encargado
más de la intendencia y de que salgan y cuadren las cuentas que del
contenido, y algo que se parece una cierta programación y que
permite al público decidir a qué asiste y cuándo. Pero no es una
programación de verdad, fruto de la voluntad y la decisión de un
director artístico también de verdad, sino una yuxtaposición
apenas de actividades conformada por aluvión con lo que va
surgiendo, al albur de peticiones de préstamo o alquiler del
espacio.
Así pasa que el
Teatro Colón, el principal y más connotado del país, propiedad de
la Nación y adscrito al Ministerio de Cultura, se alquila o presta a
quien lo necesite y puede por tanto tener hoy, digamos, una actividad
de la embajada de no sé dónde y mañana una muestra de los premios
de un concurso nacional de bambuco o una de las operas que cada
temporada acoge pero no organiza. Lo mismo que pasa con el Jorge
Eliecer Gaitán, el teatro de la ciudad, que también se alquila o
presta y ayer tal vez tenía el concierto de un grupo metalero, hoy
una muestra de las piezas de danza elegidas en la convocatoria anual
del Distrito y mañana un concierto de ocarina.
Hay excepciones,
espacios -físicos o virtuales- que sí programan, pero muy pocas: la
Biblioteca del Banco de la República lleva muchos años llenando
magníficamente su Sala de conciertos con música clásica (barroco
sobre todo, y algo de contemporánea) gracias al excelente trabajo
que ha hecho Luz Stela de Páramo; en los últimos tres años Belén
Sáez de Ibarra ha dotado también de una programación con sentido
al Auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional; Rock al
Parque consigue que muchas bandas nacionales sean conocidas y puedan
salir de los garajes donde ensayan. Y el Festival Iberoamericano de
Teatro de Bogotá programa desde luego fastuosamente y cumple con
todos los rasgos que acabo de enumerar: trae cosas fantásticas de
todo el mundo, sirve como escaparate a lo mejor de la producción
nacional (y a la no tan mejor también, lo que está muy bien porque
significa que incorpora una amplia representación local) y comisiona
obra nueva. Pero el Festival es un oasis en el desierto por el que
las artes escénicas atraviesan el resto de los dos años (y la
música contemporánea, el jazz y otras formas de músicas no
bailables todo el tiempo).
La programación de
un espacio escénico suele conformarse con tres elementos:
-
el trabajo de
las formaciones locales -en este caso colombianas-: lo que van
montando y preparando motu propio orquestas, compañías o
grupos de teatro o danza, conjuntos de cámara, artistas de
performance, cantautores, bandas de rock y toda esa variada
panoplia, en fin, de posibles formaciones artísticas que necesitan
de un escenario para presentar lo que hacen; -
obra nueva que
se comisiona a esas formaciones o directamente a los creadores
(dramaturgos, compositores…); y -
trabajo traído
de de otros lugares.
Que no haya una
programación coherente y pensada, más allá de esa que se conforma
por aluvión y al albur de lo que otros proponen, supone entre otras
cosas que las formaciones locales no tengan dónde poder presentar el
resultado de su trabajo, “estrenar” sus piezas y mostrarlas y
contrastar lo que hacen con un público entendido. Sólo podrán
mostrarlo si alquilan un espacio, como hace L’Explose, una de las
pocas compañías de danza de Bogotá, cada vez que estrena nuevo
trabajo.
Si no se comisiona,
los creadores dejan de crear, o si lo aún lo hacen son desconocidos
e irrelevantes en el medio. ¿Quién puede nombrar un compositor
colombiano de música contemporánea?, y sin embargo los hay, y muy
buenos, pero como nadie les pide una obra para que la toque la
Orquesta A en el marco de la programación del Auditorio B nadie
entonces los ha oído ni sabe quiénes son. ¿Cuántos dramaturgos
colombianos se conoce en el país?: aunque hay bastantes, y algunos
muy buenos, ¿quién les comisiona una obra para que la estrene la
compañía X en el Festival Y?
Si no se programa
con coherencia y continuidad propuestas de afuera, los creadores
locales no tienen con quien medirse ni con quien refrescar sus
propuestas, el público no se actualiza y el medio se anquilosa y se
queda atrás.
Pero no sólo
programación falta en el medio cultural bogotano. He aquí una lista
de otras carencias:
-
Faltan
espacios. No hay, por ejemplo, ninguna
sala donde presentar danza contemporánea. Ni casi ningún club de
jazz o parecido. Ni ámbitos de música de cámara donde se pueda
invitar a conjuntos de ese tipo. Ni auditorios multi-uso que
programen hoy un cantautor, mañana una banda de jazz y el viernes
un grupo de danza o de performance o de marionetas. Ni… -
No hay
cartelera en los periódicos o guías semanales que anuncien
lo que pasa durante el día o durante la semana, un listado de
conciertos, actividades escénicas, conferencias…. -
No hay
reseñas en los periódicos que cuenten, y critiquen, lo que
ha pasado, el estreno de una obra, un concierto de la Sinfónica o
de la Filarmónica, una pieza nueva de una compañía escénica, la
nueva obra de un compositor…
Y sin todo eso, sin
espacios, sin programación, sin cartelera y sin reseñas, a un grupo
que, por ejemplo, quiera estrenar un montaje nuevo o la pieza nueva
de un compositor colombiano le toca alquilar un espacio donde
presentarse, el Colón, por ejemplo, el Gaitán, el Auditorio de la
Tadeo o del Museo Nacional. Si lo logran, y consiguen solucionar los
numerosos trámites (Sayco y Acinpro, acomodadores, permisos de
policía….) podrán contar si acaso con un público de familiares y
amigos, porque nadie más se va a enterar de que actúan: ¿cómo, si
no hay cartelera? Y si por fin se presentan y estrenan, nadie va a
saber qué han hecho, nadie se va enterar por ejemplo de que la
Sinfónica Nacional de Colombia ha realizado un concierto excelente
con un solista internacional de renombre o de si el nuevo Director
está o no haciendo un buen trabajo; de si L´Explose, La Gata o
Danza Común han presentado un nuevo trabajo y qué tal es; de que se
ha estrenando pieza nueva de un compositor contemporáneo colombiano;
de que… Así que al final lo que consigue abrirse paso entre esa
marea de dificultades no es conocido ni, por tanto, reconocido. Y sin
reconocimiento el arte se frustra o se marchita. Hay que esperar a
que un artista triunfe fuera para que en Colombia se lo reconozca,
pero si un dramaturgo, un compositor, un escenográfo, una
violinista… están haciendo aquí un excelente trabajo nadie se
dará cuenta porque no hay una tradición de crítica escénica o
musical. O mejor dicho, tradición sí hay, y buena, pero se ha
perdido y ya no queda nada en los medios de hoy en día.
Es como si faltaran
la mayoría de los peldaños que un músico o un artista escénico
necesita para desarrollar su trabajo. Algo que no ocurre en cambio en
las artes plásticas, donde sí hay, más o menos, cada uno de los
peldaños necesarios: buenas escuelas, crítica, curadores, galerías,
revistas, coleccionistas, hasta una feria anual en Corferias.
He aquí un ejemplo
concreto de todo esto: hoy miércoles 25 precisamente ha presentado
su nuevo disco (Toda Bala Es Perdida)
César López, uno de los músicos más importantes de Colombia. Él
mismo habrá organizado el concierto, buscado sala (el auditorio del
Museo Nacional) y avisado a los amigos porque hoy, como cada día, no
había cartelera que lo registrara… Y nadie se enterará en los
días siguientes porque ningún medio hará una reseña y contará lo
bien que ha estado el concierto y lo que tiene de acontecimiento en
el mundo musical colombiano. Y aunque el auditorio estaba lleno a
rebosar ¿cuánta gente sabe quién es César López? Más allá de
que sea tal vez conocido por sus escopetarras, ¿tiene en
Colombia el respaldo y el prestigio que merece?
Lo que no se muestra
no existe y termina por desaparecer, y por eso precisamente hay pocas
compañías de danza, y pocos grupos de cámara, y poquísimos grupos
de jazz, y apenas alguno de esos cantautores tan habituales en la
cultura latinoamericana, porque ni unas ni otros tienen donde mostrar
su trabajo y así los grupos de jazz que surgen durante los años de
universidad terminan disolviéndose al cabo de unos años porque no
pueden tocar y los conjuntos de cámara que se conforman entre
músicos afines acaban aburriéndose de que no los programen y tener
que chisguear por hacer algo y deshaciéndose finalmente y los
cantautores dejan de cantar y los compositores contemporáneos de
componer… No hay muchos César López que aguanten y sigan creando
y dejándose la piel para armar discos y conciertos.
Sin oportunidades y
reconocimiento, el talento se frustra. Cuánta gente está en
Colombia trabajando con las uñas cuyo trabajo podría ser conocido y
reconocido si hubiera espacios y esos espacios programaran y se les
diera la difusión necesaria. Por eso es buena noticia que lo esté
haciendo el nuevo Teatro Mayor. Ojalá siga y ojalá programe talento
colombiano. Habrá más compañías de danza si tienen donde
presentarse y su trabajo será mejor si puede contrastarse con un
público que entienda y valore. Habrá mejor teatro, mejor
dramaturgia, mejor escenografía si un Director artístico anda por
ahí rebuscando y mirando quién hace qué. Habrá más producción
nacional si se comisionan obras y piezas. Ojalá todo esto lo hagan
Ramiro Osorio y Sandra Meluk.