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Mientras tantoEl último adiós

El último adiós


 

Ayer desperté sobresaltado de la siesta. Soñaba que un amigo muy querido moría en la playa por el impacto de una ola gélida y casi petrificada. Presenciaba todo a su lado: parecía que estábamos en un lugar gris en medio de la Antártida y yo gritaba su nombre, pero no podía hacer nada para salvarlo. Fue tan doloroso como real.

Mientras me recobraba, me di cuenta de que tenía los ojos rebalsados en lágrimas. Y entonces di gracias por seguir gozando del regalo de los amigos vivos y de la juventud. Pero sueños así te dejan durante un rato en un estado de melancolía, como si viéramos la realidad desde una ventana empapada por la lluvia, y uno se pone a pensar en la fragilidad y la fugacidad de la vida. Todo lo que ahora poseemos, tarde o temprano lo perderemos. Incluso, a veces, sin tiempo para darnos el último adiós.

Recuerdo a toda esa gente que se fue quedando en el camino. Gente cotidiana. Por ejemplo, mi tocayo Antonio, que cuando publiqué un libro me ayudó a mandar ejemplares por toda España. Todavía siento extrañeza cuando regreso a la oficina de Correos de mi pueblo y no lo veo ya más ahí sentado frente a sus sellos y su balanza. O me acuerdo de Chema, aquel barman inolvidable que se sabía nuestra comanda de memoria, en aquellos viernes de nuestros doce años en el desaparecido Bar Eladio. Allí, y con él, fuimos adentrándonos en nuestra adolescencia. No hace mucho que me dijeron que ya había muerto.

A la muerte no la queremos cerca, pero sabemos que está ahí. Por eso tocamos madera, por eso a veces decimos que demasiado bien estamos. Vivimos con un corazón que anhela la eternidad, que aspira a la belleza y a hacer grandes cosas, pero también hemos aceptado que algún día todo acabará sin remedio y eso nos hace vivir en ocasiones con el temor de que lo malo acecha.

Tenemos miedo a la muerte, nos produce rechazo. Cuesta toda una vida concebir que lo bueno que nos rodea desaparecerá de un día para otro en la inmensa oscuridad de la nada. Y sentimos entonces como si nuestro corazón se retorciera de sinsentido, pues parece no estar preparado para ese vacío eterno. «La eternidad es una semilla de fuego cuyas bruscas raíces rompen barreras que evitan que mi corazón sea un abismo», decía Thomas Merton.

Es por eso que hay quienes se resisten a creer que después de la muerte no exista nada. Yo mismo a veces me descubro preguntándome si volveré a encontrarme con quienes ya han partido, algún día, en esos cielos nuevos y en esa tierra nueva de los que habla el Apocalipsis. Si es que por entonces existirán los días, claro.

Quién sabe si todo lo que atañe a este mundo, que ahora tanto nos importa, no será mañana un mero sueño efímero como los que nos sobresaltan en las siestas. Una leve melancolía de los ayeres terrenales que nos hará pensar en la fragilidad y la fugacidad de aquella vida que irá desvaneciéndose poco a poco, hasta no recordarse nunca más mientras despertamos a la eternidad. Si es que existirá por entonces eso de la melancolía, eso tan humano que es recordar el pasado…

Pero hoy me refugio al amparo de lo que diría Merton: «hay mayor placer en la entraña del silencio que en la respuesta a una pregunta». Así que saco el móvil y le escribo un mensaje a mi amigo: ¡Que estés bien! Como una manera de recordarle que pese a todo seguimos aspirando juntos a la ilusión de que el paraíso eterno comienza ya en esta vida.  «La eternidad está en el presente. La eternidad está en la palma de la mano. Las cosas temporales se han confabulado con la eternidad».

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