El verano vecinal

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Como en Nápoles, mis vecinos hacen la vida de verano en los balcones y en la calle (estoy temiendo también que en cualquier momento echen con un gancho de escalada, o algo peor, una cuerda hasta mi ventana para tender la ropa, o incluso para invadirme), y yo casi los veo a diario comer y dormir ahí delante, con sólo asomarme, en medio del arroyo...

 

A la espera de que sea promulgada en Madrid la ordenanza de Controne, sigo disfrutando de los placeres de la vecindad. La urbanización en la que resido (la “urba” en vecinal, que es una lengua más extendida que, por ejemplo, el catalán) se ha convertido en estos días en una jaula que cuenta con todas las comodidades, incluida la gota fiel que cae sin descanso, en este agosto que empieza, sobre mi parietal.

 

En realidad, este automatismo del hogar, este añadido de la domótica casera, no es nuevo sino estacional. Cada verano aparece sin falta como los vendedores ambulantes de Endora, a los que se veía llegar a lo lejos por la carretera serpenteante que salvaba sus colinas, y, tanto es así, que este año, debido al retraso de su venida, yo temía no contar con él igual que hubiera temido no poder contar con los días largos, cuando las tardes en vez de acabar se difuminan hasta alcanzar una quietud oscura más hermosa que el amanecer.

 

El caso es que ha llegado con toda su parafernalia. Han llegado, para ser más preciso. Lo cierto es que nunca se fueron. Sólo, durante el invierno, deben de permanecer hibernando como osos (el padre desde luego lo es, concretamente uno pardo) hasta que el clima se vuelve florentino (más quisiera uno que fuese florentino), o mejor napolitano.

 

Como en Nápoles, mis vecinos hacen la vida de verano en los balcones y en la calle (estoy temiendo también que en cualquier momento echen con un gancho de escalada, o algo peor, una cuerda hasta mi ventana para tender la ropa, o incluso para invadirme), y yo casi los veo a diario comer y dormir ahí delante, con sólo asomarme, en medio del arroyo.

 

El otro día bajé a darme un baño a la hora de comer y allí estaban copándolo de orilla a orilla, incluso el agua se mostraba tan revuelta que parecía atestada de peces excitados en las redes de pesca. Los niños gritaban inundando el ambiente y el padre gritaba para decirles precisamente que no gritaran. Yo intuyo que es este un mecanismo mental y que sus cerebros no lo registran igual que no se registra el parpadeo.

 

Yo no soy consciente de mis parpadeos del mismo modo que ese padre no es consciente ni una sola de las muchas veces que les dice a sus hijos que no griten, lo cual no consigue, ni siquiera él mismo, y por supuesto no parece importarle en absoluto. Simplemente es un acto reflejo. Una cortesía falsa o una deferencia que ha perdido toda su juventud si es que alguna vez la tuvo.

 

Una vez alguien dijo: ¡sssssh!, como en el cine, y ni la madre, ni el padre, ni los niños lo advirtieron como si fueran inmunes al chistar: una defensa natural, genética, o una adaptación al medio, igual que, por ejemplo, la capa de grasa de un oso pardo. Incluso pareció que aquello les animó para elevar el tono. Es un caso curioso pero ni mucho menos puntual. Y yo diría que está en auge.

 

Recuerdo de mi visita a Mittenwald, pueblo alemán milenario salido literalmente de un cuento de los hermanos Grimm, que en un café los parroquianos nos llamaron  la atención a mí y a mis acompañantes por el volumen de nuestra conversación. Yo, de natural cuidadoso, me sentí muy avergonzado. Tanto, que casi me he vuelto alemán, bávaro más bien, en cuanto a los volúmenes se comprende y peno por ello desde entonces no sin cierta nostalgia (un leve síndrome de Estocolmo) en la espera del característico escándalo canicular.

 

Ayer mismo me marché para acudir al trabajo con cierta tristeza de abandonar el bullicio del hogar. Cuando regresé lo encontré de nuevo como a un olor de infancia y decidí cenar gratamente en su compañía. Luego me acosté y leí un rato ‘Lolita’. El pobre Humbert Humbert, que no sabía nada, se quejaba desde sus páginas molesto en medio de sus lucubraciones sobre nínfulas, y yo me sorprendí diciéndole conciliador que era cosa de temporada. Al final cerré el libro, apagué la luz y les di las buenas noches pues ya estaban todos, hasta que se apruebe la ordenanza, metidos en mi cama.