
Digan adiós a Greenpeace y su –mal- llamado “ecoterrorismo”. Y saluden al nuevo club ecologista de la clase, el “Eco-chic”. Solo basta mirar a David de Rothschild, el hijo del jefe de la mítica banca británica. Ni el hecho de dormir sobre un colchón de más de mil millones de euros ni el de su parentesco con el “tout” londinense lo han alejado de su generosa misión: librar a los océanos de la contaminación causada por el hombre. A bordo de su barco “verde”, el Plastiki, David podría ser la viva imagen de Jacques Cousteau, aunque con títulos nobiliarios y un acento de Eton.
Jóvenes, guapos y descaradamente ricos. Sí, los embajadores de las ONG ambientalistas del nuevo milenio están más cerca de Central Park que de la selva amazónica. Y no se avergüenzan de ello. Robert Kennedy III, nieto de Bobby, se licenció en Relaciones Medioambientales en Brown y desde entonces es un buen recaudador de dinero para limpiar el Lambro o cualquier río que esté en peligro. Una tarea ardua que compensa dándolo todo en las discos de moda de la mano de Amanda Hearst, Luigi Tadini y el «quién es quién» de Nueva York. “Eco-chic” es sinónimo de “conciencia ciudadana”… pero también de frivolidad.
Renate Künast es otro buen ejemplo. Está a punto de convertirse en la primera alcaldesa Verde de Berlín. Pero aun así la prensa internacional no puede evitar reseñar su “frescura calculada”, un halo de descaro ganado a fuerza de vivir en el lado oeste de la ciudad, el reducto de los modernos y radicales cool, y de interpretar a la perfección el guión de los ecologistas elegantes. Eso incluye comer exclusivamente alimentos de granjas orgánicas y abusar de los trajes de chaqueta (negros, siempre negros) de Jil Sander, la pitonisa del minimalismo
Guerrillas de jardineros
Claro que no todos los “eco-chic” son ricos, famosos o políticos consumados. También están los rostros anónimos que por la noche invaden la ciudad para cultivar jardines ilegales. El Financial Times los llama “una armada global de guerrillas”, aunque sus detractores prefieran referirse a ellos como pandilleros urbanos sin arte para hacer graffitis. Convierten la propiedad pública más descuidada en jardines improvisados, aunque no saben muy bien para qué. “Las motivaciones detrás de la jardinería ilegal son múltiples –escribe Izabella Scott en el FT- Para algunos se trata del amor por la jardinería, para otros es un acto político que pone en duda los derechos de propiedad y el uso de espacios públicos”.
Sustentabilidad (sostenibilidad para los puristas) es la palabra correcta. “De repente, sustentabilidad parece sonar con el sex appeal de términos como punto.com”, apunta el New York Times en un artículo reciente sobre cómo los trabajos “verdes” están cautivando a los jóvenes graduados en Estados Unidos. De hecho, según el Times, el número de puestos de trabajo relacionados a organizaciones ambientalistas se ha triplicado en los últimos tres años. Un fenómeno en sintonía con una generación que quiere encontrar un trabajo “con sentido”. O sea, hacer dinero sin perder el buen tono. “La rápida expansión de los trabajos verdes no está confinada al sector sin fines de lucro –aclaran- Aquí también hay dinero por hacer”. Nada se compara al olor de los billetes. Siempre que sean verdes.