Hay un lugar en Málaga, en el barrio del Palo. Es El Tintero, un restaurante. Al final de la playa.
Nos sentamos.
No se pide lo que uno quiere de la carta, sino aquello que El Tintero ofrezca. Los camareros salen de las cocinas cantando el nombre del plato y pasan entre las mesas.
Escuchamos.
Calamar a la plancha
Mejillones
Pulpo a la gallega
Rosada con alioli
Pulpo frito
Gambas a la plancha
Chanquetes (de China)
Bacalao con alioli
Croquetas de bacalado
Huevas fritas
Pargo a la plancha
Entrecot
Concha fina
La ensalada
Arroz
Ensalada de aguacate
Espetos
El que quiera levanta la mano o dice algo y si llega a tiempo lo tiene en la mesa. Cada tipo de plato tiene un precio. Al final se hace la cuenta con el número de acabados.
Una vende lotería entre las mesas también. Otro camisetas de fútbol. Otra cosas de África. Unos acróbatas hacen un espectáculo fuera y pasan la gorra entre las mesas. Otro pasa cantando Que yo cobro
Una plaza de Yamaa el Fna
Mejor escucharlo, las palabras escritas ahora son débiles. No acuden.
Pero.
En mi vida había visto algo similar. Es otro sistema, otra manera de gestionar un restaurante y dar de comer. El Tintero está lleno durante horas, con el mar a muy pocos metros. Es enorme. Imaginemos que fuera así, de este modo u otro modo. O pensemos por qué es de la otra forma, de la forma de siempre, de la forma a la que estamos acostumbrados, de la forma que tenemos ahí delante, de la forma que continúa. O pidamos el café solo y demos de beber a algo.
Recuerdo que cuando ya estábamos con el postre (sandía y melón) salió un plato por primera vez, aunque ya era tarde. Lo habríamos querido antes. Intento recordar qué era y no lo logro y solo lo sabe la voz de aquel camarero.