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BrújulaEn torno a ‘El caballero encantado’, de Galdós, 2. España y su...

En torno a ‘El caballero encantado’, de Galdós, 2. España y su doble

Benito Pérez Galdós

 

“La ciudad de los hombres tiene un doble de sombras”
Alfonso Sastre,  Los hombres y sus sombras (Bilbao, 1991)

 

De lo familiar a lo extraordinario

“Unheimlich” es un polisémico adjetivo alemán de difícil traducción al español. El diccionario Linguee, por ejemplo, da para el término las siguientes acepciones: “increíble”, “raro”, “aterrador”, “extraordinario”, “misterioso”, “terrorífico”, “espeluznante”, “escalofriante”. Una escala semántia que va, como se ve, de lo que se sale de lo ordinario o normal a lo que provoca miedo y espanto. Los resultados que da el Collins para el inglés son muy parecidos: “frightening”, “eerie”, “sinister”, “tremendous”.

Teorizado por Freud, que toma como punto de partida el cuento de E. T. A. Hoffman El hombre de arena, ha sido muy usado como explicación de un mecanismo literario, como hacemos aquí. Alfonso Sastre, nuestro gran dramaturgo, lo consideraba como el artificio retórico de toda ficción narrativa o dramática: el efecto producido por el choque entre lo cotidiano y lo inesperado, el reconocimiento de la realidad con lo extraordinario que late siempre en ella, y que explota en la literatura de imaginación. Sastre lo traduce como la Ex(trañeza)Fa(miliaridad) que surge de la realidad en cualquiera de sus situaciones o acontecimientos y lo relaciona con el Doble: “Cualquier situación puede, pues, ser presentada como Ex-Fa, aunque de terminadas situaciones lo son ya de por sí, como la persona que se refleja en un espejo, el autómata o el Doble. Lo Ex se produce porque son simulacros de lo que hay, y lo Fa porque en esos simulacros nos reconocemos, sin lugar a dudas, a nosotros mismos –reales y fantásticos– en aquellos fantasmas”.

Pues bien, eso es lo que ocurre en El caballero encantado, ese es el plano de la arquitectura de esta novela escurridiza: el paso, sin apenas transición, de la vida familiar y cotidiana de un joven aristócrata de la Restauración, al que conocemos ya por la breve información proporcionada por Galdós sobre su familia, (mala) educación y vida disipada, a un mundo, extraordinario y desconocido para él (la España rural y obrera) y que, convertido en su Doble gracias a un “encantamiento”, podrá conocer la realidad de su país, vivir una apasionada historia de amor y “regenerarse” para volver, una vez acabado el largo proceso, a su primera realidad. La particularidad es que vuelve con un “propósito” y un hijo. Paso ahora a detallar el encantamiento/desdoblamiento, y la ajetreada vida que transcurre al otro lado del espejo.

El encantamiento

Tras haber acompañado al caballero Tarsis en su vida ociosa y disipada, paralela a la de sus rentas, lo encontramos en una situación de crisis existencial y de ruina inminente. La boda planeada, con la intermediación de su padrino, con la chica de Mestanza –de aspecto poco atractivo pero heredera de una gran fortuna familiar–, que podría haber solucionado sus problemas económicos, se rompe, porque la familia de la heredera ha elegido comprometerla con un joven más conveniente para sus intereses. El carácter de Carlos de Tarsis se agria tras los sucesivos nuevos intentos fracasados de casamiento salvador. En los renovados devaneos de su “vida de clubes” conoce a Cintia, una hermosa mujer colombiana que va a tener un papel protagonista en la novela y que deja al caballero profundamente impresionado. Sus amigos de siempre (el marqués de Torralba y Ramirito Núñez) y hasta el fiel Becerro, un extravagante medievalista, experto en las complicadas geneologías de la vieja aristocracia, todos ellos “sablistas” habituales del caballero, lo abandonan y dejan de visitarlo en vista de su creciente ruina. Carlos, aquejado de una suerte de depresión en su soledad reciente, decide ir a la vieja casona de Becerro. Ese va a ser el espacio demiúrgico donde se producirá el tránsito, ciertamente muy aparatoso, de lo normal a lo sorprendente, la epifanía del Doble.

Galdós describe la casa, en consonancia con la presunta condición de nigromante de Becerro, como un espacio ruinoso y “mágico” (entiéndase: propio de una magia cutre y pobretona) donde va a tener lugar el encantamiento: “Aunque en aquella caverna papirácea de inclinado techo, no había esqueleto ni lechuza, ni retortas sobre hornillo, ni lagartos rellenos de paja, Tarsis creyó encontrarse en la oficina del nigromante o alquimista que nos dan a conocer las obras de entretenimiento y las comedias de magia”. En su deambular exploratorio por la vieja mansión, Tarsis descubre el principal “objeto mágico” de la obra, un espejo que propiciará el desdoblamiento:

“dio con sus miradas en un hermoso espejo con negro marco… Allí fue su estupor, allí su pasmo y sobrecogimiento.

Por un rato, no dio el caballero crédito a sus ojos, se acercaba, retrocedía. Mas el cristal, que era de una limpidez asombrosa, no copiaba la imagen frente a él colocada. En vez de verse a sí mismo, Tarsis vio en el cristal, como asomándose a él, la propia y exacta imagen de la damita sudamericana de quien estaba ciegamente enamorado. Mirole ella, gozosa y risueña, mostrándose en la faceta más sugestiva y brillante de su hermosura, que era la dulce alegría”.

Tarsis rompe el silencio sobrecogido de los primeros momentos y empieza a hablar con su enamorada bogotana:

“—Cintia ¿eres tú de verdad, o eres pintura y artificio de la luz en el vidrio, por obra del discípulo de Lucifer que vive en esta casa? (…)

—Cintia, sácame de esta horrible duda, ¿es esta una casa encantada?

—Encantada no. Yo estoy en mi casa, acabo de levantarme.

—¿En tu casa de Madrid?

—No, tonto. Estoy en París; ayer compré este espejo en casa de un anticuario. Hoy, verás…, me dan ganas de mirarme en él y…, ¡qué sorpresa, qué gracia, qué chiste tan modernista[1]! Cuando creía ver mi cara en el espejo, veo la tuya.

—Esto me aterra, Cintia”.

Desde esta primera aparición del Doble “a través del espejo”, Galdós abre un abanico simbólico que obliga al lector, en lo sucesivo, a una lectura personal y polisémica, en la que la perspectiva abstracta se superpone a la trama y los personajes concretos. Como pensaba De Chirico, un maestro de lo ExFa en pintura, “cada cosa tiene dos aspectos, uno banal, que es el que vemos con mayor frecuencia, y que la gente, en general, ve, y otro espectral y metafísico, que solo pueden ver algunos raros individuos, en momentos de clarividencia y abstracción metafísica”. Así, en esta perspectiva, Cintia representa y personifica la América Hispana. Frente al entristecido y arruinado caballero castellano, ella representa la España joven que es América, joven, hermosa, alegre, rica, educada. De la unión de estas dos “Españas” nacerá Hésperos, el hijo/síntesis, la personificación de una utopía posible para el mundo hispánico. Pero no nos adelantemos. Nos detendremos, con más detalle, en la dama colombiana en su aparición en el mundo del Doble, donde adoptará el nombre pastoril de Pascuala, y donde ejercerá el oficio de maestra. Allí se verá, en la doble lectura que proponemos, la importancia de la educación para Galdós. A la educación como factor de cambio social, una idea tan querida por la generación de la República, de la que Galdós es un precursor, dedicaremos la última entrega de esta serie.

El Doble de España: campesinos, obreros, rebeliones, quema de conventos y una misteriosa madre

La realidad alternativa, que no conoce el caballero ocioso de la Restauración, ocupará a partir de ahora la mayor parte de la narración. Como todas estas peripecias y viajes formarán parte de la “regeneración” o “re-educación” del aristócrata, el devenir de la trama –la parte más extensa de la novela– sigue un orden bastante lineal, una lógica interna que obliga a Carlos de Tarsis, bajo el nombre de Gil, a conocer, en sus propias carnes, la naturaleza agotadora de las labores campesinas, el esfuerzo tremendo del trabajo en unas canteras, el hambre y la pobreza de la sociedad rural española, los conatos de rebelión, la persecución y la huida, el encarcelamiento y, en una atrevida alegoría cristiana, su propia pasión, muerte  y resurrección, junto a una misteriosa y todopoderosa Madre, que no es otra, en el mundo del Doble, que la personificación de España.

A ella, a sus sucesivas apariciones y evolución iconográfica, y en comparación con las otras representaciones femeninas del Estado, que se suceden a partir de las revoluciones francesa y norteamericana, más jóvenes y apasionadas, dedicaremos la siguiente entrega. Permítame el lector que termine esta, para abrir boca, con una mínima selección de fragmentos de esta España de la Restauración metida ya en su crisis final.

Galdós se adelanta a su tiempo y entiende con clarividencia que la explotación del campesino no es solo la explotación semiesclavista de su trabajo, sino el sojuzgamiento por la deuda. Don Gaytán (el protocacique; los demás, pertenecientes todos al mismo clan y a los que se le hace referencia indiferenciada como tal, los “Gaitines”), por ejemplo, tras aplazar la deuda de un aparcero suyo, pone en boca de nuestro autor las siguientes palabras:

“Tanto José como Eusebia tuvieron que mostrarse agradecidos porque si bien el viejo zorro les hipoteca el mañana con el aumento de una deuda ya muy crecida, habíales quitado del pescuezo la cuerda que les ahogaba”.

Otras veces, como en uno de los capítulos en forma de diálogo dramático que, con su desparpajo habitual (técnica en que se anticipa al Ulises de Joyce), alterna con los narrativos, Galdós se deja llevar por la evocación de un paraíso bucólico en un ambiente rural utópico en el que se sobreentiende la propiedad colectiva de la tierra. ¿La utopía de un comunitarismo anarquista? No se olvide que, en la recepción crítica de esta novela, tildada de radical, se le acusó de padecer un “anarquismo senil”:

“(Habla el caballero a la Madre) ¡Qué dulce paz! He dormido en tu regazo como un niño, y he soñado que vivimos en un mundo patriarcal, habitado por seres inocentes que no viven más que para compartir con amorosa equidad los frutos de la tierra”.

En su siguiente etapa, pasa del campo a las ciudades y, en estas, al trabajo asalariado como cantero. De campesino a picapedrero:

“A Gil [el caballero desdoblado] se le llevaron a Torrecilla por expreso encargo del nuevo dueño, que ofrecía darle ocupación más activa y más lucido jornal.

Entraba, pues, Gil, en otra etapa villanesca”.

Es admirable el siguiente pasaje “cinematográfico”, de una técnica descriptiva cercana al “realismo socialista”, en el que vemos, en plano largo y corto, la cantera cercana a Ágreda, la naturaleza del trabajo obrero, su cansancio y sufrimiento, pero también su fuerza y su poder de transformación de la naturaleza. Galdós ya sabía que la clase trabajadora era el nuevo sujeto social llamado a transformar el mundo:

“Desde lejos se veía la inmensa herida, se condolía del desdichado monte, imaginándolo víctima de una bárbara intervención quirúrgica, levantada en gran parte su hermosísima piel verde, deshecha por el hierro su carne, y todo en pedazos mil, y todo cayendo y rodando en piltrafas sanguinolentas como los despojos de un anfiteatro. Pero cuando el espectador se acercaba, ya no sentía lástima del monte sino de los que en él trabajaban, bajo un sol ardiente, galeando en el áspero declive. Los unos taladraban la peña con poderosas barras, los otros recogían los pedazos dispersos por la explosión, despeñándolos por la pendiente, hasta que los peones los partían y cargaban las carretas. Era un trabajo de gigantes: algunos, desnudos de medio cuerpo arriba, mostraban admirables torsos y brazos de atletas formidables; otros, agobiados de fatiga, se doblaban por la cintura, contenían el gemido para poner toda su alma en el esfuerzo…”.

Entre otras muchas aventuras, asistimos al premonitorio incendio de un convento, aunque este tenga lugar por un irónico y poético motivo, que lo atempera: la búsqueda y rescate de una ardilla perdida. Es fascinante asistir, ya en el desenlace, a la Madre –el doble de España, recordémoslo– llamando a los parias a la rebelión. Estamos en Boñices, donde al hambre se une la insalubridad de la tierra:

“—Yo he pedido a los pudientes –indicó la Madre– que sean desecadas estas lagunas para que acabe el maleficio, y no me han hecho caso.

—Ni lo harán –declaró el maestro sentencioso–, mientras en el agua corrompida no vean los Gaitines peces, quiero decir, negocio.

Y no una, sino seis y más voces gritaron.

—¡Pues duro a los pudientes ensalzaos, y a los Gaitines que nos roban la vida! ¡Si quieren guerra, guerra!”.

En la próxima entrega, nos ocuparemos de esta misteriosa Madre, que en el mundo galdosiano es España, a la que veremos en apariciones paradójicas, en contraste con esta, ya como austera y digna dama con un punto melancólico, o como inflamada revolucionaria, y aún como reina o diosa. Galdós, como todos, era hijo de sus contradicciones.

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*Vuelve a leer la primera parte de esta reseña aquí.

[1]    El Galdós “realista” no se resigna a la ironía y distanciamiento de lo mágico y feérico. “Modernista” en el sentido de “moderno” o –aclara Rodríguez Puértolas–, una alusión a la fascinación de los poetas modernistas por París.

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