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Mientras tantoEnergúmena Williams

Energúmena Williams


 

En los últimos coletazos de su iluminación (sin duda se iluminó ayer para que todos pudieran contemplarla bien), Serena Williams concluyó que a su hija le diría que en la vida hay que ser amable y humilde. Yo no sé que pintaba su hija en todo el asunto, ni tampoco la amabilidad y la humildad si se atiende al espectáculo abominable que dio ayer la exnúmero uno del mundo en Nueva York. Traer a la hija y hablar de amabilidad y de humildad en semejante contexto de desprecio y arrogancia, creado además por uno mismo desde la fantasía y el despecho, refleja la inquietante realidad del personaje que contrasta como si fuera un capricho con su propio nombre.

 

Serena nunca fue serena, pero nunca lo fue menos que ayer. Subjetiva Williams, Susceptible Williams, Violenta Williams, Turbia Williams. Esos fueron ayer algunos de sus nombres. Fueron los golpes de Naomi Osaka los que en realidad la desmontaron, pero no fue capaz de reconocerlo. Sus palabras pseudo amables del final hacia su contrincante las desmintieron sus gestos y sus otras palabras. Su teatro indecente. Casi se podían ver sus pensamientos oscuros mientras era borrada de la pista. Era Rabiosa Williams, Exaltada Williams en plenitud. Con cinco a dos para Osaka en el primer set, antes de sentarse, Estupefacta Williams tiró displicentemente una toalla limpia por detrás de su banco.

 

Fue un feo gesto inapreciable, de esos detalles inapreciables que cuando se aprecian adquieren un significado enorme, generalmente revelador. Más adelante, el coaching reconocido después por Morautouglou, el entrenador de Entelerida Williams, fue apreciado por el juez de silla, Carlos Ramos, quien apercibió a la tenista. Aquella aplicación justa del reglamento fue el origen de una confusa y absurda diatriba sexista, ruidosa, pueril y plena de soberbia que no paró ni en la ceremonia de premiación, donde quizá la actitud de Chalada Williams alcanzó sus más altos niveles de bajeza y celebrada hipocresía.

 

Antes habían sido los insultos al juez: ladrón y mentiroso (fue ella quien le robó el momento a la brillante Osaka y quien mintió a todo el mundo tras una patética interpretación); y las amenazas: “No vas a volver a arbitrarme nunca”. Chorlita Williams había soliviantado, sibilina y ventajista, a una grada que la apoyaba fanáticamente sin fisuras, a la que intentó envolver (y lo consiguió) profiriendo una retahíla de cualidades y motivaciones nobles que supuestamente atesoraba, tan alejadas de la cuestión como repulsivas eran sus intenciones. Enfrente permanecía inalterable su rival, de veinte años, cuyo ídolo declarado resultaba ser esa misma mujer que por un segundo creía ser una madre desesperada y al siguiente la mismísima Oprah Winfrey largando un discurso, y al siguiente era una bruja malvada y al otro una suerte de honesta luchadora e inmediatamente después una niña lloriqueante a la que no le quieren dar la piruleta.

 

Energúmena Williams destrozó su raqueta contra el suelo y paró el encuentro e hizo llamar a los supervisores del torneo como si fuera de su propiedad, y trató de convertir un partido de tenis en el dudoso homenaje personal que se esperaba unas horas antes, pero por otros derroteros. Iracunda Williams recibió una lección en la pista y fue aplastada fuera de ella cuando la campeona (Naomi Miyagi la llamaré yo) pidió perdón por nada con un hilo de voz y dijo que lo importante era haber jugado contra ella y no haber ganado el US Open. Antes, Calenturienta Williams había levantado la placa de finalista como si fuera el trofeo de campeona, en un alarde de petulancia (espantosamente aplaudido por el público) que solamente será menos importante que sus veintitrés Grand Slams si pide humildemente (en el adjetivo reside el problema) perdón.

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