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ArpaEnsayo para un autorretrato. Subhro Bandopadhyay, un poeta indio en Soria

Ensayo para un autorretrato. Subhro Bandopadhyay, un poeta indio en Soria

Subhro Bandopadhyay

Ha llegado aquí tras un periplo de dos días y un sinfín de esperas en terminales de aeropuertos y de sueño perdido. Ha llegado aquí tras recorrer 7.000 kilómetros de distancia y ochenta horas más tarde volará a Barcelona y A Coruña para presentar su último libro. Viene con los ojos cansados por el fragor de las noches horrísonas, los días muertos en vela y el fantasma de la guerra golpeando su vigilia. Ha llegado a su destino y se ha instalado en una mesa para beber un café cargado y despertar de este viaje extenuante que, a pesar de la lluvia, preludia alegría.

Subhro Bandopadhyay (Calcuta, India, 47 años) está sentado en la estación de autobuses de Vitoria fumando un cigarrillo. Lo reconozco a lo lejos mientras me acerco y, al verme, sonríe, se levanta y me abraza.  Digo: “Hace años no fumabas”. Y dice sonriente: “Solo fumo cuando me siento feliz”. Subrho viene ligero de ropa, pero cargado de equipaje: lleva una maleta enorme de color rojo y una bolsa de mano llena de recuerdos y palabras. A las doce del mediodía hay once grados en la calle y lleva –por único atuendo– una cazadora vaquera sobre una camisa de cuadros y la mirada perpleja ante el cielo negro (y no azul) de la infancia.

Le acompaño al hotel donde se aloja, brindamos con una copa de vino y vamos a un restaurante a comer. Compartimos mesa y sobremesa con dos hermanos llegados de lejos: el editor gallego David Francisco y el traductor Manuel Baigorri. El poeta –nos asegura que come poco– solo pide el segundo plato (chuletas con pimientos confitados) y un café americano “para no dormirse en la entrevista”. Y, entre sorbo y anécdota, evoca aldeas y ciudades, sueños y lecturas, paisajes y recuerdos. Las noches y los días en el Moncayo. Las tardes lentas y los amaneceres de Soria. Nombres de amigos que están y (no) están a la vez: Ángel Guinda, Trinidad Ruiz, Bécquer, Machado. Y otros nombres extranjeros, como el suyo, también apátridas e impronunciables: Walter Benjamin, Alok Sarker, Rabindranath Tagore, Evelyn Austen.

Mirado de frente, bajo los soportales de esta plaza, Subhro Bandopadhyay parece un hombre sencillo y jovial que no se viste de poeta. Y su humildad natural contrasta con la arrogancia de los que se disfrazan con levitas y sombreros en las veladas literarias y las recepciones públicas. Mirado de perfil, antes de que un fotógrafo le dispare varias veces bajo la lluvia furiosa de esta tarde otoñal de primavera, Subhro se antoja uno de los autores más verdaderos que pisará las calles de esta ciudad los próximos días. También el más extraño de todos: “Vengo de una ciudad de veintinueve millones de habitantes, en la que los animales sagrados dirigen el tráfico y donde los hombres se esconden en sus casas a las siete de la tarde para pegar a sus mujeres”, dice mientras sujeta sus gafas de pasta con la mano izquierda.

Biólogo de formación, el poeta ha sido traductor del jefe de Estado de Bengala y es profesor de español en el Instituto Cervantes de Nueva Delhi. Un título académico al que le llevó la curiosidad por conocer la literatura de occidente. Desde entonces no ha dejado de escribir, aunque ha espaciado sus publicaciones en el tiempo por un prurito de rigor, autoexigencia y revisiones constantes de sus textos. “Empecé a los 16 o 17, atraído por el misterio de descubrir algo no visto o escuchado. A veces, veo objetos o imágenes que aparecen en mis versos mucho tiempo después. Me gusta mirar la cara oculta de las cosas”, apunta. En veinticinco años ha editado cinco libros de poemas (tres de ellos vertidos al castellano) y ha traducido una antología de poesía bengalí contemporánea, La pared de agua.

Bandopadhyay, que participará los próximos días en varias actividades del festival que se celebra este mes en la ciudad, y que esta tarde ofrece una lectura en la Casa de Cultura Ignacio Aldecoa junto a un puñado de vates no afines, responde sagaz a la eterna pregunta: ¿para qué sirve un poema? “La poesía no sirve para nada, solo sirve para uno. Es un arte que se enmarca en lo que Nuccio Ordine llamaba la utilidad de lo inútil. Hoy vas a una librería y no encuentras estanterías de poesía o antropología. Además, se producen muchísimos libros uniformes y cortados por el mismo patrón… Yo no puedo decir que me dedico a la poesía, porque ha perdido todo el prestigio que tenía”, reflexiona en voz baja.

Sin embargo, en el año 2007, como si obedeciese a un giro necesario del destino, el autor recibió la Beca Antonio Machado que convocaba el Ministerio de Cultura con motivo del centenario de la llegada del poeta sevillano a Soria. Y a la capital castellana llegó un año después para establecerse en la residencia Gaya Nuño y escribir un libro extraordinario. Titulado La ciudad leopardo, se publicaría en 2010 tras una estricta labor de reciclaje. El resultado: 33 poemas impecables –mitad prosa, mitad verso– que basculan entre la alucinación, el surrealismo y la memoria íntima de sus días en la estepa. “Desde la residencia, todas las mañanas veía el parque de la Alameda y, un día, por el juego de luces y sombras, la ciudad me pareció un leopardo dormido”, evoca el autor. “Igual que yo me instalé aquí, quise traer a la gente de India al ámbito soriano”. Y Soria le regaló –enfatiza– “algunos de los mejores amigos de su vida”.

“Llegué aquí cargado con otra tierra de piedras”, escribe en su obra más celebrada. Y unas páginas después: “Un escritor perdido ha vuelto a una metáfora muy antigua después de viajar por muchos textos: ¡no hay nadie! Las palabras quedan dispersas como los signos de un accidente de tren; algunas ventanas del tren todavía llevan botellas de agua”. Las palabras –la sintaxis– nunca son gratuitas en sus versos. Tampoco lo son los textos que componen El presente bajo luz agrietada, su libro recién publicado que esconde en sus páginas sinestesias afiladas y asombrosas, pétreas en su hermosura desolada.

El título, editado por el sello chileno RIL, es una antología de su vida escrita entre 2009 y 2022. El autor define este trabajo como “la crónica de un ser nimio que trata de vivir lejos del ruido a partir de un diálogo en profundidad con el budismo, una de las corrientes del pensamiento ateo de mi país”. Dividido en diez apartados, en el libro pesa –como una losa de lágrimas– la figura paterna: “El lecho de muerte del padre es para mí el tiempo de leer a Alok Sarker en el pabellón del cáncer “, escribe en una de las elegías del volumen (la otra está dedicada a su madre). Y más adelante: “Nos hemos cortado el falo el uno al otro… Con el cuchillo del onanismo corto la carne de mi coraje y se la sirvo al padre en la cena”. Explica el poeta: “La relación con él fue de amor y odio: la de un dictador y un dictado. Nunca podré sacar esa tristeza con las palabras, pero sí hacer las paces con ella”.

Subhro ensaya un autorretrato de sí mismo en el prólogo del libro y glosa –simbólicamente– tramos de su biografía en los poemas. De tan impúdico y explícito, el poeta no deja lugar a equívocos en el exordio de El presente bajo luz agrietada. Y habla, sin ambages, de cómo comenzó a estudiar y a dar clases de español en 2002. Y de las adicciones –al tabaco y al alcohol– de sus ocho tíos y de su padre. De la casa –que no hogar– de su familia en la infancia (“un símbolo de la decadencia iluminado a 60 vatios”). Y de la depresión de la que le salvó la lectura de Neruda –años después traduciría sus memorias al bengalí– y la correspondencia entre Juan Ramon Jiménez y Tagore.

Sigue lloviendo en la plaza de España. El poeta se queda en silencio, señala la fachada del ayuntamiento y dice: “Todas esas banderas no me dicen nada. Miro los colores rojo y verde y pienso en la cultura portuguesa”. A Subhro no le gustan las exaltaciones patrióticas, algo con lo que se topó en su primer viaje a Madrid y luego en Castilla. No le gustan algunas costumbres españolas como, por ejemplo, celebrar las noches hasta el alba. Bebe siempre con moderación y prefiere contemplar las cosas de la naturaleza de manera despaciosa y sosegada, preferentemente en silencio.

Apaciguado el aguacero, y antes de que se marche, le pido que me firme La ciudad leopardo y traza sobre el papel unas palabras sencillas, sin retórica ni adornos. Le pregunto si nos veremos este verano en Soria. Lo duda. Sin embargo, los dos sabemos que, de alguna manera, todos nos encontraremos –los que están, los que ya no están– en ese lugar común que es la palabra: ese espacio perenne y universal en el que llamarnos amigos.

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