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Espíritus del presente. Los últimos años de la filosofía y el comienzo de una Nueva Ilustración 1948-1984

Salidas. Aprender a morir. 1984

¿Madurar? 

En el funeral, los miembros del cortejo fúnebre se vieron sorprendidos por un aguacero de verano. Calados hasta los huesos, se sentaron en casa del editor de Suhrkamp, Siegfried Unseld, y bebieron cerveza caliente. Con Alexander Kluge al frente, que quería recordar el 13 de agosto de 1969, se calentaron con grandes ollas para evitar posibles resfriados. La preocupación se concentró sobre todo en los miembros más veteranos del círculo: Max Horkheimer, Alfred Sohn-Rethel, Ernst Bloch. En ese círculo, Adorno fue siempre el benjamín. Solo Herbert Marcuse se disculpó desde Suiza. En cambio, fue el primero en decir públicamente lo que todos en la sala tenían demasiado presente: “No hay nadie que pueda representar a Adorno y hablar por él”. Una necrología que valdría para todo ser dotado de razón. Al menos en ese mundo posible que servía a Adorno de escape para su pensamiento.

Unas dos mil personas acudieron al cementerio de Frankfurt. Adorno fue enterrado sin rito alguno, y los discursos fúnebres fueron retransmitidos en directo por Radio Hesse. “Su actitud era productiva y anticonformista al mismo tiempo […] Hoy, nosotros y muchos más en el mundo lloramos la pérdida de uno de los espíritus más grandes de esta época de transición”, dijo Horkheimer al despedirse de su amigo en la capilla ardiente.

El periodo de transición de la posguerra había llegado a su fin. ¿En qué dirección se abriría ahora, o se cerraría? Los últimos acontecimientos en la ciudad alimentaron los temores más oscuros: ¿Se había conseguido algo en los veinte años transcurridos desde su regreso a Alemania en cuanto a educar a la gente en una conciencia crítica? Para Adorno, al menos, esto no parecía haberse conseguido. Ni siquiera estaba seguro de si se había realizado algún progreso significativo en cuanto a la Ilustración desde el ensayo sobre la Ilustración de Kant de 1784.

La noche del funeral de Adorno, Radio Hesse emitió una conversación radiofónica que había sido grabada en la primavera de 1969 bajo el título Educación para la madurez. En casa de Unseld no tuvieron más que encender la radio para escuchar al espíritu del maestro:

“Que aún hoy podamos decir de la misma manera que vivimos en una época de Ilustración se ha vuelto muy cuestionable a la vista de la indescriptible presión ejercida sobre las personas, simplemente por la organización del mundo, y ya por el control planificado de toda la esfera íntima por la industria cultural en el sentido más amplio. Si no se quiere utilizar la palabra ‘madurez’ [Mündigkeit] en un sentido fraseológico […] entonces hay que ver en primer lugar las dificultades indescriptibles que se interponen en el camino de la madurez en esta organización del mundo […] La razón de ello es, por supuesto, la contradicción social de que la organización social en la que vivimos siga siendo heterónoma, es decir, que ninguna persona en la sociedad actual puede existir realmente conforme a su propio destino… la única concretización real de la madurez consiste en que las pocas personas que piensan en ella trabajan con toda la energía para que la educación sea una educación para la contradicción”.

A lo largo de su vida, Adorno había querido contarse entre esas “pocas personas”. Sus enseñanzas no tenían otra meta que la concretización de la madurez. Quizá, no todo habría sido en vano. Willy Brandt fue el primer socialdemócrata que ganó la cancillería desde que se fundó la República Federal de Alemania. El mismo partido al que Adorno siempre había concedido su voto. Bajo el lema “Atrévete con más democracia”, Brandt declararía que el valor de Kant para salir del letargo y la sumisión era la idea rectora de su cancillería en su discurso inaugural de octubre de 1969. Incluso el movimiento estudiantil se sintió escuchado, aunque no en la forma de aquellos detractores radicales del sistema que, como antiguos alumnos de Adorno, insistían en la revolución en lugar de en una mera reforma. También ellos habían acudido a presentar sus últimos respetos a Adorno el día de su funeral. Según el recuerdo de Alexander Kluge, condensado en una imagen conmemorativa, el grupo de Krahl abrió una de las puertas laterales de la capilla ardiente cuando concluía el funeral.

“Miraron dentro. Los ujieres cerraron las puertas. ¿Intentaban los estudiantes causar disturbios? ¿”Secuestrar” provocativamente el ataúd, apropiarse de Adorno ya muerto como parte de la Teoría Crítica, de la que nunca renegaron? LOS MAYORES DE LA TEORÍA CRÍTICA se agruparon de manera ostensible alrededor del ataúd mientras lo sacaban a la calle. ¿Habrían tenido alguna posibilidad contra los secuestradores? No lo creían. La multitud de estudiantes seguía un camino paralelo; los que observaban no sabían si era en actitud amenazadora o para mostrar su pesar y respeto por el muerto. Eso no se discutió en este grupo”.

 

¿Resignado? 

De hecho, el líder Krahl había amenazado antes del acto con partirle la cara personalmente a cualquiera que se atreviera a interrumpir el funeral. En este sentido, existía una especie de consenso, aunque dominase una disposición demasiado radical en lo referente a los nuevos pasos políticos. Para apaciguar por última vez a los espíritus que él mismo había convocado, Adorno pronunció en febrero de 1969 otra conferencia radiofónica titulada Resignación, en la que empezó por disipar el prejuicio de que el pensamiento de los “representantes más antiguos de lo que se ha dado en llamar Escuela de Frankfurt” constituía una forma de resignación del pensamiento ante la “realidad bloqueada” de las condiciones sociales actuales. Esto no era en modo alguno así, porque:

Si las puertas están atrancadas, el pensamiento no debe permitiese romperlas. Debe analizar las razones y sacar las conclusiones oportunas. Le corresponde no aceptar la situación como definitiva. Puede cambiarla, si acaso, mediante una comprensión no menoscabada. El salto a la praxis no cura al pensamiento de la resignación mientras se le pague con el saber secreto de que eso no funcionará”.

En lugar de dar un salto desesperado al callejón sin salida de una praxis precipitada, Adorno concluía con la idea de una trascendencia esencial del pensamiento. Pues este siempre apunta “más allá de sí mismo”, por lo que es capaz de conducir a un verdadero pensador fuera de cualquier estrechez hacia lo abierto. Incluso desde el conocimiento de la propia finitud. En cualquier caso, esta era la experiencia de Adorno y la esperanza racional rectora de sus ejercicios críticos:

“Un concepto tan enfático del pensar […] no es congruente ni con las condiciones existentes, ni con los fines a alcanzar, ni con ningún batallón. Lo que una vez se pensó puede reprimirse, olvidarse, desvanecerse. Pero no se puede negar que algo de ello sobrevive. Porque el pensamiento tiene el momento de lo universal. Lo que se ha pensado de modo concluyente tiene que ser pensado en otra parte por otros: esta confianza acompaña incluso al pensamiento más solitario e impotente. Quien piensa no se enoja en medio de toda crítica: el pensamiento ha sublimado el mundo. Porque el pensador no tiene que perjudicarse a sí mismo, ni quiere perjudicar a los demás. La felicidad que se queda en los ojos del pensador es la felicidad de la humanidad. La tendencia universal a la opresión va en contra del pensamiento como tal. Él es felicidad incluso allí donde determina la infelicidad: expresándola. Solo así la felicidad alcanza a la infelicidad universal. Quien no se permite languidecer no se ha resignado”.

Era una hermosa consecuencia de la dialéctica negativa que la voz de Adorno nunca sonara más abierta a la esperanza, e incluso más llena de felicidad, que en sus últimas observaciones sobre la resignación: quien piensa no está solo; quien piensa no se ha rendido. Quien piensa encarna la brecha a través de la cual una mente puede vislumbrar una salida en cualquier momento.

Lo que, según Adorno, se oponía frontalmente a esta experiencia del pensamiento propio le parecía ser, por un lado, esa tendencia demasiado humana hacia la seudoactividad de la revuelta, “que se exacerba y asciende en aras de su propia publicity, sin admitir hasta qué punto sirve a la satisfacción sustitutoria”. Por otra parte, existía también la tendencia filosófica a erigir edificios teóricos enteros, incluso sistemas cerrados, que pretendían establecer y determinar de una vez por todas qué caminos debían seguir los pensamientos para ser considerados dignos de atención. Al fin y al cabo, según su experiencia, el pensamiento propio que merecía esta denominación se caracterizaba inicialmente por no estar amparado por nada ni por nadie: ninguna regla fija, ninguna lógica específica, ningún hecho científico. En lugar de establecer algo, rompía críticamente lo que se había establecido con demasiadas pretensiones. En lugar de estar en paz consigo mismo, siempre buscaba la forma de salir de sus propios confines, aún inmaduros.

Así lo subrayaba una vez más Adorno en su último artículo, publicado con el simple título de ‘Crítica’ a principios del verano de 1969, donde situaba de forma explícita su propio arte de pensar en la estela de la Ilustración de Kant:

“El filósofo de la Ilustración Kant, que quería ver a la sociedad liberada de su minoría de edad autoculpable, y que enseñaba la autonomía, esto es, el juicio según la propia perspicacia en contraposición a la heteronomía como la obediencia a órdenes ajenas, llamó críticas a sus tres obras principales […] Criticó el dogmatismo […] de los sistemas racionalistas […] La obra principal de Kant produjo su efecto a través de sus resultados negativos, y una de sus partes más importantes, que trataba de los rebasamientos del pensamiento puro, era enteramente negativa”.

 

¿Tarea? 

La tarea del pensamiento crítico estaba, pues, suficientemente clara. Como también lo estaba la de su sucesor: el único contemporáneo que se menciona explícitamente en los últimos artículos de Adorno sobre la “resignación” y la “crítica” es Jürgen Habermas. El 11 de septiembre de 1969 –Adorno habría cumplido sesenta y cinco años ese día–, Habermas publicó la necrológica de su mentor en el Frankfurter Allgemeine Zeitung.

A pesar del malentendido que sugería el término “teoría crítica”, Habermas explicaba que Adorno nunca se ocupó principalmente de cimentar una teoría.

En realidad, Adorno “desconfiaba de las pretensiones de una teoría en toda regla” y se conformó deliberadamente con los “modelos”. Modelos en el sentido de prototipos cuya norma constituyente solo podía obtenerse mediante un pensar propio y maduro.

Según Habermas, esta “resistencia al imperativo de lo sistemático y a la jerarquía del pensamiento” se reflejaba en la “animadversión a la obra capital”, así como en la preferencia por el género del ensayo como forma indagadora de la crítica.

Con la más clara conciencia de este modelo, Habermas hizo así pública la piedra angular de su futura obra principal. Según el punto de vista, aparecía como un acto necesario para el desarrollo ulterior de los impulsos de la escuela de Frankfurt o como un acto de usurpación en el momento de su nueva transición crítica.

Partiendo de la cuestión que, según Habermas, quedaba abierta en la obra de Adorno sobre “cómo ha de justificarse la crítica” y, por tanto, dónde encuentra esta “sus fundamentos legitimadores”, Habermas estableció “la estructura de la convivencia en una comunicación no coaccionada” como el verdadero punto de fuga de la crítica filosófica. Y por “no coaccionada” entendía una comu-nicación comprometida únicamente con la fuerza no coactiva de la argumentación concluyente y, por tanto, con las fuerzas de la razón misma. Como Habermas explicaba, esto se hallaba estrechamente ligado al parecer, que era el suyo, de que la “idea de verdad que ya estaba implícita en la primera frase hablada solo puede formarse conforme al modelo del acuerdo idealizado logrado en una comunicación libre de dominación”.

De ese modo, Habermas suprimía de un plumazo teórico toda forma de discurso racional en los actos asertivos orientados al consenso. En la construcción de su “teoría de la acción comunicativa”, se esforzará por explicitar y fijar de una vez por todas las reglas a las que está sujeta toda forma de aserción. Y con una pretensión de validez que se extendería desde la primera hasta la última frase pronunciada por cada ser humano.

Cuando Adorno no llevaba ni un mes bajo tierra, Habermas había convertido así el planteamiento fundamental de toda su obra en su exacto opuesto. ¿No había sostenido Adorno explícitamente en Minima Moralia que “solo son verdaderos los pensamientos que no se comprenden a sí mismos?”? ¿No se había pasado la vida oponiéndose a la reducción del filosofar a mera afirmación? Como si no hubiera otras formas de indicar con el lenguaje la salida de la falsedad imperante. ¿Acaso Walter Benjamin, el mentor decisivo de Adorno, no había advertido ya explícitamente en los primeros años veinte de un amenazante terror de la razón a base de afirmaciones puramente comunicables, cuando escribió en su ensayo Die Aufgabe des Übersetzers (La tarea del traductor): “¿Qué ‘dice’ un poema? ¿Qué comunica? Muy poco a quien lo entiende”.

 

Espacios de la teoría 

Lo único que Adorno denominó teoría, que fue la “teoría estética” en la que trabajó hasta el final de su vida, estaba dedicada a experiencias que en modo alguno podían reducirse a la llamada comunicación y menos aún a la pura afirmación. En su lugar, concibió y aplicó otras formas de salir de la estrechez de lo no verdadero a lo abierto. Para Adorno, las obras de arte debían experimentarse como obras de crítica –y para él lo eran en un sentido eminente–, de crítica al terror de la aserción y la verificación sistematizadas.

Ninguna teoría del mundo había sido capaz de producir de un modo metódico –o limitar a través de normativas– tales experiencias eruptivas. En esto consistía su punto salvador en potencia. Su promesa perpetuamente abierta. Sobre todo en la forma de aquellas artes modernas que sirvieron a Adorno de modelo para su antiteoría de la experiencia estética.

El tipo de crítica filosófica de Adorno quería seguir emparentada con este arte, igual que en sus intervenciones también pretendían ante todo –como cerillas en una habitación sin ventanas–, y según sus propias palabras, “eliminar el olor a moho” de “un aire enrarecido” que impide respirar libremente. Por lo general, se había enrarecido porque allí un teórico había hecho antes sus necesidades y luego, como suele ocurrir en todo el mundo, había juzgado que ahora olía razonablemente bien.

Para experimentar esos enmohecidos espacios de teoría, ni siquiera había que haber respirado el aire fresco de los espacios abiertos (aunque ayudaba). Por decirlo con las últimas palabras de ‘Crítica’, el ensayo de despedida de Adorno, tal vez bastara con desarrollar el olfato para el hecho de que “lo falso, una vez determinado, reconocido y especificado, ya es un índice de lo acertado, de lo mejor”. Lo que, naturalmente, no era un argumento, ni siquiera una afirmación, sino algo mucho mejor: la transmisión mediante el lenguaje de una experiencia de apertura.

Tras la muerte de su marido, Gretel Adorno desempeñó un papel decisivo en la preparación de una versión impresa de la Teoría estética. Poco después, intentó suicidarse (con bromo), lo que la dejó física y mentalmente muy dañada. Gretel Adorno, de soltera Margarete Karplus, falleció el 16 de julio de 1993 en una residencia de ancianos de Frankfurt.

Hans-Jürgen Krahl murió en un accidente de automóvil en una carretera helada el 13 de febrero de 1970. Tenía veintisiete años.

Jürgen Habermas abandonó la Universidad de Frankfurt y el Instituto de Investigación Social en 1971 para dirigir, junto con el físico Carl Friedrich von Weizsäcker, el Instituto Max Planck para el Estudio de las Condiciones de Vida en el Mundo Científico y Técnico en Starnberg, cerca de Múnich.

 

Et tu? 

Si la forma de morir de Adorno invitaba a una interpretación, esta era la de que el comportamiento tumultuoso de sus propios estudiantes había llevado al filósofo a la muerte. El infarto se convirtió en testimonio de su identificación incondicional con la doctrina que defendía; y el debilitamiento que sufrió, en prueba de que todo lo que acontecía en el mundo lo afectaba. El maestro se había extenuado hasta el límite. Para Adorno eran válidas las palabras retrospectivas de Susan Sontag: “En un ataque al corazón no hay nada vergonzoso”. Esto era menos claro en otras formas de abandonar la vida como hombre de espíritu. Como el suicidio. En el caso de Simone Weil. O el de Susan Taubes.

En el invierno de 1973, luego de cuatro años inmersa en la depresión, los pensamientos de Sontag giraban en torno a la hazaña de la amiga:

“23-12-1973
S.(imone) W.(eil) me recuerda a Susan [Taubes]. La misma hambre de pureza, el mismo rechazo del cuerpo, la misma inadaptación a la vida. ¿Cuál era la diferencia entre ellas? S. W. era genial y Susan no. S. W. perseguía su desexualización, la afirmaba, sacaba fuerzas de ella, mientras que Susan era “débil”: no podía aceptar el amor de las mujeres, quería ser herida y dominada por hombres, quería ser bella, glamurosa, misteriosa. El rechazo de Susan solo la debilitó, no le dio fuerzas. Su suicidio fue de segunda clase. El suicidio de S. W. fue una elevación: así logró finalmente imponerse al mundo, asegurar su leyenda, extorsionar a sus contemporáneos y a la posteridad”.

¿Qué supuso esto para la evolución de una mujer de cuarenta años claramente amante del glamur, que se creía a todas luces más dotada que Taubes y que no tenía intención de seguir en el futuro su propio camino hacia la claridad en el modo de la abstinencia y la desexualización? Si Sontag consideraba que su fin en la vida era asegurar su propia leyenda mediante la fuerza y la abundancia, lo esencial estaba por conseguir. A su juicio, nada de lo que había creado hasta entonces era suficiente. Los cuatro años anteriores habían sido bastante estériles. Sobre todo, como escritora. Desde entonces había firmado (y pagado) contratos para cuatro obras más. Una de ellas, presumía, iba a tratar de Theodor W. Adorno.

Ninguno de estos libros apareció hasta 1975. Ni siquiera había preparado nada para alguna publicación. Incluso la cuestión de la forma que elegiría la conducía a un laberinto. Más cansada que nunca del ensayo como género lucrativo, el acceso a la novela se había visto traumáticamente bloqueado en más de un sentido desde la hazaña de Taubes. Quedaba abierto el camino de la experimentación con relatos cortos, donde a las grandes euforias de un día siguen semanas enteras de tropiezos errantes.

Incluso los proyectos para un imaginado futuro como cineasta (entre ellos una adaptación cinematográfica de la primera novela de Simone de Beauvoir, Ella vino a quedarse) acababan una y otra vez en nada. A pesar de sus excelentes conexiones en la industria cinematográfica francesa, los fiascos de las dos producciones suecas pesaron mucho sobre el nombre de Sontag. Un documental de bajo presupuesto (Promised Land) sobre las consecuencias de la guerra del Yom Kipur, para el que ella y su hijo David, ya adulto, viajaron sin vacilar a Israel en otoño de 1973, no contribuyó en absoluto a cambiar la situación.

Pero nada de esto sería el obstáculo definitivo, siempre que lograra encontrar un enfoque que aclarara las confusiones en las que la sumieron las repercusiones de 1968. La preocupación de Sontag por una autoorientación sostenible era ejemplar para toda una generación postactivista. Nixon era historia, y la guerra de Vietnam terminó oficialmente en abril de 1975. Precisamente porque la antigua anticultura formaba ya parte de la corriente dominante, la cuestión de los futuros objetivos de la resistencia era acuciante. Precisamente porque algunas cosas se habían conseguido, ya no se podía hablar en serio de revolución.

“En mayo de 1975
… No quiero retractarme de mi defensa pública del nuevo arte, de la nueva política. Pero ¿cómo formularía hoy estas inclinaciones/ideas? …
No es que haya cambiado de opinión. Las circunstancias objetivas han cambiado.
Mi papel: los intelectuales como oposición (¿tengo que oponerme ahora a mí misma?) …

16-5-75
… ¿Quizá por última vez? “Derecha” e “izquierda” son términos manidos”.

La depresión financiera se unía a la depresión intelectual. Esto también le sucedía a su compañera parisina Nicole Stéphane, una nieta de los Rothschild que, tras una corta carrera como actriz en París, trabajaba como productora de cine, y en cuya casa parisina Sontag se había ido poniendo cada vez más a la defensiva con el paso de los años.

“25-5-1975
… ¿De verdad quiero dedicar el resto de mi vida a proteger mi ‘trabajo’? He convertido mi vida en un taller, me administro a mí misma. Lo que me recuerda que el refugio seguro no lo será durante mucho más tiempo. (La quiebra de N., la inevitable venta de la rue de la Faisandrie). Entonces será aún más difícil cambiar nada”.

Solo con la decisión de regresar temporalmente a Nueva York, en el otoño de 1975 volvió la voluntad de disfrutar de la vida. Para Sontag, abrirse al mundo significaba contradecirlo en lugar de resistirse a él.

“4-9-75
DISFRUTE. He perdido de vista el derecho al disfrute. Placer sexual. Sentir placer al escribir y hacer del placer el criterio de lo que escribo. Soy una escritora agresiva y polémica. Escribo para apoyar lo que se ataca y para atacar lo que se celebra. Pero esto me coloca en una posición emocionalmente incómoda. No tengo ninguna esperanza secreta de convencer, pero me siento inevitablemente espantada cuando mis gustos minoritarios (mis ideas minoritarias) se convierten en gustos (e ideas) mayoritarios: entonces mi agresividad vuelve a despertar. También adopto inevitablemente una postura contraria a mi propio trabajo”.

 

¡No! 

Menos de cuatro semanas después de este aviso, Sontag se encontró frente a un enemigo de un tipo completamente diferente. Durante un examen rutinario (el primero de su vida), le descubrieron un tumor en el seno izquierdo. Clasificado en el estadio 4, el tumor ya había hecho metástasis en órganos vitales. Lo que, según se había informado Sontag, significaba que su probabilidad de supervivencia para los próximos dos años se estimaba en un 10 por ciento.

La aceptación estoica se trocó en miedo a la muerte, y de nuevo en voluntad incondicional de sobrevivir (“Alguien tiene que ser uno de ese diez por ciento”). En contra del consejo del médico que la trató inicialmente, Sontag se decidió por la solución radical de una mastectomía completa del seno izquierdo.

El 28 de octubre de 1975, mientras esperaba en una habitación del New Yorker Memorial Sloan Kettering Hospital a que la llevasen al quirófano, pidió un bolígrafo y un papel. Aún le debía a su amigo el fotógrafo Peter Hujar un prólogo para su libro de fotografías Portraits in Life and Death. Las palabras fluían rápidamente sobre el papel. (“La fotografía transforma el mundo entero en un cementerio”). Si había en aquellos años un tema que acudía fiel a su mente, era la fotografía. Un primer ensayo sobre él ya había aparecido en la New York Review of Books a finales de octubre de 1973 –tras una larga pausa– con el título On Photography. “Las fotografías”, decía en su reflexión introductoria son quizá el más misterioso de todos los objetos que conforman y configuran el medio que entendemos como ‘moderno’. Las fotografías son de hecho experiencia capturada, y la cámara es la herramienta ideal si nuestra conciencia quiere apropiarse de algo”.

Como forma distintivamente moderna de capturar la realidad, las fotografías habían devenido, según Sontag, en el medio maestro de las distorsiones y los encubrimientos dialécticos, que requerían, por tanto, una crítica clarificadora. Sobre todo, porque las fotografías transmitían, como ningún otro tipo de imagen, la idea de una imagen pura. Con la tecnología Polaroid, que estaba en el mercado desde 1972, ni siquiera había que revelarlas. Como por arte de magia, ahora se revelaban solas.

En su omnipresencia cultural, las fotografías actuaban como agentes de un positivismo fantasmal que llevaba a cabo su cegadora labor cotidiana al amparo de la presunción de registrar simplemente lo que se daba en cualquier momento. Para la crítica y fotógrafa entusiasta Sontag, este era un paso decisivo más en el contexto de la gran obnubilación destinada a unir y reunir a todo el globo en el retrato de una inmadurez gozosamente disfrutada:

“La fotografía implica que conocemos el mundo si lo aceptamos tal y como lo registra la cámara. Pero esto es lo contrario de la comprensión, que empieza por no aceptar el mundo tal y como se presenta al observador. Toda forma posible de comprensión tiene sus raíces en la capacidad de decir no”.

Adorno se habría sentido orgulloso de ella. El verdadero pensar por sí mismo comienza como la crítica: con un no. A partir de ahí, expone las contradicciones ocultas o deliberadamente disimuladas de toda forma de saber que se dé a sí misma la apariencia de una inmediatez o naturalidad sin alternativas. Por ejemplo, las fotos.

Donde prevalece la apariencia de una representatividad puramente documental, en una consideración más detenida domina la selección movida por el interés y, en consecuencia, por el poder. En lugar de limitarse a registrar lo dado, las fotografías deben su existencia a la voluntad de apropiarse y tener a propia disposición el motivo elegido mediante el “disparo”. El llamado objetivo (!) expone el mundo como una mercancía. En lugar de conceder finalmente la presencia entera de lo fijado, el acto en sí está motivado por una actitud nostálgica.

Pero el verdadero escándalo que había que esclarecer en la crítica de Sontag a la fotografía pura era también de carácter práctico: desde el punto de vista ético –las fotografías de guerra lo dejaban especialmente claro–, las fotografías representaban una intervención en la situación que se basaba en la decisión de no quedarse al margen y entrar en ella. Ello se hacía por lo común con la avergonzada esperanza de estimular aún más lo que acontecía: “A semejanza del voyeurismo sexual, es una forma de consentimiento, de acuerdo a veces silencioso, pero a menudo claramente expresado de que todo lo que está ocurriendo debe seguir ocurriendo”.

Desde un punto de vista feminista, el falo del objetivo desplegado penetraba en el sujeto elegido sin tener que tocarlo. Posiblemente, sugería la crítica Sontag, para ocultar una impotencia del todo constitutiva para actuar. A saber, para posibilitar como fotografía un posicionamiento moral independiente. Según Sontag, si había algo de lo que las fotografías eran en verdad incapaces –contra toda la suposición inmadura que determinaba el modo con que se trataban en aquella época–, era de hablar por sí mismas.

Y este vacío remitía a una incapacidad aún más fundamental, casi ontológica, para cualquier forma de plasticidad. Esta consistía en no poder nombrar y definir de forma independiente un acontecimiento captado:

“No puede haber ‘material probatorio’ –fotográfico o de otro tipo– de un acontecimiento mientras el acontecimiento no haya sido definido y caracterizado como tal. Y el material fotográfico nunca puede construir acontecimientos, o más exactamente: identificarlos; la aportación que hace la fotografía solo es efectiva después de que un acontecimiento ha sido definido”.

 

La época de la imagen del mundo 

En menos de ciento cincuenta años, las técnicas fotográficas habían inducido a pensar en un desplazamiento omnímodo en la relación cultural entre imagen y realidad, incluso en un vuelco dialéctico; con la consecuencia de que “la realidad se parece cada vez más a lo que nos muestran las cámaras. Hoy está a la orden del día que la gente intente describir alguna catástrofe […] diciendo que todo sucedió ‘como en una película’”.

Lo que no significaba otra cosa que el hecho de que la mirada vigilante y valorizadora de la cámara se había convertido en el factor determinante de la percepción moderna del mundo. Con todas las consecuencias expuestas por Sontag del mundo como mercancía, del mundo como imagen, del mundo como vacío moral; el torbellino cotidiano de lo real, la creciente desrealización del yo y del mundo en el marco de la imagen del mundo propia de la fotografía:

“Las posibilidades de la fotografía han acabado por desplatonizar nuestra comprensión de la realidad haciendo que cada vez parezca menos plausible pensar nuestra experiencia distinguiendo entre imagen y cosa, entre copia y original. Algo que se corresponde con el desdén que Platón sentía por las imágenes, que para él eran sombras; fenómenos acompañantes fugaces, incorpóreos, débiles y de valor mínimamente informativo de las cosas reales a las que deben su existencia. El poder de las imágenes fotográficas se deriva del hecho de que son realidades materiales independientes, sedimentaciones altamente informativas de lo que han transmitido, medios sumamente adecuados para dar la vuelta a la realidad; es decir, para convertir esta realidad en una sombra. Las imágenes son más reales de lo que nadie hubiera podido imaginar. Y precisamente porque son una fuente inagotable que ninguna avidez consumista descontrolada puede agotar, hay razones más que suficientes para conservarlas. Si puede haber una forma mejor de que el mundo real incluya el mundo de las imágenes, entonces no solo se requerirá una ecología de las cosas reales, sino también una ecología de las imágenes”.

Si Sontag cerró en 1966 su colección de ensayos Contra la interpretación con el llamamiento a un “erotismo del arte”, ahora llamaba, con el toque que introducía en Sobre la fotografía, a una “ecología de las imágenes”. Ambos impulsos brotaban del diagnóstico crítico de una salida distorsionada del embotamiento autogenerado. Al mismo tiempo, el paso de Sontag del “erotismo” a la “ecología” retomaba un cambio de discurso central en el pensamiento crítico-progresista de los diez años anteriores: de la inmediatez transformadora a la purificación clarificadora, de un “sí” al placer a una cultura diferente de preocupación ascética por el futuro. La crítica a la fotografía como crítica a la visión del mundo imperante en la modernidad: “Fotografiar es apropiarse del objeto fotografiado. Significa situarse en una determinada relación con el mundo que semeja conocimiento, y, por tanto, poder”.

 

Triunfo de la voluntad 

Cuando Sobre la fotografía llegó a las librerías estadounidenses en otoño de 1977, aquel tomo de ensayos se celebró como un auténtico acontecimiento, de hecho, como la fundación de una nueva disciplina. La publicación casi simultánea de un libro de relatos cortos –la mayoría escritos antes del diagnóstico–, también con buena acogida, con el título Yo etc. reforzó la impresión de un comeback cuya luminosidad, con el telón de fondo de su enfermedad, parecía una resurrección.

En lugar de confiar en los procedimientos establecidos, como le aconsejaron los médicos estadounidenses, Sontag había decidido probar una nueva forma de quimioterapia que aún no había sido autorizada en Estados Unidos, tras una intensa indagación. Solo estaba disponible en Francia.

Como trabajadora estadounidense autónoma, Sontag no contaba con un seguro médico. Los costes de su tratamiento (ciento cincuenta mil dólares de la época, equivalente a unos ochocientos mil euros en la actualidad) se sufragaron mediante donativos que sus amigos de París y Nueva York solicitaron en sus círculos particulares. Para recobrar fuerzas, Sontag viajó constantemente en el Concorde entre Nueva York y París durante los ciclos del tratamiento.

En aquella fase de máximo debilitamiento y aparente desesperanza, había encontrado una nueva voz y renovados conocimientos como escritora. Tras dos años de una terapia muy agresiva (“Me siento como en la guerra de Vietnam […] Están utilizando armas químicas conmigo. Tengo que gritar hurra”) y cuatro operaciones más, se la consideró curada. Una vez más, había demostrado cómo era posible abrir nuevos caminos utilizando la propia mente. Y, de paso, ilustró a sus contemporáneos sobre las contradicciones y los desarrollos de su presente que habían quedado postergados. Un logro nada desdeñable en el ruido blanco del año 1977.

Así que cualquiera que en Nueva York (y en otros lugares) se preguntara qué le prometía el presente cuando, tras el aterrizaje en la Luna con la misión Voyager, se envió una sonda a los confines del sistema solar, y por qué en lugar del yeyé y las arcádicas canciones folclóricas, eran ahora el hiphop y el punk rock lo que hacía temblar el hormigón y tocaba la fibra sensible de los jóvenes espíritus en sus clubes, y qué significaba el paso de Una odisea del espacio de Stanley Kubrick a La guerra de las galaxias de George Lucas, y con qué habría que contar diez años después de introducirse la calculadora de mano de Texas Instruments, cuando ya se anunciaba un ordenador personal llamado Apple II para uso doméstico general, parecía que debía esperar a escuchar de nuevo la voz clarificadora de Sontag. Por no hablar de la cuestión de qué podía prometer el término “socialismo” cuando las mentes críticas leían el Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn en lugar de la biblia de Mao. Porque sí, también entonces veía Sontag más claras las derivas de la política:

“10-12-77
Mi postura política: siempre en contra. Estoy en contra de: (1) la violencia – especialmente las guerras colonialistas y las ‘intervenciones’ imperialistas. Sobre todo, contra la tortura; 2) la discriminación sexual y racial; 3) la destrucción de la naturaleza y del paisaje (espiritual, arquitectónico) del pasado; 4) todo lo que obstaculice o censure la circulación + el transporte de personas, arte, ideas.
(Si estoy a favor de algo, es –simple y llanamente– de la descentralización del poder. Pluralidad).

En resumen, la clásica postura libertaria/conservadora/radical. Eso es todo lo que puedo ser. Y más que eso no querría ser. No me interesa ‘construir’ ninguna nueva forma de sociedad ni unirme a ningún partido. No hay ninguna razón por la que deba intentar situarme en la izquierda o en la derecha, ni por la que eso me parezca necesario. Ese no debería ser mi lenguaje”.

 

Mundos corporales 

Si la confianza de Sontag en sí misma pudo haber sido inquebrantable, eso no valía para la imagen que tenía de sí misma, sobre todo de su cuerpo y de su imagen corporal. La enfermedad le había dejado cicatrices y causado humillaciones. No se trataba principalmente del hecho de que estuviera gravemente enferma. Aunque, por supuesto, como ser moderno de carne y hueso, también había dejado antes a un lado su susceptibilidad y vulnerabilidad esenciales:

“Todo el que nace tiene dos ciudadanías, una en el reino de los sanos y otra en el de los enfermos. Y aunque todos prefiramos utilizar solo la buena fama, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado, al menos durante un tiempo, a identificarse como ciudadano de ese otro lugar”.

No, la verdadera humillación asociada a su enfermedad consistía en las interpretaciones y los modos de comunicar un diagnóstico de cáncer como si fueran necesarios –como una sentencia de muerte segura–, así como en la exigencia de responsabilidad personal ante ese diagnóstico y la tutela simultánea por parte de los médicos. Una constelación extremadamente criticable según la experiencia de Sontag, y más aún en una fase en que la “crítica” como asunto académico se ocupaba cada vez más de las condiciones de su imposibilidad, en lugar de demostrar sus posibilidades con aclaraciones puntuales del tiempo presente.

“1 o 9-3-1978
Ya no puedo obtener nada de la crítica literaria como ‘autocrítica’, de la construcción de metodologías, de la deconstrucción de textos. Una crítica referida a uno mismo. La enfermedad y sus metáforas es el intento de ‘practicar’ la crítica literaria de una forma nueva, pero con un propósito premoderno: criticar el mundo.

Además, se dirige –de nuevo– ‘contra la interpretación’. Con un tema en lugar de un texto”.

Así que su nuevo tema fue “el cáncer”. Y no la enfermedad en sí, sino las formas en que se hablaba del cáncer, cómo se trataba a los enfermos de cáncer y cómo se expresaban la esperanza y la resignación tras un diagnóstico de cáncer.

Especialmente como consecuencia del psicoanálisis, argumentaba Sontag, en el mundo occidental, y muy en particular en Estados Unidos, prevaleció una tendencia interpretativa en sí misma arcaica que “sugiere una conexión entre una enfermedad mortal y el carácter de una persona que ha sido degradada por esa enfermedad”. Cuanto más oscuras y complejas eran las causas de la enfermedad desde el punto de vista científico, con tanta más diligencia se integraba una enfermedad en ese esquema:

“La enfermedad revela deseos de los que el paciente puede no haber sido consciente. Enfermedades y pacientes se tornan objeto de desciframiento …

Que se deje de considerar la enfermedad como un castigo que corresponda a un carácter moral objetivo y la convierta en expresión del propio ser podría parecer menos moralista. Sin embargo, este punto de vista resulta ser igual o incluso más moralista y punitivo”.

La tuberculosis (de la que había muerto el padre de Sontag) había sido en su día el principal ejemplo de ello, pero cuando la tuberculosis era ya curable y sus causas estaban claramente identificadas, el cáncer tomó su relevo:

“Así, hoy en día muchos creen que el cáncer es una enfermedad de la pasión insuficiente, que aflige a quienes están sexualmente reprimidos, inhibidos y son poco espontáneos e incapaces de expresar la ira […] El cáncer [es] hoy el precio de la represión…

… Según la mitología del cáncer, generalmente es una represión persistente de la emoción lo que causa la enfermedad”.

La tendencia apuntalada por el psicoanálisis de cargar de símbolos la enfermedad también caracterizaba la reflexión biográfica de los que murieron de cáncer. Su muerte por cáncer se veía comúnmente como una consecuencia del fracaso existencial, el malogro y la represión. Ya se tratara de hombres de acción o de espíritu:

“De Napoleón, Ulysses S. Grant, Robert A. Taft y Hubert Humphrey se ha concluido que su cáncer debe entenderse como una reacción al fracaso político y a la falta de ambiciones. Los cánceres de quienes son menos fáciles de catalogar como perdedores, como Freud y Wittgenstein, han sido diagnosticados de crueles castigos impuestos por una renuncia de por vida a los impulsos”.

¿Susan Sontag, la antigua promesa de genio de toda una generación, la que parecía que iba a morir en el año 1975, no se habría incluido inevitablemente en ese linaje de incorregibles? ¿Como autora sin una obra perdurable, como mujer que amaba a las mu- jeres sin una confesión pública, como cineasta fracasada, posiblemente incluso como académica –y madre– fracasada?

 

¿Una norma? 

Publicado a finales del otoño de 1978 con el título Illness as Metaphor, el ensayo de Sontag era una poderosa deconstrucción del discurso predominante sobre el cáncer y sus efectos demasiado cotidianos en la medicina, los cuidados y hasta la política. Así como una consolidación pública más de la imagen de sí misma como resistente crítica cuya voluntad de ver las cosas con claridad no sería quebrantada por nada ni por nadie. Nada de ella había muerto. Especialmente el primigenio yo de la infancia.

En lugar de escapar de la imagen-de-premio-Nobel-Thomas Mann que había presidido toda su existencia hasta entonces hacia una nueva serenidad como superviviente, se prometió a sí misma que en adelante solo viviría con ese trasfondo de forma aún más intransigente. Todas las idiosincrasias que habían lastrado, e incluso desfigurado, el trato con sus semejantes en los cuarenta y cinco años anteriores no hicieron sino acentuarse.

La intensidad viajera de antaño también volvía a ser la norma. Ya en mayo de 1978, cuando viajaba principalmente con el poeta (y más tarde premio Nobel) Joseph Brodsky, exiliado de la Unión Soviética a Estados Unidos, se trazó un nuevo plan de cinco (o incluso cincuenta) años para su desarrollo vital:

“27-5-78
En cada época hay tres equipos [teams] de escritores. El primer equipo: los que ya son conocidos, han adquirido ‘formato’, ha llegado a ser un modelo para los contemporáneos que escriben en la misma lengua (p. e., Emil Staiger, Edmund Wilson, V. S. Pritchett). El segundo equipo: los internacionales, aquellos que llegan a ser modelo para contemporáneos de toda Europa, América, Japón, etc. (por ejemplo, Benjamin). El tercer equipo: los que llegan a ser un modelo para las generaciones venideras en muchos idiomas (p. e., Kafka). Yo pertenezco ya al primer equipo, y estoy a punto de unirme al segundo, pero solo quiero jugar en el tercero”.

Wittgenstein, Weil, Benjamin, Beckett, Adorno y Artaud. Esta liga o ninguna. Y un nuevo tema para satisfacer la ambición así reforzada también parecía estar perfilándose para el próximo verano de su vida. Un miembro del grupo coetáneo de la propia Sontag, al que había observado con especial intensidad durante décadas, le había proporcionado recientemente algunas aclaraciones muy inspiradoras sobre el tema.

“8-7-78 París
El erotismo moderno – un tema: reflexiones sobre el erotismo Foucault sobre la sexualidad …”.

Susan Sontag continuó su labor como crítica, autora y activista desde Nueva York y siguió siendo una de las intelectuales globalmente más influyentes. A finales de los años ochenta, cuando era presidenta de PEN América, Sontag conoció a la fotógrafa Annie Leibovitz, a la que permaneció unida hasta el final de su vida.

En 1992, tras numerosos intentos fallidos, publicó la novela El amante del volcán (The Volcano Lover), su obra de mayor éxito, también comercial.

En el verano de 1993, Sontag voló a la sitiada Sarajevo, en plena guerra de Yugoslavia, para representar Esperando a Godot, de Beckett, con aficionados.

En el año 2000 recibió el National Book Award por su novela En América (In America).

Susan Sontag falleció en Nueva York el 28 de diciembre de 2004 de un cáncer sanguíneo. Contra el consejo de los médicos que la trataban, se había empeñado en agotar todas las opciones terapéuticas disponibles hasta el final.

Este fragmento pertenece al libro del mismo título que, con traducción de Joaquín Chamorro Mielke, ha publicado la editorial Taurus.

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