Europa en ruinas. Relatos de testigos oculares de los años 1944 a 1948

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“Poco antes de abandonar Luanda unos amigos americanos me invitaron a un restaurante del mercado negro. Comimos fuera. Todos los comensales daban más o menos la impresión de ganarse también el sustento con el estraperlo. Me encontraba sentado de espaldas a la barandilla. Así que no había reparado en absoluto en que detrás de nosotros se habían congregado algunas personas que trataban de pescar la comida de nuestros platos. Inmediatamente la dirección del local envió afuera a un gorila que derribó de un golpe a una anciana y echó a empujones al gentío, compuesto en su mayor parte por mujeres y niños. Algunos de ellos se fueron mientras que otros se quedaron mirando fijamente y en silencio nuestra comida a una distancia prudencia”.

 

Aquí en Beirut hay refugiados tendidos en todas los escalones y uno tiene la impresión de que no levantarían la vista ni aunque sucediera un milagro en medio de la plaza; tan seguros están de que no sucederá ninguno. Se les podría decir que más allá del Líbano hay un país que los acogerá y entonces ellos reunirían sus pertenencias sin fe ninguna. Su vida es solo una ilusión, algo ficticio, una espera sin esperanza, ya no sienten ningún apego por ella; solo la vida continúa adherida a ellos como un espectro, como un animal invisible y famélico que los arrastra por las calles tiroteadas, noche y día, bajo el sol y la lluvia; respira en los niños dormidos que yacen sobre los escombros con la cabeza entre los bracitos consumidos, acurrucados como embriones en el seno materno, como si quisieran retornar a él.

 

Así pues, la guerra civil continúa causando estragos en El Salvador ya desde hace años y no se vislumbra la paz por ninguna parte. Una y otra vez parecía que el gobierno había alcanzado una victoria decisiva; sin embargo, una y otra vez los rebeldes salían de sus escondrijos y hoy en día apenas son más débiles que antes. No hay que olvidar que su jefatura contaba al principio tan solo con unos 8.000 seguidores; hoy en día sus adeptos se calculan en unos 20.000 y ello a pesar de sus considerables pérdidas.

 

Lo terrible en este lugar situado al norte de Sri Lanka no es que alguien te puede asaltar, si bien al menos no durante el día; sino la certeza de que gente de nuestra condición expuesta de repente a esta vida se hundiría en tres días. También esta vida, se intuye claramente, posee sus propias leyes; conocerlas nos llevaría años. Un vehículo con policías; de repente se dispersan, otros se quedan parados y sonríen irónicamente, les miro y no tengo ni idea de lo que está sucediendo. Cargan a cuatro muchachos y a tres muchachas en el vehículo; estos se acurrucan junto a otros que ya han sido detenidos en otro lugar, indiferentes, impenetrables. Los policías llevan cascos y ametralladoras, es decir, el poder, pero uno tiene la sensación de que no tienen ni idea. En el periódico hay una columna dedicada a los asaltos cotidianos; sucede que encuentran un cadáver desnudo y los asesinos pertenecen siempre al bando contrario. Hay barrios enteros sin una sola luz. Montañas de ladrillos, debajo los cadáveres sepultados, arriba las estrellas brillantes; lo único que allí se mueve son las ratas.

 

Crónicas del Tercer Mundo como las que podemos leer cada día durante el desayuno. Lo único es que las ubicaciones han sido falseadas. Y es que los escenarios de los que se habla no son ni Luanda ni Beirut, ni San Salvador ni Trincomalee, sino Roma y Frankfurt am Main, Berlín y Atenas. Cuarenta y cinco años justos nos separan de las circunstancias que nos hemos acostumbrado a considerar como propias de África, Asia o Latinoamérica.

 

Al final de la Segunda Guerra Mundial Europa no era solo materialmente un montón de ruinas; también su bancarrota política y moral era absoluta. Y los alemanes, los vencidos, no eran los únicos que se encontraban en una situación desesperada. Cuando Edmund Wilson llegó a Londres en julio de 1945 halló a los ingleses en un estado de depresión colectiva. La ciudad se encontraba sumida en una atmósfera que le recordó a la desolación moscovita:

 

¡Qué vacío, qué enfermo, qué absurdo se ha tornado todo de repente al finalizar la guerra! Ahora que ya no tenemos ningún enemigo que nos pueda distraer nos vemos arrojados de vuelta a nuestra miserable y humillante existencia. Como empleamos todas nuestras fuerzas en la destrucción, no pudimos construir nada en casa y ahora retornamos a un mundo en ruinas.

 

 

Nadie se atrevía a creer que aquel continente arrasado pudiera tener aún un futuro ante sí. En lo que se refería a Europa, la historia parecía haber llegado a su fin con un abrumador acto de autodestrucción que los alemanes habían urdido y llevado a cabo con obstinada energía:

 

Así es — anotaba Max Frisch en la primavera de 1946 — la hierba que crece en las casas, el diente de león en las iglesias, y de repente uno se puede imaginar cómo todo sigue creciendo, cómo una selva va cubriendo nuestras ciudades, lenta, inexorablemente, un avance desprovisto de seres humanos, un silencio de cardos y musgo, una Tierra sin historia, y entre medias el gorjeo de los pájaros, la primavera, el verano y el otoño, el aliento de los años que ya nadie lleva en cuenta….

 

Si por aquel entonces alguien hubiera profetizado a los habitantes trogloditas de Dresden o de Varsovia un futuro como el del año 1990 lo hubieran tomado por loco. Pero igualmente inimaginable les resulta su propio pasado a los contemporáneos. Los que lo vivieron hace ya mucho tiempo que lo suprimieron de su memoria y lo olvidaron, y los que han nacido después carecen tanto de la  fantasía como de los conocimientos que serían necesarios para representarse aquellos tiempos lejanos. De hecho es difícil, y según pasan los años resulta aún más difícil hacerse una idea del estado de nuestro continente al final de la Segunda Guerra Mundial. Los narradores, aparte de algunas excepciones como Böll, Primo Levi, Hans Werner Richter, Louis-Ferdinand Céline y Curzio Malaparte, capitularon ante este tema; la así llamada Trümmerliteratur apenas ha dado frutos más allá de su denominación.

 

Algunos viejos noticiarios muestran monótonas imágenes de ruinas; el sonido se compone de frases hueras; no proporcionan ninguna información sobre el estado anímico de los hombres y mujeres que caminan por aquellas ciudades arrasadas. La literatura de memorias posterior carece de credibilidad. Y ello no solo tiene que ver con la tendencia a la estilización que se da tan frecuentemente en el género autobiográfico. Tampoco se debe a que los autores tienden normalmente a la autojustificación o a la autoinculpación. Lo que más pesa es otra objeción que no apunta a la honestidad del autor, sino a su perspectiva. En la visión retrospectiva se pierde precisamente aquello que aquí nos ocupa: la contemporaneidad del observador con aquello que ve. En consecuencia, las mejores fuentes serían los testimonios oculares de los coetáneos.

 

Aquel que los estudie vivirá, sin duda alguna, una experiencia singular. Porque el signo de la época de posguerra es una ignorancia característica, un estrechamiento del horizonte que se produce de forma inevitable bajo condiciones extremas de vida. En el mejor de los casos se trata simple y llanamente de un desconocimiento del mundo que se explica fácilmente por el aislamiento sufrido durante años. John Gunther nos habla de un joven soldado de Varsovia con el que mantuvo una conversación en una tarde de verano de 1948:

 

Era muy objetivo y sensato. Sabía exactamente lo que Polonia y él mismo habían sufrido. Por el contrario, ignoraba por completo todo lo que se refería al mundo exterior. Nunca había visto a un americano. Así que quería saber si también Nueva York, al igual que Varsovia, había quedado kaputt.

 

En otros lugares se miraba a los americanos con el mismo asombro que si fueran marcianos, y todo lo que traían consigo despertaba una veneración que recuerda a los cultos cargo de la Polinesia. En general, la psicología europea de aquellos años produce actitudes como las que se pueden encontrar en el Tercer Mundo. Aquel que solo piensa en la próxima comida, aquel que se ve obligado a construirse un techo con tablones y clavos, carece habitualmente de las ganas y la energía necesarias para emanciparse y convertirse en un coetáneo bien informado. A esto se une la falta de libertad de movimientos que imperaba por aquel entonces. Millones de personas andaban errantes por el mundo, pero tan solo para salvar el pellejo. Los viajes, en el sentido convencional de la palabra, no eran posibles.

 

No obstante, el hecho de que las fuentes den tan poco de sí no solo se debe a causas externas. Durante los primeros años de posguerra salieron a la luz por todas partes las consecuencias tardías de la dictadura fascista. Esto vale sobre todo para Alemania, aunque también se puede observar en otros lugares (colaboracionistas había en todos los países ocupados). Por eso precisamente, los afectados son los peores testigos. Se atrincheran tras una amnesia colectiva. La realidad no solo es ignorada, sino simple y llanamente negada. Con una mezcla de letargo, obstinación y autocompasión, los seres humanos retroceden a una especie de segunda minoría de edad. Aquel que se da de bruces por primera vez con este síndrome se echa las manos a la cabeza; cree que tiene que ver con una forma de moral insanity. Irritada, incluso consternada reacciona la periodista americana Martha Gellhorn ante las manifestaciones de sus interlocutores alemanes cuando llega a Renania en abril de 1945:

 

Nadie es un nazi. Nadie lo ha sido jamás. Tal vez había un par de nazis en el pueblo de al lado y sí, es cierto, esa ciudad a 20 kilómetros de aquí era un verdadero nido del nacionalsocialismo. Para decir verdad, en total confianza, aquí había una gran cantidad de comunistas. Nosotros siempre tuvimos fama de ser unos rojos. ¡Oh! ¿Los judíos? Bueno, en realidad por aquí no había muchos judíos. Tal vez dos, o quizás incluso seis. Se los llevaron. Durante seis semanas tuve escondido en mi casa a un judío. Yo oculté a un judío durante ocho semanas. (Yo oculté a un judío, él ocultó a un judío, todo Cristo ha escondido a judíos). No tenemos nada en contra de los judíos; siempre nos hemos llevado bien con ellos. Los nazis son unos canallas. Estábamos hasta las narices de ese gobierno. Ay, cómo hemos sufrido. Las bombas. Hemos pasado semanas enteras en el sótano. Los americanos son bienvenidos. No les tenemos miedo; no tenemos ninguna razón para sentir miedo. No hemos hecho nada malo; no somos nazis.

 

Deberían poner música a estas palabras. Entonces los alemanes podrían cantar ese estribillo y sonaría aún mejor. Todos hablan así. Uno se pregunta cómo es posible que ese detestable gobierno nazi, al que nadie apoyaba, fuera capaz de mantener esta guerra durante cinco años y medio. Según lo que ellos nos cuentan, en Alemania ningún hombre, ninguna mujer y ningún niño vio con buenos ojos ni siquiera por un instante la guerra. Nos quedamos con una expresión de desconcierto y de desprecio en nuestros rostros y escuchamos esta historia sin benevolencia y ciertamente sin ningún respeto. Un pueblo entero que declina toda responsabilidad no constituye una visión edificante.

 

(…)

 

En general los textos de estos espectadores desprenden una sorprendente intuición. En las capitales de las potencias vencedoras estaban trabajando por aquel entonces numerosas planas mayores de políticos, economistas y sociólogos cuyo objetivo era hacer predicciones sobre la futura evolución de Europa. Es asombroso constatar que los informes de los mejores reporteros que estaban recorriendo por su cuenta y riesgo el continente y que confiaban meramente en sus ojos y oídos, superan con creces los análisis de todos esos especialistas.

 

Esto ya se hace patente en el primer reportaje de este libro. Lleva fecha de julio de 1944, así que procede de una época en la que en Washington todavía no había ni una sola persona que estuviese pensando en la Guerra Fría. En medio de un duelo de artillería en un pueblo del Adriático, Martha Gellhorn traba conversación con algunos soldados de una unidad polaca que está allí luchando contra los alemanes:

 

Los soldados se reúnen varias veces al día alrededor del vehículo en el que se encuentra la radio y escuchan todas las noticias en polaco, da igual de donde procedan. Siguen las noticias sobre la marcha rusa a través de Polonia con un interés doloroso.

 

Estos soldados tienen un largo camino a sus espaldas desde Polonia hasta aquí. Se autodenominan los Lanceros Cárpatos porque la mayoría de ellos huyó de Polonia a través de los Cárpatos. Llevan ya casi cinco años fuera de su país. Durante tres años y medio, este regimiento de caballería constituido en Siria ha luchado en el Cercano Oriente y en el Desierto Occidental.

 

El último mes de enero regresaron a través de Italia a Europa, a su propio continente, y fue el cuerpo polaco en el que ese regimiento acorazado luchaba como infantería el que finalmente conquistó en mayo Cassino. En junio comenzaron su gran ofensiva hacia el Adriático y la recompensa, Ancona, que ese regimiento había sido el primero en pisar, quedaba a nuestras espaldas.

 

Hay un largo camino de vuelta a Polonia, a los grandes Cárpatos, y van conquistando cada kilómetro del camino con la mayor valentía. Pero tal y como están las cosas ahora no saben lo que les espera en casa. Luchan contra un enemigo y luchan magníficamente. Y temen con toda su alma a un aliado que ya ha puesto los pies en su patria. Porque no creen que Rusia libere a su país tras la guerra; temen que en esa guerra les toque el papel de víctimas, tal y como le sucedió a Checoslovaquia en 1938. No podemos olvidar que, independientemente de su rango, su clase o sus circunstancias económicas, casi todos estos hombres han pasado algún tiempo o en una cárcel alemana o en una rusa. No podemos olvidar que desde hace cinco años no saben nada de sus familiares, muchos de los cuales continúan prisioneros en Rusia o en Alemania. Y no podemos olvidar que estos polacos tienen a sus espaldas tan solo 21 años de libertad nacional y un recuerdo largo y doloroso de la dominación extranjera.

 

Así pues, conversamos sobre Rusia y yo intenté convencerles de que sus temores eran infundados, porque si fuera así no habría paz en ningún lugar del mundo. Les dije que Rusia tendría que ser en la paz tan grande como lo había sido en la guerra y que el mundo tendría que honrar la heroicidad y el sufrimiento de los polacos  otorgándoles la libertad de reconstruir su patria para hacerla mejor. Les dije que no podía creer que esta guerra, que se está llevando a cabo para salvaguardar los derechos humanos, pudiera terminar con el desprecio a los derechos de los polacos. Pero yo no soy polaca; yo procedo de un país grande y libre y hablo con el optimismo de los que están seguros para siempre. Y me acordé del soldado larguirucho y simpático de 22 años que una vez me llevó en jeep y me contó con la mayor naturalidad que su padre había muerto de hambre en un campo alemán de prisioneros, que su madre y su hermana llevaban cuatro años desaparecidas en un campo de trabajo en Rusia, que su hermano estaba en paradero desconocido y que él no tenía ningún oficio porque había ingresado en el ejército con 17 años y no había tenido tiempo de aprender a hacer nada. Cuando pensé en aquel muchacho y en todos los que había conocido, todos ellos con sus terribles historias de despojamiento y desarraigo, me pareció que ningún americano tenía derecho a contarles nada a los polacos porque nosotros jamás habíamos visto ni de lejos tales sufrimientos.

 

La redacción de la revista Collier’s para la que trabajaba Martha Gellhorn se negó a publicar este relato porque las opiniones proféticas de los polacos sobre la Unión Soviética, el aliado más importante de Estados Unidos, no le encajaban.

 

No porque aspiren a una mayor objetividad, sino más bien por todo lo contrario, porque se aferran a su perspectiva radicalmente subjetiva, es por lo que los trabajos de los reporteros resultan tan reveladores, también ahí —incluso precisamente ahí— donde son injustos. Entre los costes de la inmediatez se encuentra el que uno, en lugar de “estar por encima de las cosas”, se deje contagiar por el entorno.

 

(…)

 

Cincuenta años tras la catástrofe, Europa se entiende más que nunca como un proyecto común; sin embargo, aún está muy lejos de haber llevado a cabo un análisis complejo de los “años fundacionales” después de la Segunda Guerra Mundial. El recuerdo de esa época es incompleto y provinciano, si es que no ha caído totalmente en el olvido o en la nostalgia. Y esto no solo tiene que ver con el hecho de que por aquel entonces cada uno estaba pendiente de su propia supervivencia y apenas se ocupaba de lo que estaba sucediendo a su alrededor; también está relacionado con el hecho de que no nos gusta hablar de los muertos que tenemos en los armarios. Mejor volvamos el rostro al futuro brillante del Mercado Común y a la apertura del este de Europa en lugar de pensar en esos tiempos deplorables en los que nadie hubiera dado ni un centavo por el renacimiento de nuestra península: este parece ser el consenso general. Una estrategia bastante funesta porque en retrospectiva se pone claramente de manifiesto que entre los años de 1944 a 1948, sin que los actores se dieran cuenta, se estaban sembrando las semillas no solo de los éxitos futuros, sino también de los conflictos futuros.

 

 

Este texto es un fragmento del libro Europa en ruinas. Relatos de testigos oculares de los años 1944 a 1948, traducido por Begoña Llovet Baquero, que acaba de publicar Capitán Swing Libros, a partir de la edición de 1990 de Europa in ruinen. Augenzeugenberichte aus den Jahren 1944-1948, en el que Hans Magnus Enzensberger recopila textos de Stig Dagerman, Alfred Döblin, Janet Flanner, Max Frisch, Martha Gellhorn, John Gunther, Norman Lewis, A. J. Liebling, Robert Thompson Pell y Edmund Wilson.

 

 

Hans Magnus Enzenseberger es poeta y ensayista alemán, estudió Literatura, Lenguas y Filosofía en las universidades de Erlangen, Friburgo, Hamburgo y París. Ha vivido como escritor independiente en Noruega, Italia, Estados Unidos y Cuba, y actualmente reside en Múnich. En 1965 fundó la revista Kursbuch en la editorial Suhrkamp que, hasta su desaparición en 2008, fue uno de los medios más importantes de los intelectuales europeos. También trabajó como editor de diversos libros de ensayo y poesía, y como traductor del inglés, francés, italiano, español y sueco. Se hizo famoso principalmente por sus ensayos políticos pero a lo largo de su trayectoria, también se ha dedicado al teatro y al guión radiofónico. Desde 1985, es editor de la Andere Bibliothek. Galardonado con múltiples premios nacionales e internacionales, recibió en 1963 el Premio Georg Büchner. Otros, como el Premio Ludwig Börne y el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, reconocen la obra de toda su vida. En el año 2009 le otorgaron el Premio Sonning por su contribución a la cultura europea.