Yo soy ateo, ya estoy cansado de repetirlo. Y repito también que soy un ateo que frecuenta las hospederías de los monasterios. La verdad es que, aunque parezca paradoja, soy un ateo religioso. No creo en los dioses -de ahí el ser ateo, sin más-, pero sí en la religión, entendida como una ética determinada y una serie de iluminaciones. Sólo creo, o me gustaría creer, hasta cierto punto, en los dioses paganos, ya que esos dioses no se comportaron como los los celosos dioses del monoteísmo, que se creen únicos, sino que fueron representantes de la pluralidad del mundo, y de los ideales y conductas a seguir por los humanos. Leí, en uno de los muchos textos que leo, que los japoneses no le daban importancia a los dioses pero sí a la religión. Y que no oran los japoneses; es decir, no se dirigen a un dios para hablar con él, sino que meditan. Y la meditación no es más que un ejercicio intelectual, sin abarcar lo religioso, ni siquiera lo espiritual. El fin de meditar es adiestrarse en el logro de una vida interior, que simplemente consiste en la búsqueda de la serenidad.
A pesar de mi ateísmo, no tengo problema en asistir a los oficios que se celebran en los recintos monásticos, o a los cultos protestantes. A estos últimos porque un buen amigo, culto y leído, escritor de libros, es pastor de una Iglesia Evangélica cercana a mi lugar de residencia, y a veces quedo con él en su iglesita, tan linda que parece un chalet (no le falta la piscina porque hay una a los pies de, digamos, el altar para realizar los bautizos por inmersión completa); quedo con él, digo, para hablar de asuntos literarios (nuestra unión se basa en ser ambos activos lectores y escritores), y si llego con tiempo me quedo, participando como oyente, con la Biblia en el regazo, a un culto. El otro día escuché la predicación desarrollada, durante más de una hora, por un joven y apuesto pastor hispanoamericano, coadjutor, si se puede llamar así, de mi amigo, quien glosó las genealogías bíblicas expuestas en Génesis, en Rut y en Mateo. A los treinta minutos yo ya me sentía un poco como una ostra, preguntándome qué sentido tenía ahondar en ese tema para aleccionar religiosamente a la membresía reunida. Al terminar dirigí a mi amigo ese interrogante. Él me respondió que esas genealogías eran el plan divino para llegar al establecimiento del papel redentor de Jesucristo. Ahí estaba el rey David, figura clave.
Al llegar a casa, puse un wasap a una pastora que también conozco (qué bien que la «jerarquía» protestante admita a las mujeres), contándole mi reciente asistencia a la iglesia evangélica, confesándole que esa predicación del gallardo pastor sudamericano me había resultado un tanto fatigosa. Ella me respondió que tenía razón y me recomendó la lectura del libro de un católico convertido al protestantismo, Brennan Manning, autor de El Evangelio de los Andrajosos. Yo deduje que cada iglesia evangélica tiene sus propios énfasis. Cada una se orienta a una tendencia. En la iglesia de mi amigo estiman mucho la predicación expositiva, y se dedica el debido tiempo para hacer justicia a un texto y colocarlo en su contexto. Es cierto. Yo supongo que la pastora optará por un método más popular. Ella habita en un entorno populoso, de gran ciudad. Habría que ver el barrio donde vive y el nivel socio-cultural de su gente. Tengo la impresión de que en la iglesia de mi amigo hay un buen nivel intelectivo. Ellos leen la traducción Reina-Valera de la Biblia, y creo que la membresía (así es como los protestantes llaman a la feligresía) de la pastora, lee otra versión más asequible. Yo manejo la translación de esos ex-monjes jerónimos, pareciéndome cómoda de asumir.
El gentil pastor latinoamericano citó, al completo, esas genealogías que a Cristo llevan y que ya he mencionado más arriba. En el Libro de Rut, 4, 18, 22, la genealogía llega hasta David. En el evangelio de Mateo, 1, 1, 16, llega hasta José, «marido de María, de la cual nació Jesús, llamado el Cristo.» Jesús desciende por adopción, no por sangre, pues José no fue su padre verdadero. De ahí, pater putativus, «padre postizo», o supuesto, que deriva en el hipocorístico Pepe=José.
El tema de la referida predicación es muy interesante, desde muchos puntos de vista: histórico, geográfico, lingüístico y por supuesto religioso. Desde mi incredulidad, que sea predicación me agobia un tanto. Dada como una conferencia en tono literario, me resultaría interesantísima y muy amena.
Ya en la cama, antes de dormir, agarro el móvil y pincho la aplicación del diario El País. En la sección «El País Semanal», antiguo dominical, se publica una entrevista con Juan Antonio González Iglesias, donde el catedrático de Filología Clásica de la Universidad de Salamanca, y además muy buen poeta, declara: «Yo creo en la inmortalidad y en la resurrección. Soy un cristiano cultural. No voy a misa. Aunque el Miércoles de Ceniza me gusta que me pongan un poco en la frente y me recuerden que soy mortal.»
Parece que éste es de los míos. Y pienso que hasta Richad Dawkins puede que haya acabado, o acabe, diciendo lo mismo.