Lo prometido es deuda interna y hoy toca aclarar cuál fue aquella lección merineriana que tan bien me vino en la época en que me decidí a perpetrar una novela negra, en mi recogido sitio de Tirso de Molina.
Esta lección es que la novela negra, por muy negra, negrísima, abisalmente oscura, la madre de los agujeros negros de la galaxia, la negritud tiznada de brea, las partes pudendas del más negro grillo que sea, tiene que ser, ante todo, gozosa.
Y esto que parece (y es) tan fácil de entender y tan de sentido común, esto precisamente, es lo que a los autores de novela negra se nos olvida con frecuente, fatal, empecinada y lastimosa frecuencia.
Y todo porque, ingenuamente (y otros adverbios menos piadosos acabados en “mente”) aceptamos que, como el color del género es “negro” (aunque los Iniciados ya sabemos que en realidad el color es accidental y que en Italia, por ejemplo, es amarillo), pues hay que apretar los dientes, ponerse lúgubre, poner cara de tristón y, hala, a larga prosa sustantiva y afectada.
Sobre todo, afectada.
A la novela negra española le afea el ceño fruncido, pero más la afectación.
Estas desgracias (que lo son) narrativas nunca le acontecieron al maestro matador don Carlos Pérez Merinero. Porque este señor, en lo que a novela negra se refiere, tenía el don (el del trabajo diario también: era su oficio) de no escribir nada que no fuera gozoso ni que fuera afectado.
Ahí queda eso.
Y va por ustedes.
Novela negra huyendo de la afectación