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Mientras tantoExperiencias fundantes (5)

Experiencias fundantes (5)


 

Nota.- El capítulo anterior de Experiencias fundantes llevaba por título Conversando, sin prisa, sobre el tiempo y la vida, acudiendo al pasado vivido y a la, siempre compleja, existencia acaecida en el presente. Hoy la continuación, en fronterad, dilucida sobre el progreso, sus ventajas e inconvenientes, sus peligros, en el pensamiento de Aldo, como asimismo la civilización, la cultura, entendida como la imposición de unos hábitos que benefician al poder, ejercido en los grandes ámbitos poblacionales, siendo los más importantes el Estado y las religiones, actuando, mayormente, con sus perversas maniobras ladinas. Aldo reniega de la civilización, pero inevitablemente, como todos, también cae en ella, consumiéndola por el vino que le gusta, por el tabaco y por las drogas, que también probó largamente. Su educación es, palpablemente, occidental, sin poder evitarlo.
Claustro del monasterio cisterciense de Santa María de Huerta, en el pueblo del mismo nombre, Soria

PROGRESO Y CIVILIZACIÓN

Aldo, como a muchos otros de parecido temperamento (heterodoxos, rebeldes, amantes de la disidente aventura del arte), siempre gustó del progreso, al tiempo que ha renegado de la civilización y de su término asociado, la cultura, entendida como los hábitos, más bien las rutinas, de un extenso ámbito poblacional. Siempre pensó que el progreso, por sí, es muy útil e inofensivo; sin embargo, al entregarse a la civilización, puede optar, fácilmente, por recular y volverse maléfico. Aldo aceptaba el beneficio que el progreso proporciona por lo que tiene de simplificador, contribuyendo con disponibilidad en la realización de las tareas cotidianas. Llegó un momento en el que Aldo ya no escribía nada a mano, salvo –quizá por mantener un “capricho” al que no quiso renunciar- cuando hacía la lista de la compra, pues todo lo demás (sus apuntes, las escogidas citas que compilaba, otras abigarradas anotaciones e incluso sus escritos) lo redactaba directamente en el bloc de notas de su teléfono móvil, aunque sus textos literarios y periodísticos acababa pasándolos al ordenador, reunidos en completo orden.  Desde que ingresó en la abadía, teóricamente cumplía, como los demás monjes, con un aparente voto de pobreza; solamente aparente, pues Aldo era propietario de una casa y atesoraba unos cuantos miles de euros en su cuenta bancaria. El abad, en verdad, no le exigía más que la media paga de su pensión. Con hijos y con nietos, él pensaba que era de rigor que ellos heredaran de su padre y de su abuelo. La propiedad puede ser un robo, como profiere un eslogan que acuñó el anarquista Proudhon, ¡quién lo sabe!, pero la herencia, con certeza, no. Su coche, que era suyo al entrar a formar parte de la comunidad de cistercienses, desde el primer momento perteneció a la colectividad. Y cuando le tocaba el turno de ir a comprar al Mercadona más próximo, cogía su antiguo cochecito y al llegar al supermercado encargaba el género mirando la tira de papel autógrafa.

El progreso automatiza el bienestar, constituyéndose en una gran ventaja. Antes de instalarse en la abadía, como antes se ha contado, Aldo recibía, en invierno, un agradabilísimo calor de una estufa de leños. Cuando había silencio en el salón de su casa, en los raros momentos en que no sonaba la música, esa música clásica a la que Aldo era tan aficionado, cundiendo el fuego vivo, el arder de los leños se escuchaba como un aliento, casi una voluptuosa respiración. Pero los años no pasan en balde, y el transportar leños, ordenarlos desde el gran montón que el camión dejaba, limpiar por la mañana con el rascador llenando todo un cubo de ceniza, eso a Aldo le iba pesando, decidiendo, al cabo, sustituir su entrañable y pionera estufa por otra de pellets, muchísimo más cómoda; de una comodidad tal que sólo había que pulsar un botoncito para encenderla, y recoger la ceniza con un pequeño aspirador vaciándola sin esfuerzo en el cubo de la basura. El combustible de la estufa de pellets no son esos leños pesados e irregulares, sino unas virutillas procedentes de las limpiezas forestales e industrias madereras; es madera prensada que ocupa escaso espacio, pesa poco y es de muy fácil manejo.

Claro, el progreso es un arma de doble filo. Aldo vio por una plataforma de televisión un documental, producido por el diario El País, con motivo del último aniversario de la larga guerra iniciada por Rusia contra el país de Ucrania, y la película, sobre todo, exhibía imágenes testimoniales donde los soldados ucranios referían su experiencia bélica, su devenir en el inesperado acontecimiento, lejos de sus casas, ellos que no eran militares, sino reclutados circunstancialmente. Todas las secuencias mostraban a esos soldados comunicándose con sus familias en video-llamadas a través de los teléfonos móviles: un magnífico ejemplo del progreso brindando la posibilidad de acercar el calor familiar a los combatientes en escenas cariñosas, simpáticas, viéndose a los hijos pequeños saludando, moviendo afectuosamente sus manitas, los esposos gesticulando, remedando los besos que no pueden consumar en persona. Pero por otro lado, un simple ordenador portátil, que tan útil le resultaba a Aldo para archivar sus escritos, actualizando espléndidamente, hogaño, esa máquina de escribir que resultaba, antaño, el adorado nervio activo de la literatura, sirve asimismo para efectuar los temibles ciberataques que son capaces de perpetrar atroces acciones de destrucción. Y estas terribles actividades se ofrecen por entero a la civilización que las ha gestado. Por no hablar de los drones, esos avioncitos de juguete (¿?), en apariencia inocuos, tan mortíferos con el buen tino del que están dotados para dar en el blanco y destrozarlo.

En el fondo, todo individuo, sin poder evitar hallarse inserto en ella, va en contra de su civilización determinada. A nuestro Aldo, por conocerla bien, le producía hastío; lo que hacía que pudiese admirar, hasta cierto punto, por novedosas, a civilizaciones lejanas e ignoradas. Para Aldo, y para cualquiera, lo más importante, lo crucial, era aquello de lo que se aprovecha uno mismo. ¿Para qué se quiere un colchón? Pues para que sea bueno, sea cómodo y se disfrute egoístamente. Y así con todo, queriendo que el progreso revierta, sobre todo, “en mí”. Sigmund Freud afirma categóricamente que “cada individuo es virtualmente un enemigo de la civilización…”, desgranando con justeza la explicación: “…, a pesar de tener que reconocer su general interés humano. Se da, en efecto, el hecho singular de que los hombres, no obstante, al serles imposible existir en el aislamiento, sienten como un peso intolerable los sacrificios que la civilización les impone para hacer posible la vida en común.”

Aldo lo tuvo muy claro: civilización es imposición, normas, mientras que lo particular, lo individual, deviene libertad, espontaneidad. Aldo, de niño, detestaba salir los domingos de paseo, por las tardes, con sus padres y hermanos porque su madre lo vestía muy arregladito, con ropas muy claras, y encima le obligaba a lucir un tupé, modelado desde el flequillo, y cargado de laca, cuando él prefería sus holgados cotidianos atuendos. De adolescente, su padre se mosqueaba con él al ver que a la ceremonia y al banquete de una boda familiar acudía con un jersey grandón y un satchel caqui, donado por un amigo mayor al que se lo habían dado en la mili, a la que fue voluntario. Y Elvira (una de las Elvira, cualquiera, qué más da) le reprochaba, si bien cariñosamente, que se vestía igual para regar el jardín que para la presentación de alguno de sus libros.

Vestir correcto se estatuye como un imperativo de la civilización, un dogma, de los muchos que detenta. Muchos no se rebelan, siendo para ellos los dictámenes a que obliga la civilización un consolador asidero. Para éstos, la ausencia de egoísmo, de lícita vanidad, deriva en ese orgullo de pertenecer a esa decidida civilización, y que todas las civilizaciones proclaman. Freud lo ejemplifica de maravilla: “Cayo es un mísero plebeyo agobiado por los tributos y las prestaciones personales, pero es también un romano, y participa como tal en la magna empresa de dominar a otras naciones e imponerles leyes.”

Erróneamente suponemos que la civilización se atiene a una evolución social que surge sola, de una manera, digamos, orgánicamente sagrada. Y no es así. La civilización la han generado una camarilla de hombres deseosos de alcanzar el poder para influir en el individuo, obtener ganancias gracias a esta influencia, impidiendo que los individuos realicen sus instintos; los instintos del individuo son los paradigmas de su total libertad para moverse en este mundo, cumpliéndolos a su entera satisfacción. La civilización impone las costumbres a las que se han de someter los individuos para adocenarlos. El individuo, consecuentemente, la teme, ya que la civilización le oprime, pero al mismo tiempo, debido al gran diseño que esa civilización ha planteado, se siente protegido por ella. La civilización se expande en grandes territorios, Oriente, Occidente, básicamente, con características señeras y globales en cada ámbito específico. Los dos grandes recursos opresivos de la civilización son, fundamentalmente, la nación y Dios.

Ejemplifíquese esa aserción con los Estados Unidos de América, en donde todos (o casi todos) sus habitantes son nacionalistas y creyentes. Aunque hay que establecer una diferencia entre la nación y el Estado; EEUU es una reunión de estados, de ahí su nombre; sirva esto también para Alemania. Un colega amigo de Aldo, un ensayista, autor muy activista, Eduardo Soto, escribe que “para la mayoría la nación es algo más emocional, una categoría del comportamiento, un estado particular de conciencia que te diferencia de los ‘otros’.” De forma que el Estado no deja de ser un ente puramente burocrático, administrativo, mientras que la nación está expuesta a las críticas por ostentar una conducta temperamental. Por eso los estadounidenses sienten los Estados Unidos como una nación, y los alemanes sienten su República Federal igualmente como una nación.

Hay otras pequeñas civilizaciones, por así decir, como son la familia, el entorno laboral, la toponimia derivando a un inamovible gentilicio, ahormados en una sociedad particular. Todos estos factores también plantean inconvenientes al ideal de libertad de la individualidad y son ajenos a la convivencia sexual entre dos personas. En la relación entre Aldo y Elvira (¿la que se mató en la carretera?, ¿la que sufrió una neumonía fatal?, ¿la que quedó sepultada bajo un alud?), considerando la primacía otorgada por cada uno, Aldo portaba el rol de la sexualidad y Elvira el de la cultura, es decir, un rol social que primaba en la convivencia entre ambos. Aldo se decantaba por contentarse pasando la completa jornada juntos en el hogar, solos en sus paseos, en sus caminatas, en sus viajes, salvo en las horas inexcusables del trabajo. Ambos tenían familia, que para Aldo era un “conjunto de ascendientes, descendientes, colaterales y afines de un linaje” (RAE) que, teniendo importancia, no formaba parte esencial de su destino. Su destino era estar con Elvira, si bien admitía conceder que con la familia y los amigos se podía compartir un poquito de tiempo, pero sin establecer un flanco vital ineludible. Para Elvira era justo lo contrario: esos contactos familiares, laborales y amistosos era algo absolutamente necesario. Y para Elvira, lo anterior, viajar sola y con su gente, lo entendía como perfectamente compatible con la unión sexual de la pareja, lo que, por el contrario, Aldo no asumía bien. Por eso su convivencia devino pronto un completo fracaso. Para los romanos, a los que no casaba nadie (existía una pronuba, una matrona de testigo), un matrimonio, llamado a establecer una sociedad perpetua e íntima, únicamente se consideraba válido si contaba con estos dos solos requisitos: convivencia y affectio maritalis. La ya esposa le prometía al marido: ubi tu Gaius, ego Gaia. Una fórmula, vista hoy, antifeminista sin ninguna duda.

Aldo satisfizo su individualidad durante un tiempo, que no fue corto, con la droga. Una droga tan sólo, porque al tabaco (y fue fumador durante varias décadas; al ingresar de hermano lego lo había dejado) no lo consideraba droga; precisamente lo tenía como una sustancia compulsiva, que no producía ningún efecto provechoso, notorio, y que, además, estaba precisamente impuesto por la civilización. El vino sí podía emborrachar, y otros alcoholes, como toda esa clase de aguardientes tan consumidos, todavía mucho más. Pero el alcohol también es un producto de la civilización. El vino es lo que siempre a Aldo más  gustó. A él y, al parecer, a la comunidad de monjes, pues siempre hay vino en las comidas, tinto, como la sangre de Cristo. Si Aldo sólo consumía vino, no se embriagaba por mucho que bebiese. El hachís ya no está tan aceptado, aunque cada día iba ganando terreno en una aceptación social, no sólo por su virtud farmacológica, sino también por su carácter recreativo, apto, por lo visto, para ser partícipe de varias terapias.

El hachís lo probó muy pronto, y, en los últimos tiempos de su adicción, también fumaba marihuana, que empezó a circular sobrepasando al hachís. Incluso llegó a plantar unos tiestos en su jardín, adorando, al fructificar, los hermosos cogollos que tenía mitificados. Al principio la ingesta de hachís le iluminaba y el colocarse lo tomaba como el estado natural en el que había, en todo momento, que permanecer. Se follaba muy bien con el hachís, es cierto. Y Aldo escribía, gozando mucho al escribir bajo el efecto de esta embriaguez. Lo que ocurría es que al día siguiente, al releer lo que había escrito, aquello ya no le complacía tanto. Con el tiempo, los dos joints de marihuana que fumaba al final del día ya no le colocaban, sino que sólo le atufaban. Y dejó el vicio sin problemas. Las drogas (Aldo diría que como todo) son maravillosas en sus comienzos. El desencanto posterior, impepinable, siempre surge.

El hachís acercó, de algún modo, a Aldo a la espiritualidad, sin bien de una manera espuriamente sentida. Esa velocidad del pensamiento y ese despliegue sensitivo activado por el hachís, Aldo lo confundió con el dinámico diálogo interior que propicia lo espiritual. Dinámico o estático, según se mire. Le interesó la meditación y se hizo con un método. Pero la repetición mental de la palabra “maranatá” no le aportó gran cosa. Siempre le dio pereza ponerse a meditar cada mañana. Prefería cavilar en sus proyectos, en sus escritos, ensoñar en sus enamoramientos, pudiéndose deducir que su actividad preferida era el pensamiento, impulsar las palabras, las frases, las cláusulas, las expresiones construidas lo mejor posible con el fin de deslizarse gratamente en el transcurrir de su tiempo. Pensando. Asimismo intentó cultivar el llamado método Bates, apellido de su fundador, de nombre William. Aunque concebido sólo para mejorar la vista, incorporaba algunas técnicas de relajación, de alimentación saludable, de ingesta de agua, etc., que a Aldo empezaron a atraerle. Incluso, sin tener aún problemas en la vista, como adquirió posteriormente de modo natural, se hizo con unas gafas reticulares que, al parecer, hacían precisa, de materia notoria, la visión. Ese interior de la armadura molaba mucho. Otorgaba a las gafas una textura extravagante. Pronto abandonó ese método Bates y esas gafas reticulares sin lentes, regalándoselas a unos niñitos caprichosos, vecinitos suyos.

Otra droga que probó Aldo, durante muy poco tiempo, fue una dosis exagerada de cápsulas que dispensaban en las farmacias sin receta, como otros muchos medicamentos que, para conseguirlos hoy, sí se precisa receta médica. Aguantó las subidas dosis por ser muy jovencito. Este medicamento consistía en unas cápsulas cuyo objeto era adelgazar. Contenían, por supuesto, anfetamina “por un tubo”. Este compuesto lo vendían con el nombre de Still 2, y sobre todo lo adquirían las mujeres, especialmente amas de casa que se notaban un poco fondonas. Ingiriendo estas cápsulas, comían poco y, por el efecto de la anfetamina, realizaban con mucha energía las tareas del hogar, además de darle con exceso a la sin hueso en sus encuentros con las vecinas. Los efectos de estas sustancias farmacológicas son muy poderosos, automáticos, inmediatos. El padre de Aldo estuvo intensamente habituado durante un tiempo a unos analgésicos que se llamaban Optalidón, que, según el prospecto, simplemente servían para aliviar dolores leves. Se solían tomar de dos en dos. El padre de Aldo tomaba dos dobles dosis al día, por la mañana y a la tarde, porque le dolía la cabeza. Él rechazaba, de un modo tajante, lo de drogarse, pero se drogaba con estos optalidones. ¿Por qué? Estas grajeas las retiraron del mercado porque su composición contenía un barbitúrico que generaba adicción. Por lo tanto, el padre de Aldo sentía esos dolores de cabeza que realmente el medicamento generaba para justificar su toma. Sin embargo, otra señora, consciente de la droga del Optalidón, y deseando, consciente, sus efectos, sonriente exclamaba: “¡Te pones un supositorio de Optalidón por el culo y al momento te sientes como Dios!”

Aldo y sus amigos organizaban quedadas para ingerir el estimulante Still 2 . Al cabo del tiempo, refirió en un poema la experiencia; poema que no necesita de comentarios adicionales para informar del proceso, ya que, por sí solo, los explica muy certeramente. El primer verso alude con certeza a qué droga era adicto Aldo en el momento de redactar el poema: a esa “piedra que se corta con navaja”, como dice otro verso de otro poema suyo:

El polen que caliento
me sirve ahora para recordar
cuando probaba aquellas cápsulas
sin ninguna adicción;
ya era adicto al tabaco
aunque bien es verdad que pude retirarme
en varias ocasiones
un mes o más de él sin dar siquiera
una calada; era muy joven,
no jovencísimo pero bastante joven.
Con ayuda de un vaso me metía en el cuerpo
cinco o seis de ellas,
y a veces 7 u 8.
El efecto inmediato se mostraba
al irme caldeando por entero,
muy suavemente fuera y también dentro
de mí, hasta erguirme sobre la hierba
o desde mi sillón con un espíritu flotante
que abarcaba las bien apetecidas sensaciones
y duraba lo que un insomnio
razonable, un pelín desmesurado,
indoloro, sincero en espejismos
y un estado de charla sazonada.
Casi siempre sonaba Janis Joplin.
Lo que llamábamos bajón se pasaba cumpliendo
con muchas ganas de beber, bebiendo,
siempre insomnes pero ahora
en brazos de un cansancio sin nombre,
de no sabíamos qué índole,
inidentificable,
y levantarnos de la colchoneta
e ir a orinar muy a menudo.
Ausentes del catálogo de los que aún siguen vivos,
en buena fe ya entraba la luz por los resquicios
de puertas y ventanas
y yo inmóvil, perdido, sereno, alucinaba
viendo en el muro, hormigueante
por el amanecer, a aquel espectro inmóvil
que fue un presentimiento fabuloso.

Siempre Aldo fue arreligioso, Incluso ahora, siendo miembro de una comunidad religiosa. De niño, lo primero que destacó en él fue la sexualidad. Bastante antes de expulsar semen ya se masturbaba. La religión quedaba en un segundo plano, pero, claro, Aldo vivió su infancia en una época en que la religión era difícil de eludir. Sus padres no iban a misa, pero obligaban a ir a sus hijos el domingo a la iglesia. Por supuesto que estaba bautizado e hizo la primera comunión ataviado con una bonita guerrera de almirante de marina. En el colegio lo confirmaron. Bajo este obligatorio ambiente de nacional-catolicismo, Aldo se recitaba por la noche, tramitadas no más que como tiesas fórmulas, tres oraciones para sus adentros, considerándolo preceptivo, inexcusable, para evitar ir al infierno por el solo hecho inofensivo de masturbarse y no decírselo al cura. Acudía a un colegio de frailes, pues sus padres no vieron adecuado que fuera a una escuela pública, ya que esos centros de enseñanza no privados, no religiosos, estaban totalmente desatendidos por el régimen de la Dictadura. Se veía forzado a confesar, y a comulgar en la capilla ante sus compañeros y los frailes. Comulgaba en sacrilegio, ya que le avergonzaba desembuchar ante el cura sobón su pecado onanista. Y esta vergüenza lo marcó y le duró toda la vida.

El problema es que a un niño –sucede incluso en las democracias- se le inculca enseguida el precepto religioso mientras que le es negado a instruirse sobre su sexualidad. Sigmund Freud da una completa información: “Se imbuyen al niño doctrinas religiosas en una época en que ni pueden interesarle ni posee capacidad suficiente para comprender su alcance. Los dos puntos capitales del programa pedagógico actual son el retraso de la evolución sexual y el adelanto de la influencia religiosa.” Aldo nunca se ha peleado con Dios. Cree en él, o cree que puede existir, pero sostiene firmemente que Dios es, antes que nada, un misterio. El cineasta Luis Buñuel, de quien es un apotegma muy gracioso: “Soy ateo, gracias a Dios”,  pensaba, como Aldo, que Dios puede que exista, pero que, visto lo visto, es como si no existiese.

Aldo, enemigo de la idea de civilización, se sintió, sin embargo atraído, y desde muy temprano, por la civilización religiosa. Posiblemente por la contradicción que la religión encarna en su concepto activo. Le gustaba adentrarse en la penumbra de los pequeños templos de la ciudad levítica donde residía, a la vez que abominaba del Vaticano y de lo estrafalarias que le resultaban las vestiduras talares de los gerifaltes de la curias eclesiásticas. Perdió la cuenta de las biografías de Cristo, ortodoxas y heterodoxas, que había leído. Y la Biblia la leyó, entera, un par de veces, lo que muchos párrocos, estaba seguro, no han hecho. La religión, para él, era una ilusión, una vía hipotética. Y así como muchos hombres se sienten protegidos por su civilización, otros, movidos por parejo sentimiento, sienten en su fe religiosa un gran consuelo. Para Aldo, lo indiscutible, lo real, era la razón, es decir, la ciencia, sostén de todo el Universo. Dios, volviendo a Freud, es una “vaga abstracción” gestada por teólogos y filósofos, que viene a ser “una sombra inexistente y no la poderosa personalidad del dogma religioso.” Un misterio, en definitiva. Aldo, con su hábito de hermano lego, lector de piadosa jaculatorias, se mantenía ceñido a su particular creencia.

La comunidad cisterciense, donde Aldo insería su existencia, a pesar de depender de la civilización católica, es, sin embargo, una institución en la que su carácter manifiesta individualidad, ya que sus integrantes se dedican a espiritualizarse cada uno alabando a Dios, sin más, dando provecho al mundo con sus oraciones pero sin realizar apostolado, lo que equivaldría a ostentar tendencias propias de la civilización. Porque ahora se han instaurado hospederías en los conventos para quien, de fuera,  quiera hospedarse, pero, de no ser así, los oficios los cumplirían los monjes ellos solos, sin público, como mucho oficiando misa los domingos para la gente.  Estas órdenes contemplativas actúan de una manera muy distinta a cómo se comporta la jerarquía, con sus ladinos manejos, desde los párrocos a los cardenales, o la canallesca congregación de los jesuitas, u otras por el estilo, sobrecargadas de poder y de una inmensa capacidad de influencia. En su cometido de alcanzar la más acendrada espiritualidad, deben tomar las debidas distancias con el mundo, la carne y el demonio. Justas distancias, no más, porque ellos también son parte del mundo e, irremediablemente, por mucha espiritualidad a la que aspiren, son carne. En cuanto al demonio, hay que tratarlo, y esquivarlo, como a una persona. Ellos saben que no es una divinidad maligna. Y ha tenido a veces trato cortés con Dios, como muestra, inequívocamente, Job, el libro bíblico. Aldo sabía que algunos teólogos afirman que el ángel Luzbel se rebeló no para alcanzar poder, sino celoso por la preponderancia que Dios iba a dar al hombre, creado con simple barro y no con llama y luz como los ángeles. Y Víctor Hugo, en una de sus obras literarias, llegó a escribir que cuando llegue la parusía, ese tiempo final en el que el mundo será, gloriosamente, la Jerusalén celestial –con los que han muerto ya resucitados-, el Diablo dejará de ser malo, el infierno se extinguirá y él, reconciliándose con Dios, como todos, Lo adorará durante toda la Santa Eternidad.

(continuará)

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