Home Arpa Flores de papel. Tres mujeres saharauis

Flores de papel. Tres mujeres saharauis

Capítulo 10. Aisha

Dejas a la mamma mirándote desde el cristal, llorando. Tu papá la consuela. Te suben a un avión enorme, lleno de caras ajenas. Tranquila, figlia, pronto iré a verte. Te invade la pena y empiezas a llorar, nadie te va a entender. Salam aleikum! Recoges tus maletas en una cinta que funciona gracias al sudor de unos hombres flacos. De golpe, cuatro mujeres envueltas en telas te aprietan y besan. Merhba, merhba!

Más manos te toquetean entre gente desconocida, mujeres con melfas, gordas y brutas, señores con turbantes, miradas extrañas y sonrisas amables. Qué piel más tostada. ¿Este calor es normal? Yalah! Cielo azul perfecto. Silencio absoluto. No existe el asfalto. Te mareas cada vez que el coche cruza una duna. La luz del sol te escuece en los ojos y parece que las casas de adobe se van a derretir. Ves una melfa conocida, te abre los brazos desde lejos y vas corriendo a su regazo, metes la cabeza en sus entrañas. Su olor, su olor, por fin en casa. Salam aleikum, minti!

Más brazos extraños y un plato en el centro, sonrisas con kohl en noche de fiesta.

Comida con las manos, muchas manos que la tocan, cordero sobre migas amarillas. No, no quiero más. Un bol con leche de camella. Arrugas la nariz y cierras los ojos. Venga, bebe, estás delgadita. Más besos, muchos besos. Más manos te golpean bruscamente la espalda, ¡Vaya forma de expresar cariño! Abrumada, la familia es demasiado grande. Hablan rápido, gritan, discuten y tú solo sonríes. De pronto el silencio, con tu madre y a oscuras. Leila saida, habibti, wanni bik, no me creo tenerte de vuelta. Esas palabras te atraviesan el pecho, con esa voz que calma tu corazón.

Volviste a sentir su calor y te aferraste a él para siempre. Tenías once años.

Te despierta la llamada al rezo, Alahu akbar! Un viejo candil vence a la oscuridad de la noche. Te vistes con tu ropa italiana. Las garrafas sustituyen a los grifos. Te lavas la cara con agua en un cuenco de acero que ha calentado tu madre sobre el carbón. Te seca las manos con un extremo de su melfa. En la wilaya, las calles son de polvo y arena, cuando el sol las baña brillan doradas, es una farola gigante que no puedes tapar con tus dedos. Jaimas aquí y allá, millares. Apenas hay coches. Al norte, los corrales forman un campamento intendente, cuentas las cabras y les pones su comida, una comida asquerosa compuesta por agua, harina, cartón y los restos del almuerzo, el olor te desagrada. De vuelta a la jaima, frotas los pies contra la arena para limpiarte de los zapatos las caquitas del ganado. No hay prisa. Vasitos de té y charla. Tranquilidad, calma, paz y humo de incienso.

No te costó volver a acostumbrarte a dormir en el suelo, solo una fina alfombra te separaba de la infinita cama de arena. Tu madre te arropaba antes de acostarse a tu lado. La tenías siempre cerca, muy cerca. Ni de noche te perdía de vista. Mirabas su regazo con celos, ahora era para la más pequeña y no te atrevías a pedírselo. Pero no importaba, ya nunca estabas sola, agradecías la falta de espacio para no tener que pensar. Apreciabas su forma de vivir, la soledad ni se nombraba, con cuatro puertas que tiene la jaima, una orientada a cada punto cardinal para dar la bienvenida a cualquier huésped. Sin prisas y sin anhelos. Te sentías libre en un presente lleno de luz, incluso en la noche: o te bañaba la luna o te acunaba un manto de estrellas.

Salam aleikum, Aleikum bi salam. Caminas entre las jaimas, notas el dulce olor del té, el sonido de su ritual y la sonrisa de cada extraño que te cruzas. Salam aleikum, Aleikum bi salam. Los niños te miran, unos te dicen nisrania, pero tu madre los fulmina con la mirada, tú no eres cristiana, eres tan saharaui como ellos; otros se acercan a saludarte, quieren jugar contigo. Ahora no, Aisha, tu tía está deseando verte, no vino a recogerte porque está enorme. Tu madre dibuja una panza de embarazada con su mano. Todas las casas y jaimas son iguales, unos ojos destacan entre la sombra de las telas, parece que se las pueda llevar el viento, pero nada altera su calma, su espera. Chkifkom? Labas, labas hamdoulilah. ¿Chkif la familia? Hamdoulilah. Mamti, ¿quién era? Batla, nuestra tía abuela, la de la camella blanca.

Escuchas unos gritos al final de vuestra ruta, vienen de una jaima grande un poco más adelante. Merhba, merhba, merhba! Cuando pasas dentro, el sudor te golpea en la cara. Entran y salen mujeres frenéticas, la única que no se mueve es tu tía, que está tumbada sobre una estera de esparto, despeinada y con la cara mojada, con la tripa a punto de explotar. Acostada, parece un balón y no se le ve la cara. Llora, grita, se arruga la cara y vuelve a estirarla. Yalali!, pide socorro. ¡Voy a morir!, grita. Yalali! ¡Te has adelantado una semana!

Tu madre se agacha y le acaricia la cara. Tranquila hermana, ya estoy aquí. Las demás la rodean de pie y le cantan sermones. Alahu akbar, llevan las manos al cielo. Parece que bailan una danza de súplica, y solo se distinguen los colores de sus melfas. Mamti, ummi, ¿qué pasa? Quieres que llame al médico. Le hablas bajito. En estas condiciones no puede verla un hombre. Escondes la cabeza detrás de su espalda al abrir tu tía las piernas. Tu madre da órdenes. Vale, cariño, ya es hora. ¿Estás lista? Vamos, empuja, yalah, empuja, yalah. Yalah, queda poco. Rezan sin parar, como un casete en bucle. Quieres rezar tú también, pero no sabes qué palabras extrañas decir.

Tu madre tiene mucha paciencia, el ritual se alarga y ella siempre está dispuesta a ayudar. Tienes que ir a clase, pero te quedas a ver el desenlace. ¿Cuánto tardará? Pieles húmedas de lunas sofocadas, los rayos de sol atraviesan la tela de la jaima. Tagla, una anciana sabia, entra y se para a darte besos. Aisha wanni, merhba, merhba. Te aprieta las manos. Te abraza. Te asfixia. Tiene los ojos grandes. Te recuerda a la nonna.

Se deshace de la melfa. Tiene un cuerpo voluptuoso. Es más blanca que las mujeres de aquí. Se recoge el pelo lacio y se arremanga. Se sienta frente a las piernas abiertas de tu tía, tu madre le cede el puesto, ahora es Tagla la que le da órdenes. Empuja, yalah, yalah, yalah. Tu madre la sujeta. Más, yalah, yalah, yalah. Venga, yalah, yalah, yalah. El canto de todas a la vez. ¡Vamos, yalah, yalah, yalah! Pega un grito y un bebé lleno de sangre llora. Hamdoulilah, hamdoulilah, hamdoulilah! Lloras, buscas a tu madre, wanni bik, wanni bik, necesitas el calor de su voz, la seguridad de sus brazos. ¡La tía está agotada y se ha quedado hecha un trapo!

Al poco tiempo, confirmas que la precariedad fue la causa de tu destierro. Necesitas un presente para llevarle al maestro Brahim, un vecino que ha convertido su jaima en una madrasa del Corán. ¿Azúcar, harina o aceite de girasol? Aquí los regalos no son como en Italia. La mejor forma de agradecer es pagar con algo útil: comida. Alif, ba, ta… Recitas las letras del abecedario. Cuando te equivocas, todos se ríen, pero tú también. No te importa ir con retraso. Sabes ya otro idioma. Ven, siéntate conmigo. No, no, conmigo. Finalmente, te quedas al lado del maestro. En una tablilla de madera te escribe las letras que tienes que memorizar. ¡Hamdoulilah, aprendes rápido!

Estás siempre rodeada de amigas, excepto cuando toca dormir. Las mayores sois más brutas, se cae una y os derrumbáis todas en cadena, una encima de la otra. Perseguir el balón es una excusa más para correr. Galopas hasta quedarte sin aliento. Corres, te caes y te levantas. No quieres perder de vista la pelota, pero tampoco puedes evitar apretar fuerte la tripa por las carcajadas. Te rodeas con tus brazos, cierras los ojos y te tiras sobre un colchón. Un colchón infinito y suave, compuesto por diminutos granitos de arena clara que desean frotar todas las partes descubiertas de tu piel. Juegan contigo al escondite, se meten en el ombligo, en las orejas y se ocultan debajo de tu pelo. Sientes su brisa a medida que el sol se esconde detrás de las dunas. Te levantas para volver a correr y corres para volver a resbalar sobre tu colchón favorito. Juegas sin miedo, no hay coches que interrumpan, ni ojos de adultos como policías vigilando. No hay clases extraescolares, no hay escuela de baile, de música ni de inglés.

Al instante te enamoraste de la libertad del desierto, lleno de aire, sol y tiempo. La arena siempre estaba dispuesta a arroparte. Incluso el siroco te resultaba natural, lo soportabas con la misma naturalidad que soportabas los tórridos días de calor asfixiante.

Acompañas a tu padre al pozo del oasis para llenar las garrafas de agua y colocarlas en la parte trasera del coche. Mamti se queda preparando los sacos de comida, macutos con ropa y se pone a pensar en todo lo que tiene que llevar. Donde vamos no hay tiendas, no podremos comprar nada, así que tenemos que ir bien provistos. Escuchas sin pestañear, no disimulas la intriga, aunque intentas concentrarte en ayudarla a recordar la lista de víveres. Vienen también tu tía y su hija. Aquí también se van de vacaciones, te imaginas playas de arena, hoteles de jaimas y excursiones sobre camellos. Te emocionas mucho cada vez que se interrumpe la rutina del campamento. ¿Cómo es la badia, mamti? ¿Cómo, no te acuerdas? Puede que fueras demasiado pequeña.

Más garrafas de agua. Una botella de leche, una caja de dátiles y un saco con mandarinas. Tu hermano sube un fardo de mantas para hacer frente al frío de la noche. Te encargas del baúl del té, colocas cinco vasitos, una tetera, un paquete de azúcar y un puñado de hierbabuena. Más botellas de agua. Nunca es suficiente, dice tu padre mientras se cubre bien el rostro con un elzam negro. Solo le ves los ojos. En el desierto el agua es vida, te dice. En Italia la maestra me enseñó que todas las personas necesitan agua para vivir. Eso es hija, y aquí escasea, y como no se encuentran pozos fácilmente, se vuelve una obsesión. Más y más garrafas de agua. Yalah!

Dejáis atrás la wilaya. El coche se adentra en el desierto y pronto el horizonte se vuelve un infinito por los cuatro costados, la nada se adueña del camino. No entiendes cómo tu padre puede manejarse sin GPS. Sigue las huellas de ruedas que ya forman un sendero. De vez en cuando la vida interrumpe el vacío: un rebaño de camellos, un conejo que se esconde en su madriguera, un lagarto verde chillón que cruza el camino o unas gacelas que rompen con la uniformidad de un cielo pulcro. Tu padre pone el houl, la música del bidan, una especie de poesía recitada acompañada por acordes de tidinit.

Papá, ¿adónde vamos? A ver a la abuela, ella vive nómada. ¿Nómada? La maestra me enseñó que los nómadas no tienen casa y están solos. La abuela no está sola, viaja con el abuelo, sus camellos y las estrellas. ¿Como nosotros ahora? Bueno, ella lleva menos carga. ¿Y dónde mete el agua? ¿Y la comida, dónde la compra? Se apaña entre lo que le dan sus animales y lo que encuentra a su paso, almacena un poco y busca más, es autosuficiente. ¿No necesita comprar? No, la tierra se lo da todo. ¿Nosotros por qué no somos autosuficientes? Porque no tenemos tierra, está ocupada y solo nos queda un trozo de desierto muy pobre. Por eso la abuela se fue al desierto mauritano, allí es un poco más libre que nosotros.

El viaje dura varios días. En realidad, no quieres llegar, disfrutas mucho de cada parada, con el té, las charlas y el círculo alrededor de un pequeño fuego. Te encantan las historias de tu padre, que se parece a los cuentacuentos. Te cuenta sobre tíos, hermanos, primas o sobrinos que viven lejos, que se fueron a estudiar, han desaparecido o fueron adoptados. Te explica que sus hermanas viven atrapadas al otro lado del muro. Te habla de la diáspora saharaui, de la tierra ocupada y de la frustración de vuestro pueblo.

Poco a poco descubriste que todos los que te rodeaban tenían tu misma historia de separación. Tu historia era solo una más, una pequeña parte de un pueblo marcado por el desarraigo.

Llega la noche. Una vez más, paráis en medio de la inmensidad. Buscas algunas ramitas de acacia para encender el fuego, tu madre se ofrece a hacer el té y tu padre y tu hermano empiezan a preparar la cena. Una cebolla, algo de carne seca y arroz blanco. Cuando termináis de comer, tu tía coge un plato grande de metal, le da la vuelta y lo utiliza de tambor. Recuerda que es la víspera del viernes, la noche del canto al profeta. Tiene una voz preciosa, canta tu nombre y te besa con sus labios grandes caídos. El “muac” es tan húmedo que te obliga a limpiarte el rastro que te deja con el dorso de la mano. Ella se ríe y sigue cantando, tiene una sonrisa perfecta, solo interrumpida por la magia de sus melodías. Tu madre te arropa con una manta y tú te apoyas con el codo sobre la rodilla de tu padre. Si todo va bien, mañana a esta hora estaremos ya con la abuela.

Jamás olvidarás esa luz de luna, sus voces y la calma de esos días.

Llega la celebración del Eid Al Adha, la fiesta del cordero, y el destino ha querido que os pille con la abuela. El día anterior fue muy intenso, incluso trasnochasteis para dejarlo todo listo. Las jaimas limpias, la vajilla buena (unos platos azules enormes decorados con avestruces doradas), la ropa lavada en una charca de agua y puesta a secar tendida sobre las ramas espinosas de las acacias. Atendisteis a los animales y cuidasteis hasta el último detalle del campamento para que todo fuera perfecto. Por la noche os hicisteis peinados con trenzas y una de las primas os adornó las manos con henna. Flores, pétalos y figuras pequeñas. Las mayores se hicieron la cera en los brazos y en las piernas. Por una vez tenían tiempo para ellas, siempre estaban cuidando de la familia y del ganado. La ilusión de prepararse para un evento tan especial se percibía en el brillo de sus miradas y en la risa fácil.

Por la mañana, observas que la abuela es la primera en vestirse. Sin hacer ruido, se arregla el pelo, se pone el kohl y una melfa de nila con reflejos de añil. Sobre el negro de la tela destacan una sonrisa blanca y unos ojos azules como el mar. Escuchas a tu madre traer el brasero para preparar el té y al rato el olor a incienso se mete entre tus sábanas. Es hora de levantarte, te tocas la trenza para asegurarte de que sigue intacta, la henna de tus manos también está bien. Escuchas que la abuela quiere verte.

Estás hermosa, hija mía, te dice. Tienes ya el cuerpo de una mujer, solo te falta vestir como una. Mira, cuando llegaste mandé hacer esta melfa para ti, es hora de que la lleves. Te da una tela morada con unas flores blancas, nunca has visto un color tan vivo, ni unas flores tan preciosas. Es suave, delicada, y a la vez parece que te va a durar toda la vida. Abrazas la melfa y se te escapan un par de lágrimas. Al tocarla y olerla sientes el calor de tu madre, de tus tías, de tu abuela. Sientes el tacto de las telas que lleva tu pueblo.

Te preguntabas si eras digna de llevarla, te preguntabas qué pedían a cambio de vestir una melfa tan especial, de ser parte de ellas. Te preguntabas si estarías a la altura de las demás mujeres saharauis.

Tus tías se unen a la conversación, besan la cabeza a tu abuela, le piden el perdón del Eid y se sientan a vuestro lado. ¿Por qué pedís perdón? ¿Habéis hecho algo? Hoy es el día del perdón, todos nos besamos y nos perdonamos. No tenemos que habernos hecho algo malo, pero es bueno para limpiar la conciencia y asegurarte de que nadie te guarda rencor. Es una forma de invocar la paz y la convivencia. Abuela ¿me perdonas? Ella sonríe, asiente y también apela a tu perdón.

Hija, ahora que estamos solo nosotras, quiero que sepas que me alegra que hayas venido a conocer tu cultura. Quiero que seas una buena mujer saharaui, que seas respetada, que no hagas nada que pueda manchar la imagen de nuestra familia. ¿Manchar nuestra imagen? Sí, hija. Ahora entras en una edad en la que no puedes cometer errores. Recuérdalo siempre, ningún hombre puede acercarse a ti hasta que sea tu marido. Tu virginidad no es solo tuya, es parte de la reputación de tu familia.

Abuela, puede que vuelva a Italia, porque en los campamentos no podré estudiar. ¿Y qué pasa si vuelves?, interrumpe tu tía. Vuelve sabiendo quién eres y el nombre que debes proteger, se puede estudiar y estar alejada del pecado. Nada de hombres, alcohol o fiesta: tú siempre resguardada. ¿Me estáis diciendo que está prohibido tener novio? ¡Claro!, resopla tu abuela. ¡Claro que está prohibido, es pecado! Si tienes novio o haces cualquier cosa, el día del juicio Alá no solo te castigará a ti, también a nosotros por no haberte llevado por el sendero del libro sagrado. El camino es recto, no te puedes desviar. Hija, es que, si haces algo, ningún hombre querrá casarse contigo. Tu madre habla más seria de lo normal, pero también sonríe, está contenta de que todas la ayuden a educarte.

Te estaban dando la bienvenida al mundo de las mujeres saharauis. Acababas de recibir la ropa y las normas para ser una más. Admirabas profundamente a tu abuela, a tu madre y a tus tías, no entendías cómo habían conseguido salir adelante en un lugar tan inhóspito. Y ahora te emocionaba ver cómo te abrían las puertas de su universo, cómo dejaban que te unieras a ellas.

A partir de este momento te aferraste a esta raíz, buscaste en ella tu pertenencia, los cimientos para construir tu futuro.

Este capítulo pertenece al libro del mismo título que ha publicado la editorial Península.

Salir de la versión móvil