Desde que tuve mis primeros contactos con la fotografía fui consciente de su tremendo poder y también de su enorme fragilidad. No en vano el ambiente universitario en el que me formé otorgaba una gran importancia al cuestionamiento de la fotografía como recurso documental y fomentaba un estricto análisis crítico de la relación entre fotografía y realidad. Algo que agradezco enormemente, ya que comparto la mayoría de sus postulados, pero sobre todo porque me permitió no aceptarlos en su totalidad, identificando una delgada línea por la que pensé que podían transitar los buenos discursos documentales si no nos abandonábamos a ese cómodo nihilismo que persigue equipararlo todo, desde las prácticas visuales más vacías y estetizantes a los discursos más útiles y arriesgados.
A pesar de que las aproximaciones documentales se consideraban como vestigios de un pasado al que era mejor renunciar si lo que se quería era mirar al futuro y subirse a las crestas de las olas de la creación artística, me dejé arrastrar por la enorme capacidad de las imágenes fotográficas para hablar de nuestro propio entorno, de nuestras vidas y de nuestras circunstancias, a pesar de la volubilidad de las fotografías y de su dificultad para hablar de algo más que de su propia existencia. Pero hasta de eso podríamos dudar si nos dejásemos arrastrar absurdamente por ciertos análisis en extremo escépticos y cínicos. Personalmente creo que hay unos márgenes razonables para poder entendernos y comunicarnos de forma aceptable, sin los que seguramente no tendría lugar ningún tipo de relación humana.
Sin embargo los riesgos de emplear los registros documentales de la fotografía de forma espuria son enormes, aunque en aquellos momentos balbuceantes tuve la fortuna de contar con la ayuda de alguien como Koldo Chamorro, en quien pude encontrar el mejor y más riguroso de los análisis y la actitud más apasionada y libre hacia aquella manera fascinante de poder contar aquello que más me interesaba.
Recuerdo con especial cariño una frase que escribió para mi primer trabajo fotográfico y que reconozco como una de mis señas de identidad: “(…) el reportaje es la imagen silvestre y la letra sencilla”. Así lo sigo pensando yo también, 25 años después, aunque las circunstancias hayan cambiado tanto.
La imagen fotográfica que más valoro es la más libre, la más incierta, la menos obvia, la que más puertas abra, la que menos se imponga, la que pregunte, la que moleste, la que inquiete y la que hiera; la imagen silvestre, indómita. Y su escritura debe ser sencilla, accesible, popular, sin afectaciones ni misteriosos e insondables ejercicios de estilo; sin trampa ni cartón. Ahí está casi todo, en esos dos conceptos al otro lado de esa delgada línea tan difícil de atravesar.
Desde el comienzo me he sentido especialmente atraído por aquellas cuestiones que tienen que ver con mi entorno cultural más cercano, probablemente porque son las que me generan más dudas y porque los problemas que me plantean son mayores. Mi interés por aquellos temas que de una u otra forma forman parte de mi propia identidad social, económica y política ha sido determinante a la hora de establecer una serie de prioridades y de objetivos personales y profesionales. Creo que la mirada que uno proyecta sobre el mundo es suficiente razón para elegir cualquier tema, sea cual sea su ubicación geográfica, pero en mi caso me he sentido siempre más responsable de aquello que he mirado interpelando a mis propios y más cercanos fantasmas.
Ahí me he encontrado con todos mis retos, con todas las satisfacciones y también con todos los sinsabores, que no han sido pocos. Es necesario asumir también que una mirada cercana resulta más incómoda que una reflexión desde la distancia, porque se conocen las claves de cada historia, porque es difícil desgajarse de la propia identidad para mirar críticamente a quien se encuentra al lado y porque los trabajos documentales no suelen elaborarse bajo el regazo cálido del poder, por lo que las reacciones son a menudo destempladas, cuando no abiertamente agresivas e intolerantes. En este sentido es necesario aceptar que fotografiar nunca es inocente, que siempre es un acto político que tiene consecuencias, y que quienes nos dedicamos a ello tenemos la obligación de asumirlas para bien o para mal.
Así las cosas, llovía sobre mojado cuando comencé a tener noticia por los medios de comunicación de que grupos de personas acudían a lugares perdidos en los montes, en las afueras de los pueblos o en medio de los campos labrados donde había fosas comunes datadas a partir de julio de 1936, las excavaban y exhumaban con cuidado los restos humanos que encontraban en ellas. Aún sin tener experiencias personales respecto a asesinados y enterrados en esas fosas comunes, accedí desde mi infancia a una amplia y directa información sobre la II República y la guerra civil, por lo que desarrollé una clara conciencia política sobre el tema. Como suele decir Emilio Silva, desde que comenzó la dictadura franquista la población fue educada para desconocer, para olvidar y para guardar un púdico y doloroso silencio sobre los crímenes que se cometieron en la zona sublevada tras el golpe de Estado de 1936.
Como es sabido –aunque sistemáticamente silenciado- hubo otras víctimas que fueron convenientemente reparadas en todos los aspectos por el régimen que gobernó a sangre y fuego el país tras haber estrangulado sin compasión a una incipiente II República, seguramente la experiencia democrática internacional más esperanzadora de la historia reciente. Desde entonces fuimos educados para callar y para ignorar, de manera que cuando se abrió en el año 2000 en Priaranza del Bierzo la primera fosa excavada con métodos de arqueología forense, el conocimiento que manejaba la sociedad sobre la dimensión exacta de todos estos crímenes y sobre el estado y la situación de las miles de fosas comunes era paupérrimo. Baste decir que los medios de comunicación de ámbito estatal no se hicieron eco hasta 2002 de las numerosas exhumaciones que ya se estaban llevando a cabo. Cuando esto sucedió yo sentí que ya estaba maduro como documentalista para afrontar esta cuestión con cierta solvencia.
En aquel punto decidí hablar directamente con Emilio Silva para tener una información exacta sobre el tema y para mostrar mi voluntad de trabajar en ello. Así me enteré de que las exhumaciones que se realizaban desde el 2000 se hacían siguiendo un método radicalmente diferente al que se había utilizado en algunas exhumaciones tras la muerte de Franco. Mientras entonces se abrieron las fosas con las propias manos, con la rabia y la urgencia de quienes querían desenterrar de una vez por todas los restos de sus seres queridos y darles digna sepultura, en Priaranza del Bierzo se convocó a un grupo de especialistas en diversos ámbitos –arqueólogos, forenses, antropólogos, etcétera- que aplicaron un estricto método científico que garantizó el rigor de los trabajos. Esto no solo significó la obtención de datos fiables acerca de las circunstancias exactas en que se produjeron aquellos asesinatos y el enterramiento, sino que logró que se diera un extraordinario paso desde lo privado a lo público, desde lo oculto a lo visible, algo que no se pudo conseguir en aquellas heroicas y casi clandestinas exhumaciones de los años 70, interrumpidas de nuevo por el miedo al horror al producirse el golpe de estado de 1981. La respetada comunidad científica, al hacerse cargo de este trabajo, le imprimía la visibilidad y la trascendencia necesarias para comenzar a realizar el tránsito definitivo desde el silencio hacia el reconocimiento público.
Así, cuando tuve un amplio conocimiento de la realización de esos trabajos y de las duras circunstancias en que se estaban realizando, sin apoyo del Estado, de forma voluntaria y con una entrega absoluta por parte de todos los implicados, sentí que yo también tenía un lugar al borde de esas fosas comunes, junto a todos quienes allá se reunían –técnicos, familiares, amigos, vecinos, curiosos…- para hacer lo que hacen los documentalistas y lo que vengo haciendo desde hace ya 25 años: contarlo. Simplemente contarlo.
Algo tan sencillo pero tan ajeno a unos asesinatos que han permanecido silenciados y ocultos durante tantos años, y que aún continúan estigmatizados por gran parte de la sociedad española. Porque paradójicamente se trata de uno de esos temas que todo el mundo parece conocer y ante el que se suele responder con aire de suficiencia, como si se tratase de algo que, por conocido, no necesitase de mayores referencias. Pero nada más alejado de la realidad. Por el contrario, la información está plagada de lagunas, de desconocimientos, de dudas, de desinformación, de inexactitudes. De silencio.
Nadie sabe con demasiado detalle qué, quién, cómo, cuándo o dónde, aunque muchos presuman de conocer el por qué, precisamente aquello que pertenece al más insondable de los misterios y que mayores dudas e investigaciones debería convocar.
Como fotógrafo mantengo una profiláctica distancia con los porqués de aquello que quiero abordar, lo cual no significa que no tenga mi opinión sobre el asunto y mis propias ideas. Sin embargo, creo que para ser efectivo en la pretensión de contar algo –y más aún si lo que se utiliza es un medio tan voluble y frágil como la fotografía- es mejor ceñirse a aquellos elementos que puedan marcar con la mayor exactitud posible la esencia de la cuestión, a partir de los cuales quizás cada cual pueda extraer los datos necesarios para elaborar sus propios porqués.
Si esto es ineludible en la mayor parte de las cuestiones, más aún en esta, por cuanto prácticamente hablamos de una aproximación fotográfica forense en la que parte de lo importante es mostrar qué aconteció, dónde sucedió, a quién se asesinó, cómo se hizo, cuándo pasó. Casi una taxonomía de la muerte.
Sobre todo porque hablamos de algo que no se mostró, que no existió, que siempre se quiso ocultar. Es sintomático el hecho de que, mientras el fotoperiodismo tal y como hoy lo entendemos se hizo mayor de edad durante la guerra civil española, todos estos crímenes se realizaron sin que ninguno de aquellos fotógrafos estuviese presente para contarlo. Ningún testimonio, ninguna imagen, ningún recuerdo, nada que decir. Parece una cruel inspiración de la solución final nazi, aquella que según Himmler sería “una página gloriosa de la historia que jamás ha sido escrita y que no volverá a escribirse”.
Paradójicamente la fotografía documental, que no pudo mostrar en su momento unos hechos decisivos que acontecieron fuera de su alcance, puede ocuparse ahora de lo que pasa en esos mismos lugares 75 años después. Por eso lo importante no es solo romper el silencio sobre el pasado mostrando cómo surgen de las profundidades de la tierra y del tiempo los huesos de los miles de asesinados, sino contar cómo aquí –donde vivimos- y ahora –en nuestro tiempo- hay centenares de personas que arañan la tierra con cuidado, que emplean su tiempo, sus vacaciones, sus fines de semana, su dinero, su profesionalidad o simplemente la mejor de sus voluntades; que ponen a prueba su curiosidad, su deseo de conocimiento, su ignorancia o su ingenuidad; que se empeñan en hacer un trabajo que nadie hizo antes en un acto lleno de responsabilidad política y civil, algo de lo que el propio Estado se inhibe. Cómo se esfuerzan en repasar archivos, en recoger testimonios, en contrastar datos que permitan situar con exactitud las fosas. Cómo conforman eficaces equipos de trabajo, cómo horadan la tierra y extraen de ella la prueba del horror en días durante los que se convive, se habla, se comparte, se recuerda, se sueña y se llora mucho. Pero también se ríe y se disfruta, porque lo se que asoma a esos agujeros negros detenidos en la historia es la vida y el presente tal y como son ahora, de manera que las exhumaciones son espacios abiertos en los que no hay ningún guión previo que diga cómo deben sucederse los acontecimientos. A pesar del tiempo transcurrido y de tratarse de un país supuestamente homologado dentro de las democracias occidentales, la exhumación de estas fosas comunes se ha encontrado con una sociedad estupefacta, incapaz de reaccionar, sin ninguna idea acerca de qué hacer o cómo actuar.
Una vez que decidí buscar mi lugar entre todas las personas que se asoman a la exhumación de una fosa común surgió la cuestión de cómo elaborar mi propio discurso. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo contarlo con imágenes?
Como decía, el empeño de los discursos documentales no suele ser otro que contar algo desde un punto de vista determinado. Pero lo documental bebe directamente de la vida, de los hechos relativos a la vida de las personas, que suelen ser imperfectos, contradictorios e inconstantes, por lo que los discursos documentales más coherentes suelen serlo también. Así, al plantearse una reflexión documental hay que asumir que no se va a elaborar un discurso de ficción ni una relato con las estructuras narrativas clásicas que tanta tranquilidad aportan al lector. No, los discursos documentales suelen ser ásperos, incómodos, carecen de planificación previa y no suelen tener finales redondos, ni felices ni infelices. Pero en este caso además albergué desde el primer momento la íntima esperanza de que ese relato fuese útil, de que sirviese también para ayudar a romper el muro de silencio bajo el que los asesinos nos obligaron a permanecer durante tantos años.
Uno puede abordar un discurso documental desde la curiosidad, desde el desconocimiento, desde la perplejidad, desde la estupefacción, quizás desde la rabia; a veces sin más expectativas que poner el relato en manos de los demás, pero en algunas ocasiones también se puede albergar la legítima esperanza de que pueda servir para algo. Este proyecto documental que llamé Donde habita el recuerdo es una de ellas. El título es un homenaje al conocido poema de Luis Cernuda Donde habite el olvido, heredero de un verso de Bécquer, pero sustituyendo olvido por recuerdo y apuntalando a través del modo indicativo la certeza de que en los trabajos de exhumación de esas fosas comunes se halla verdaderamente una de las claves para escribir el pasado de una manera más justa.
Como casi siempre en estos casos, lo más razonable es dejarse empapar lentamente por el tema para que poco a poco vayan surgiendo sus rasgos más importantes, y para tratar de destilar un método de trabajo que permita mostrar el tema de la manera más eficiente y justa con sus características. Este es quizás uno de los puntos más críticos de los trabajos documentales, puesto que una elección errónea puede ofrecer una idea equívoca o insuficiente de aquello que se desea mostrar, o incluso tergiversarlo. Tras asistir a diversas exhumaciones aposté –cada decisión es siempre una arriesgada apuesta- por elaborar un relato visual basado en dos tipos diferentes de imagen, que sostendrían a su vez dos narraciones diferenciadas. Por una parte decidí contar el proceso de excavación de una fosa común en sus diferentes fases a través de imágenes formalmente sencillas, que no ofreciesen demasiadas resistencias a la lectura y que garantizasen cierta economía visual, es decir, que el espectador no tuviera que realizar un gasto excesivo para transitar por ellas y que lo acompañasen con facilidad y calidez por un territorio ya de por sí muy amargo y desabrido.
He tratado de que esas imágenes permitan asistir a las diversas fases de una exhumación, desde la ubicación exacta de la fosa hasta la devolución de los restos a sus familiares. Pero no solo prestando atención a los aspectos más técnicos, sino sobre todo creando un tejido emocional que arrope toda esa crueldad, ese silencio y esa tensión casi sólida que se puede sentir en el ambiente.
He tratado también de crear una cartografía que sitúe adecuadamente ciertos conceptos que considero imprescindibles: los territorios de las fosas, las cicatrices de la tierra, el trabajo de los técnicos tanto sobre el terreno como en los laboratorios; las emociones de quienes trabajan, ayudan o simplemente observan; la constelación de objetos que aparecen en las fosas y cuya enorme fuerza simbólica es capaz de construir un mundo nuevo en el que imaginar un pasado que no llegó a ser: pendientes, anillos, mecheros, gafas, lapiceros, hebillas, alpargatas, gafas, monedas, relojes, medallas…, todos esos objetos que quedaron detenidos en el tiempo y que ya no pudieron servir para escribir, para ver mejor, para consultar la hora, para caminar o labrar el campo, para encender un pitillo o para pagar cualquier compra; y finalmente, los rituales que nos ayudan a integrarnos socialmente y que les fueron vedados a los asesinados y a sus familiares, como un velatorio abierto, un traslado público al cementerio y un entierro digno con unas palabras de recuerdo y respeto.
Pero con todo, aún quedaba por resolver el mayor de los retos, que no era otro que afrontar una de las cuestiones más controvertidas de los discursos documentales: cómo representar el horror, la violencia, el crimen, la degradación humana y la muerte. Al aparecer la fotografía en el siglo XIX cambia radicalmente nuestra relación con la historia, que se carga de sentimentalidad. Nunca hasta entonces la contemplación de imágenes de lugares o personas había provocado tal atracción y tal desasosiego. Pero la aparición de la muerte y la violencia en las imágenes fotográficas supuso una convulsión absoluta al haberse eliminado los diques emocionales que interponía la representación pictórica, por realista que fuese.
Desde entonces los análisis sobre la iconografía de la violencia han evolucionado mucho, sobre todo en lo relativo a la pertinencia de la representación y a su eficacia como discurso, por cuanto se han producido indudables abusos aprovechando el impacto emocional sobre el lector, fundamentalmente en los medios de comunicación. Sin embargo uno de los efectos ha sido la teorización de una suerte de superioridad moral que elude cierta representación de la violencia amparándose tanto en su inefabilidad como en una supuesta saturación discursiva, como si la dificultad para recorrer ciertos caminos los cerrase inevitablemente. Creo que detrás de dicha voluntad de arrojar al ostracismo toda una manera de mirar hay ciertos intereses creados no demasiado difíciles de identificar. En mi opinión, la cuestión es que a estas alturas los puntos de arranque teóricos son mayoritaria e inevitablemente comunes a cualquiera de los análisis, pero el nudo gordiano es cómo resolver finalmente cada situación concreta sin caer en un inútil cul de sac que se lame sus propias heridas.
Es decir, hay que partir del hecho de que cualquier imagen de violencia es una representación visual de la misma con todas las características propias de un discurso visual, ni más ni menos. No creo que haya nadie a estas alturas que crea ingenuamente en la literalidad de la representación fotográfica y mucho menos en la correspondencia entre mostrar el horror y experimentarlo como tal. Pero empiezo a pensar que quienes inciden sin descanso en esas evidentes incapacidades de las imágenes son paradójicamente quienes más confían íntimamente en ellas.
No creo en que haya patrones que aplicar sistemáticamente a todos los temas, así que en este caso consideré fundamental fijarme en las condiciones de visibilidad social que conforman el asunto de los crímenes en la zona sublevada tras el golpe de estado de julio de 1936. Si algo caracteriza a estos asesinatos es el implacable régimen de silencio, de negación y de ocultamiento bajo el que han permanecido durante todos estos años, hasta el presente. Un silencio estructural, un silencio como decisión política, muy alejado conceptualmente de aquella ausencia de discurso con la que regresaban los soldados de los frentes de batalla de la Gran Guerra, como contó Walter Benjamin.
No, en este caso el silencio es premeditado y constituye el eje vertebrador de la política de terror aplicada por los golpistas, y el hecho es que ha continuado prácticamente intacto hasta nuestros días. Lo cierto es que a pesar de todo lo que podamos creer, a pesar de las imágenes que podamos rescatar de nuestra memoria, a pesar del teórico hartazgo y saturación que muchos puedan sentir y de la extraña sensación de que ya lo sabemos todo sobre esta cuestión, lo cierto es que nadie entre nosotros ha visto jamás esos huesos. Nunca. Es posible que hayamos visto otros huesos, en otros lugares y en otros tiempos, pero no estos, porque han permanecido y permanecen aún ocultos no solo a nuestra mirada sino también a nuestro conocimiento. Y no hay un hueso igual a otro, por mucho que se empeñen algunos en hacer tabla rasa de la iconografía del horror, como si estuviéramos desarrollando una inocua obra de teatro en la que cada personaje representa a todos los demás.
Por eso pensé que como ciudadano tenía la obligación de pasar por el horror de contemplar cada uno de los huesos, cada una de las calaveras con cada uno de los impactos de bala de cada uno de los asesinados, para interiorizar la verdadera dimensión del crimen y combatir ese silencio y esa ocultación diseñados como política de Estado. Que la iconografía del horror en este caso no podía permitirse el lujo de eludir pudorosamente la representación de los huesos, porque estos constituyen uno de los principales resortes que permiten hablar sin distracciones de cómo se asesinó y de cómo 75 años después esos huesos ven la luz por primera vez.
Creo que ahora que se está consiguiendo sacarlos de las cunetas con tanto esfuerzo, no mostrarlos en la plaza pública no serviría más que para perpetuar la voluntad de los asesinos, para seguir abonando las versiones más descafeinadas y negacionistas. Creo que por higiene social al menos hay que mirar hacia el interior de las fosas y tratar de sostener la mirada en esos restos esqueletizados; no es mucho pedir para tanto dolor y tanto silencio.
Por ello decidí dedicar una parte importante del trabajo a mostrarlos, y hacerlo además a una distancia política que rayase en la obscenidad visual, quizás para reflexionar sobre la obscenidad de los propios crímenes y para plantear también una duda razonable sobre la pertinencia de tal representación, sin renunciar a ella.
Hay una cuestión importante que ha favorecido la elaboración de este trabajo y que no me gustaría pasar por alto. En todas las exhumaciones en las que he trabajado durante estos años los responsables técnicos de las mismas han mostrado en todo momento una disponibilidad absoluta respecto al trabajo documental. Esto significa que a cualquier persona que mostrase convenientemente su voluntad de fotografiar, grabar o tomar testimonios de la exhumación se le permitía hacerlo sin ningún tipo de impedimento, siempre que se respetase el ritmo y los espacios de los trabajos y que su comportamiento se ajustase a las mínimas normas de educación y responsabilidad.
La trascendencia de esta política es enorme, puesto que ataca directamente a la línea de flotación de la versión oficial y del discurso único con que se nos ha venido sistemáticamente adoctrinando desde el mismo momento en que se produjo el golpe de estado.
El ejemplo más claro de lo contrario es la política de ocultamiento que se siguió durante el fracasado intento de localización de la fosa en la que se encuentra Federico García Lorca, en la que amparándose en la supuesta protección del derecho a la imagen se blindó visualmente el recinto de prospección y se permitió el acceso únicamente a unos pocos profesionales que después suministraban sus imágenes al resto de medios de comunicación en régimen de pool.
En mi opinión resulta fundamental ser capaces de responder a la cerrada versión oficial y monocolor franquista con discursos variados y abiertos, que nos permitan mostrar abiertamente que es la fuerza de toda una sociedad con la variedad de sus voces y de sus discursos la que se opone a la fuerza de la violencia y de la sinrazón. Necesitamos oír todas las voces y ver todas las miradas y en casos como este habrá que saber equilibrar el respeto por los trabajos de exhumación y la consecución de todo tipo de testimonios.
Pero aún y todo, considero que la parte más importante del trabajo aún estaba pendiente. Creo que lo verdaderamente decisivo a la hora de presentar un discurso visual es la forma en que se contextualice, la manera en que se construyan sus condiciones de lectura. Es ahí donde verdaderamente las imágenes serán digeridas de una u otra forma por el lector y donde se establecerán las relaciones entre ellas y con el entorno social en el que habiten. No sirve de nada elaborar una determinada apuesta visual sobre un hecho concreto como este si no se construye un contexto eficaz o si no se reflexiona acerca de cómo será la vida de esas imágenes una vez que sean arrojadas al espacio público.
En este caso decidí no hacer el camino en solitario y unir mi voz a otras para reforzar la idea de la conveniencia de un discurso polifónico y variado, en el que todas las voces se apoyasen unas a otras. Así, decidimos formar un equipo y elaborar un libro en el que integrarlas adecuadamente y en el que pudiera establecerse también una discusión entre ellas. Es decir, no se trata de un libro en el que determinados textos hablan sobre las imágenes, sino de una serie de discursos autónomos que hacen su propio recorrido en compañía del resto. El eje vertebrador sería el visual, sobre el que insertaríamos los diversos textos en dos partes diferenciadas. En la primera, el libro empieza con el poema El antisepulcro, de Manuel Rivas, seguido de un texto de Emilio Silva sobre su propia experiencia como catalizador del proceso de exhumaciones que se inicia en el año 2000. Después un texto de Christian Caujolle sobre la implicación de la imagen en este tipo de procesos y otro mío acerca de mi propia experiencia como fotógrafo. La segunda parte tiene un tono más académico en la que los textos fueron coordinados por Francisco Ferrándiz, antropólogo del CCHS-CSIC. En ella se incluyen textos del propio Ferrándiz, de las arqueólogas Almudena García-Rubio y Berta Martínez, de la socióloga Ana Aliende, del profesor de literatura Germán Labrador, un informe forense de Francisco Etxeberria y Lourdes Herrasti y un informe genético de Luis Ríos, Alberto Fernández y Jorge Puente.
El título del libro fue uno de los caballos de batalla del proyecto. En un trabajo de tantos años, con una gran carga emocional y con una abanico de conceptos de dominio público que remiten inmediatamente al tema que tratamos, resultó complicado encontrar una expresión que permaneciese unida al objeto de trabajo y que al mismo tiempo aportase todo el contenido, el calor y la complejidad que buscábamos. Finalmente fue la aportación providencial de Asunción Gaudens la que deshizo el entuerto con Desvelados, un término de afortunada polisemia que nos introduce en todo lo relacionado con el hecho de descubrir, mostrar, revelar (incluso en su tradicional significado fotográfico), poner de manifiesto…, y llevarlo de la mano con el hecho de permanecer despierto, de no poder conciliar el sueño, del doloroso desvelo de esos cuerpos muertos que permanecen en fosas comunes sin conseguir la reparación que merecen y el desvelo de toda una sociedad pendiente de acabar con sus fantasmas para conciliar su sueño interrumpido.
La secuencia fotográfica no responde a ningún tipo de orden cronológico ni sigue temporalmente los procesos de excavación de fosas ni de exhumación de los restos. Las imágenes llenan siempre la página sin dejar espacio alguno en blanco, ocupando la doble página completa cuando se trata de fotografías horizontales y enfrentándolas una a otra cuando son verticales, excepto en las páginas donde arrancan los textos, siempre en página impar y siempre confrontados con una imagen vertical. No existe una narración visual propiamente dicha a la manera clásica, sino que se establece una secuencia cíclica que vuelve una y otra vez sobre los mismos aspectos.
Asimismo tratamos de construir un libro que fuese coherente en sus formas con aquello que deseábamos contar. Por ello diseñamos un libro pequeño (tamaño DIN A5) de tapa blanda, de tal manera que favoreciese una distancia de lectura corta, para procurar una cierta intimidad del lector con las imágenes y los textos, y para evitar que el libro se impusiese por la arrogancia de un gran formato o de una altiva tapa dura. Necesitábamos una impresión de alta calidad que respetase el contenido emocional de las imágenes, sobre un tipo de papel que fuese cálido y agradable al tacto. El objetivo era que el lector sintiese que sostener el libro en sus manos se acercase a la idea de protegerlo, cuidarlo, casi acunarlo.
Pero al mismo tiempo que comenzamos a elaborar el libro me planteé realizar un cortometraje documental a modo de colofón a los más de ocho años de trabajo fotográfico. Esto me permitiría incorporar algunas reflexiones y ángulos que consideraba interesantes y que habían quedado forzosamente fuera del ámbito propio del libro.
Después de tantos años fotografiando todo aquello que rodeaba las exhumaciones de fosas comunes, sentí la necesidad de volver la mirada hacia los asesinos. Creo que no debemos de ninguna manera perderlos de vista, si no a los responsables directos de los crímenes porque los años transcurridos hacen que vayan muriendo por razones puramente biológicas, sí a quienes de una u otra forma mantienen viva su herencia intelectual y con ella la llama de la intolerancia y del totalitarismo. Creo que si alguna utilidad pueden tener todos los esfuerzos destinados a exhumar restos humanos de fosas comunes y a trabajar sobre la memoria de lo sucedido en aquello años, no puede ser otra que ejercer una profunda labor pedagógica que nos sirva a todos para identificar con claridad dónde están los límites que separan un estado de libertades de un proyecto dictatorial y criminal. No está claro que todos los años transcurridos desde entonces hayan sido suficientes para conseguirlo, seguramente porque la determinación no ha sido suficientemente fuerte y porque la resistencia de los herederos morales, políticos y económicos de la dictadura franquista sigue siendo intensa.
Por ello decidí realizar un viaje a través de lo que queda de simbología franquista en la actualidad, para mostrar aquellos espacios y lugares donde, a pesar de la aplicación de la Ley de Memoria Histórica, la simbología de la dictadura no solo sigue presente sino que no ha sido despojada convenientemente de su significado original, lo que supone que se mantiene vigente y que proyecta una enorme confusión sobre la sociedad. Formalmente se trata de un viaje que se muestra en imágenes sucias y oscuras y que comienza en Pamplona –donde vivo-, precisamente en el llamado monumento a los caídos, una edificación construida en memoria de los navarros del bando franquista muertos durante la guerra civil e inaugurada por Franco en 1952, ubicada en la aún llamada plaza del Conde de Rodezno (merced a una triquiñuela legal del Ayuntamiento de Pamplona para evitar el cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica) y en el que se encuentran enterrados los generales golpistas Mola y Sanjurjo.
A partir de aquí seguí una oscura ruta por Alcocero de Mola, en el lugar donde encontró la muerte el general golpista, el monumento en el puerto de Carrales a la columnas del sanguinario general Sagardia, el monumento a Carrero Blanco en el puerto de Santoña, el monumento en el faro de Santander, el monumento en Oviedo al teniente coronel Teijeiro, o el medallón con el rostro de Franco en la misma ciudad; los vestigios franquistas en Ferrol, el medallón de Franco en la Plaza Mayor de Salamanca, el monumento en el Puerto del Pico, los monumentos y recordatorios a Onésimo Redondo en Quintanilla de Onésimo, en Labajos y en Valladolid; la tumba del general golpista Queipo de Llano en la Macarena de Sevilla, la estatua al general golpista Varela en San Fernando, el monumento de Llano Amarillo en Ceuta, el monumento a José Antonio Primo de Rivera en el centro de Granada, el monumento en Tortosa a los combatientes franquistas en la batalla del Ebro o el rostro de Franco que aún permanece pintado en una calle de Caseres; escudos franquistas, leyendas, frases y cruces laureadas por plazas, iglesias y cementerios de todo el país; el monumento a Calvo Sotelo en la Plaza de Castilla de Madrid y el arco de la victoria que señala la dirección hacia el Valle de los Caídos, el monumento más emblemático a la memoria de los vencedores que sigue con su simbolismo original en pleno vigor, a pesar de los intentos por replantear su significado.
El documental hace un recorrido por varias exhumaciones como Loma de Montija y La Legua, ambas en Burgos, y Urzante, en Navarra, mientras Laurentino Fernández cuenta el cruel asesinato de su madre, la maestra de Burón (León) y cómo su vida estuvo marcada constantemente por el silencio y el miedo a la represión. Muestra también el entierro de los restos de las 81 personas exhumadas en Magallón y el trabajo de análisis e identificación de los restos en los laboratorios de la Universidad del País Vasco y de la Universidad Autónoma de Madrid.
Pero el hilo conductor del documental es la historia de un pequeño pendiente, uno de los dos pendientes que llevaba María Alonso cuando fue detenida en julio de 1936 en la Bañeza (León). Aquel día fue conducida a prisión junto con parte de su familia por sus actividades políticas y para presionar a su hermano Ignacio, que había huido. En el momento de su detención tenía una infección en su oreja derecha, así que se quitó el pendiente y lo dejó en casa antes de salir. Más tarde fue torturada, violada y finalmente asesinada el 9 de octubre junto a otros 9 hombres en las inmediaciones de Izagre (León). En 2008 la ARMH consiguió excavar la fosa y proceder a exhumar sus restos. Cuando los técnicos encontraron el cráneo de María encontraron un pendiente, por lo que comenzaron a buscar obstinadamente el segundo, sin encontrarlo. Pero cuando su hermana Josefina –que había venido desde su exilio París para asistir a la exhumación- se enteró de que buscaban el pendiente, detuvo inmediatamente la búsqueda indicándoles que lo llevaba ella misma en uno de sus dedos desde el momento del asesinato, engarzado como una sortija.
Después de oír la historia completa de boca de Josefina Alonso, en La Bañeza, decidimos ponerla en manos del poeta Juan Carlos Mestre, para que trabajara sobre ella. Mestre la hizo verdaderamente suya y elaboró un fabuloso relato que involucra hechos, sentimientos, sueños y deseos, con este final que imagina un rumbo de los acontecimientos que lamentablemente no fue: “Jamás habrá ocurrido aquella pesadilla y acaso, imaginarla así en el tiempo de la restitución de los sueños sea también una de las formas de la restitución civil de la justicia, y donde solo hubo sufrimiento haga presencia la felicidad”.
Esta pequeña historia tiene, como decía antes, toda la fuerza simbólica de los pequeños objetos de los que están llenas las fosas, cada uno con su historia particular que fue brutalmente segada por unos crímenes que aún siguen impunes incluso políticamente. Cada objeto con una historia interrumpida llena de vida, de trabajo, de sinsabores, de alegrías, de frustraciones, de carencias…., probablemente de sueños. Y es que el documental se titula Morir de sueños, y el título se debe a una frase que le decían a Emilio Silva cuando era pequeño: “el que vive de sueños, muere de realidades”. Así que la película y realmente el proyecto habla de muerte. De la muerte injusta y violenta de decenas de miles de personas, pero también de sueños. Y no solo de sus sueños personales y de sus vidas truncadas, sino también de ese sueño colectivo que fue la II República, ahogada cuando apenas daba sus primeros pasos.
Uno de los aspectos más interesantes de la fabricación del documental fue el relativo a su financiación. Decidimos financiar las partidas correspondientes a postproducción de imagen y sonido a través de Verkami, una plataforma de micromecenazgo o crowdfunding, mediante la cual cualquiera podía hacer aportaciones a la financiación a cambio de diversas “recompensas”. En nuestro caso este método no solo nos permitió alcanzar la cantidad requerida, sino hacerlo de una manera que encaja perfectamente con los planteamientos del proyecto, pues se tiñó de un reconfortante color colectivo procedente de los más de 100 mecenas que lo apoyaron con sus aportaciones.
Como decía antes, para realizar estas imágenes y elaborar estos discursos documentales, es necesario disponer de la libertad necesaria para acceder directamente a las fuentes de información. En mi caso, la predisposición de los equipos técnicos de la Sociedad de Ciencias Aranzadi y de la Asociación para la Recuperación de la Memoria História (ARMH) ha sido determinante para poder realizar mi trabajo, por lo que les expreso mi total agradecimiento. Pero esta libertad sobre el terreno tiene que verse necesariamente acompañada por otra libertad que permita que esos discursos puedan llegar adecuadamente al lector, sin ningún tipo de cortapisa. Es absolutamente necesario disponer de un clima de libertades para que cualquiera pueda mostrar sus trabajos sin miedo a recortes ni a represalias.
Que la mirada documental molesta es un hecho. La historia reciente del documentalismo demuestra que solo a aquellos productos desactivados de su carga más ideológica o política les está permitido atravesar ciertos filtros. Los discursos más acomodaticios son los que más posibilidades tienen de sobrevivir, así que el panorama informativo y editorial se llena inevitablemente de aquello que no molesta, que no disturba, que no discute los presupuestos del poder. Lamentablemente este no ha sido un caso ajeno a esto. La editorial que originalmente se hizo cargo de la publicación del libro en todos sus extremos manifestó su desacuerdo con ciertos contenidos cuando solo faltaban unos pocos días para imprimirlo. La disyuntiva se planteó entre eliminar ciertos textos del libro o suspender su publicación. Aceptarlo habría vaciado de sentido todo el proyecto.
Clemente Bernad es licenciado en Bellas Artes (UCB) y Dea en Sociología por la UPNA. Fotógrafo y cineasta documentalista independiente desde 1986, está especiamente interesado en temas sociales y políticos dentro de su entorno cultural más cercano: http://www.clementebernad.com y http://www.contrasto.it
Autor: Texto y fotos: Clemente Bernard