Ayer conocí a Carter. Un emprendedor de nuevo cuño de esos que no abundan en el mundo. Carter Coleman, presidente y promotor de African Rainforest Tanzania, es un hombre maduro que su actividad mantiene joven, despierto, interesado por casi todo y con un halo de encanto juvenil que atrae mujeres a su lado como yo a los mosquitos. Mi encuentro con Carter puede ser importante. Para mí; él tiene cogido ya su rumbo y marcha con confianza a su destino –en estos momentos Tanzania–, donde es responsable de un proyecto de reforestación de una zona de cientos de hectáreas, gracias a la financiación que hábilmente ha conseguido pre-vendiendo los derechos de contaminación que generarán los miles de brotes de especies autóctonas que está plantando en una de las zonas más húmedas y menos pobladas del país. «Los derechos de contaminar se venden, la tierra se queda en manos de las aldeas locales». Fórmula simple de jaque–mate a la que no hay mucho que oponer.
Como cuando coincidimos con un oncólogo en una cena, o con un productor de cine o un fiscalista, aprovecho para la consulta personal y le explico que el campo en la Vera arde cada verano como una tea. «Pues estás disfrutando del verano promedio más fresco en muchas décadas que quedan por venir». Carter no es escandaloso, no llega a radical en sus planteamientos sensatos; «Ni cazo, ni tengo nada contra los cazadores a la africana de la zona donde hemos abierto el campamento base». Vaya, vamos bien, me digo para mis adentros: nada como un nutricionista radical para aguarte una cena de verano. Pero Carter también bebe, con mesura y tinto con hielo. Una costumbre en la que le ha iniciado Natacha, un modelo de polisemia entrañable; americana nacida en Valldemossa, mallorquina en espíritu, española de pasaporte y norteamericana en todo lo demás, incluso en su pareja, que juntos forman la parte buena de Memorias de África, la que nos hubiera gustado vivir.
«Carter», le espeto; «¿qué se hace con miles de hectáreas plantadas en la península con pino vulgar?». Como buen americano de tierra adentro, Carter dispara desde la cadera (shoots from de hip) «los bosques de pinos son grandes pasteles de cumpleaños; cada pino una tea lista a arder». Mi palidez, ya anticipada, ensombrece la conversación. Doy otro sorbo al rosado tratando de sentir la amable textura del líquido que acompaña la más rancia de las gotas de sudor que alcanzan en ese momento el final de mi rostro y cuelgan de mi mandíbula, a punto de hacer puenting sobre el omóplato izquierdo.
«No me dejan, no dan permisos». «Pues ya sabes como has de proceder; quema en invierno lo que quieras salvar en verano. Con permiso o sin permiso es la única solución real».
Qué fácil, pienso, lo tienen los oncólogos. Sueltan una sentencia final y siguen con el tumbet sin ninguna burocracia que se les atragante. Sin hacer pasillo en el Ayuntamiento local, sin discutir con forestales, sin habérselas con la justicia obsoleta que ampara la sinrazón decimonónica y no sabe nada de actualizar normas siguiendo al progreso del conocimiento actual. Suspiro profundo viendo que sin Colón en La Española nada se podrá conquistar: «Carter,», me pongo serio; «We need you in la Vera. Tienes que venir a hablar con el alcalde: ¿qué cuesta un billete de Dar es–Salam a Madrid?». «No es el coste, son las muchas horas de escalas y vuelos, cuatro más en un land–rover por caminos pedregosos. Además de que cuando completo un trayecto me prometo a mí mismo no repetirlo en meses. No vuelvo a subir a un coche y mi cuerpo lo agradece; no quisiera saber qué pasaría si se siente estafado, si lo vuelvo a plegar, antes de lo acordado, en esa postura de Z en que iban los remeros de las galeras romanas, a que nos fuerzan las líneas aéreas para optimizar. Astronautas todos, en cápsula espacial».
Trato entonces de explicarle las mil iniciativas que escucho a mis vecinos, que leo en las redes y Carter ya no es Carter; ahora se ha convertido en mi amigo Ramón Reyes, presidente de la Asociación Española Contra el Cáncer, que hace tan solo dos días nos explicaba a un par de amigos y fascinados oyentes como la enfermedad está incorporada al genoma humano. «Medidas preventivas, todas. Medidas paliativas, muchas. Medidas curativas, afortunadamente cada día más. Pero hay que andar preparados porque meter mano al genoma humano es hacer magia real». Una luz –imposible el símil de una cerilla— se me prende en la cabeza; esto del fuego es como el cáncer, parte del genoma ecológico que hemos sembrado los humanos y el calentamiento global es resultado de una terapia anti-preventiva: incentivadora del cáncer. Plantar pinos es al fuego como fumar es al cáncer. Curiosa la confluencia que se da en las Calderas de Pedro Botero, entre fuego y fuego y salsa y salsa. Ramón nos dice, hay que hacer un esfuerzo por concienciar a la gente. Y esa voz ya no es de Ramón; vuelve a ser la de Carter que también pregona su mantra particular: idéntico mensaje para los mismos comensales. Dos “voceros” de la salvación en distintos frentes, con iguales audiencias pasivas y con la misma determinación que me hace admirarlos de verdad.
La noche sigue placentera. Hay algo de ruido en el Hotel Valldemossa, un caso de polución acústica que vive de bodas y banquetes ruidosos a la vez que anuncian la paz y el silencio del valle que él mismo va quemando boda tras boda, sin conciencia y sin piedad. Un caso de oxímoron donde los haya, de cinismo también. La risa de Carter ha abierto un paréntesis en la conversación: Los americanos le llaman a la burocracia red tape. Parecería que el rojo de red es red de sello o matasellos de instancias oficiales, pero cada vez resulta más claro que es el rojo sangre, tan español. El rojo fuego de las fotos de la Vera que me llegan cada semana junto con las repetidas loas a los forestales que apagan los fuegos, que salvan casas –unas sí y otras no– de las teas que dejaron plantadas los de la generación anterior, cuando producir madera era importante, cuando verla crecer deprisa (muy deprisa crecen los pinos frente a las especies autóctonas) era signo de riqueza, de productividad y de progreso y que ahora, como el Hotel Valldemossa, se ha convertido en oxímoron flagrante.
El progreso está tiznado de negro. La legislación también. No es este un drama que se viva solo en la Vera, pero en la Vera lo tengo muy cerca. Es un drama del país y los chats abiertos, los periodistas, juegan sudokus con medidas que suenan a paños calientes. Carter, más drástico, más realista, gracias a la imparcialidad que le aporta su distancia de nuestro problema, gracias también a sus años de experiencia en temas de medio ambiente a nivel internacional, representa el futuro y no parpadea; «quemen en invierno esas teas para salvar sus campos y sus casas en verano». Con ese principio ontológico se podrían escribir libros–blancos, programas políticos, manuscritos de estudio y canciones del verano. «Abran corredores amplios, amplísimos, –porque luego llega el viento en las sierras y el térmico de los calores– y déjenlos limpios de teas». Cortafuegos; creo que yo sí lo he pillado. Nos manda a replantar especies autóctonas; el olivo arde con retraso y nunca mide ocho metros de altura. Encinas, que no forman masa, espinos silvestres, madroños resilentes (que dicen ahora) y mucha limpieza del suelo, libre de piñas (carbones ardientes) libres de agujas y pinocha prende-fuego. Pero los pinos, con su aparente elegancia, con su altura de adolescentes precoces, caen sobre otras teas, las abrazan, se funden con ellas y extienden con facilidad el fuego; derrumban tejados ardiendo casas; forman bolas de fuego, lenguas apocalípticas que vuelan por el aire cuál alfombras de Aladino. Ver los fuegos de noche progresando por las laderas es terror de verdad; “no se para; ya no hay luz, mañana más” y a rezar.
Es curioso como se invierten los conceptos. España es un país donde se hizo ejemplo del principio de subsidiariedad pública frente a la iniciativa privada. Hoy ocurre lo contrario, que allí donde el sector público, a todos los niveles, está calcificado, se ha de poner en marcha la iniciativa privada. Igual con la prevención de los fuegos; hay que dejar la extinción a las brigadas de bomberos, al ejercito; especialistas con muchos medios, aviones y helicópteros. Y hay que tomar la iniciativa desde el sector privado en la prevención, donde el sector público adolece de incompetencias evidentes entre un mar de trampas burocráticas. Mi principio de conservación comienza por preservar la vida humana y animal, la propiedad privada y la pública, sin olvidar ninguna y sin prelaciones que nos lleven a aquél viejo adagio de por el futuro de mañana a la revolución de hoy (derecho a discrepar lo tenemos todos, a silenciar, nadie).
Carter, te agradezco la lección y quisiera ver ese campamento base desde el que obras milagros. No el de la replantación sino el de aplicar criterios de racionalidad en continentes y sectores que, verbigracia, teníamos desechados como retrógrados, ufanos de nuestro nivel de progreso. Porque si eso es posible en el corazón de África debiera de ser también factible en la piel del oso. Aunque aquí seamos propensos a repartirnos los réditos antes de haberlo cazado.
Pero Carter también sabe el resto de la historia, tiene, a su vez, una paradoja arruinándole la vida: «¿por qué?», me dice; «nadie con poder real escucha y actúa sobre el calentamiento global». Escuchar, me digo y le repito, es en estas tierras de necio, de seres dubitativos que no harán progreso. Actuar es ya una costumbre perdida. La política se ha convertido en temas de alta metafísica, como en aquél chiste, algo machista, que decía; «mi mujer se ocupa en la casa de los temas secundarios, como qué comer, a qué colegio llevar a los niños, dónde veraneamos y qué hacemos cada semana. Yo, en cambio, soy la autoridad cuando se trata de temas importantes; a quién dar la razón, a Trump o a Biden, a Rusia o a Ucrania…». Y como en ese chiste, me temo que la mujer, al llegar a la urna, vota lo que quiere y el marido, al llegar al bar con los amigos, también consume lo que le apetece. Un ten con ten que mantiene rodando el aparato. Eso sí, sin que a nadie se le ocurran ideas extemporáneas. Si alguien necesita ponerse a bien con su conciencia que hable de la unidad de la patria, de la traición pública, de la pérdida de ética y de la invasión de los inmigrantes. De lo otro, de los bosques quemados, de las casas perdidas, de las investigaciones oncológicas, ya se encargarán desde Bruselas.
Y Putin dio la patada e incendió el norte de Europa.