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Gordi


En mi imaginación me veía a mi misma al amanecer, corriendo con mi camiseta de la UNIFIL por las calles bombardeadas, el pelo enmarañado y los ojos llenos de legañas, los dos tomos de “El hombre sin atributos” bajo el brazo; los mariquitas huían despavoridos con sus amantes casados, el recto anal humeante e inflamado; el edificio de visados se desvanecía entre las llamas con la ayuda de 200 kilos de explosivo; las pijas pisaban desaforadas el acelerador de sus todoterrenos atropellando a viejas encorvadas y sirios sudorosos…

 

Sin embargo…

 

Al principio todo era super exótico. Podía acercarme con total impunidad a los jovencitos libaneses, observarlos, escucharlos, conocer cómo pensaban, destriparlos luego en mi ordenador. Ellos no utilizaban el chándal como uniforme, ellas no se vestían de camareras de discoteca comarcal, la mayoría de sus padres tendrían acusaciones por asesinato en cualquier país que no fuera Líbano y, sobre todo, eran fenicios. Los antiguos fenicios.

 

Él se llama Cristianito. Gordito, simpaticón, revoltoso. Tiene unas salidas la mar de espontáneas. Se esfuerza por responder con escaso éxito los ejercicios. Me sonríe ampliamente, acaba de pagarme un café en la cafetería. Cuando coincido con él en la calle levanta la mano con gracia y donaire gritando “Viva España”. Le encanta salir a la pizarra a escribir las respuestas, a pesar de que siempre se sienta en la última fila y se distrae con cada mosca que pasa. Se presenta con su camiseta de la sección española preguntando con aire socarrón si eso sube puntos en la nota final.

 

Cristianito, varias semanas después, continúa sentado en la última fila. Cada vez está más nervioso. Se ha comido una bolsa de patatas fritas y dos chocolatinas antes de entrar en el aula. Departe con sus amigotes que también era muy simpáticos y un poco habladores hace un mes. Se inventan las respuestas de los ejercicios con cosas que pueden sonar a español. De vez en cuando juegan a los marcianitos con la Blackberry, se dan collejas y le gritan a los de las filas de delante.

 

Ahora, Cristianito se limita a rellenar su casilla con la “P” de presente en mi lista. Ha engullido  dos bolsas de patatas fritas, un kilo de anacardos y tres coca-colas en el pasillo. Eructa como un cerdo. Aparta la silla del pupitre para que le quepa la barriga acolchada entre kebabs y crema de garbanzos. Es incapaz de estarse quieto más de un minuto seguido. Si no ha consumido cocaína antes de la clase, es que necesita de urgencia un par de eyaculaciones furibundas para quedarse tranquilo de una puta vez. Cristianito me observa sarcástico con sus gafas de marca cuando le suplico que se calle, se las estamparía contra la cara y le rajaría el gaznate con los cristales. Chatea con otros amigos pajilleros como él en la Blackberry, es imposible que alguna tía no ebria le haga caso; no para de mugir sobre cuestiones fundamentales como dónde zamparse el siguiente Snickers; se levanta, mira por la ventana, le gruñe algo a alguien, se cambia de silla, vuelta a la Blackberry, se quita los mocos con el dedo, saluda a los de la primera fila, le dice guarradas a las niñas, hace avioncitos de papel, se muestra sorprendido de que le mande cerrar el jodido pico. Lo empalaría como a un pincho moruno.

 

Nos peleamos durante el examen. Le he dicho que intente copiar con un poco más de elegancia y recato una docena de veces. Amenazo con enviarlo a donde lo expulsaron la primera vez, junto al temible profesor de alemán, allí si que saben cómo meter en cintura  a los gordos descarriados, pero se aferra con sus manos grasientas del aceite de los gusanitos a las hojas del examen. Yo tiro, él tira más. Le digo que se rinda o lo suspendo hasta el día del Juicio Final. El tío no suelta los papeles. Me dice que lo deje estar, “Jalas, Jalas”. Jalas tu puta madre. Al final, me llevo el examen conmigo. Él me persigue, ha conseguido atisbar alguna que otra respuesta del vecino y todavía quiere escribirla. Estoy por pagarle un viaje de placer a Polonia en un Tupolev ruso que tenga que aterrizar en medio de la niebla.

 

Aún tengo que encontrármelo en el aparcamiento. Buenos días doctor, padezco la sobredosis del gordo hinchacojones. Me sonríe con sus miembros peludos. “Bye, bye, madame”. Le devuelvo una sonrisa asesina. Sé donde vive y tengo un pasamontañas y un bote de anfetas en el maletero…

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