¡Guerra!

Donde se recuerda que la guerra lleva siempre pareja la dictadura

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Se atusa el gabán, alisa el pañuelo y aquel “abogado de provincias” que palidecía ante el feroz Mirabeau sube al estrado. Coloca sus pequeños anteojos, repasa unos papeles y la vocecita (“la vela de Arrás”) gana oyentes a cada perorata. Es enero de 1792 y Maximilien de Robespierre, todavía un personaje oscuro en la revolución francesa, hace un discurso clarividente contra la guerra ante el club jacobino:

“Habéis apartado vuestras miradas, pero yo he demostrado lo que era evidente para todos: el propósito de la actual guerra es un proyecto de largo alcance de los enemigos interiores contra nuestra libertad”.

Es, todavía, la monarquía parlamentaria de enero de 1792: los girondinos, el partido de Jacques Brissot, discuten la posible conflagración con las potencias monárquicas. En 20 de abril se decidieron: Francia declaraba una guerra preventiva contra el “rey de Bohemia” (evitaban la implicación de todo el Sacro Imperio) que en su difícil resolución llevaría a la destrucción de todas las recién recuperadas libertades.

Con el enemigo en la frontera aparece el pánico en la capital, París, y dominan las masas desesperadas embaucadas por Marat y otros demagogos ambiciosos. La masa en el sentido que escribiría Ortega y Gasset se convierte en un nuevo tirano colectivo y pronto buscaría con su actitud infantil una nueva figura paterna. Lo que llamaríamos ahora, en pleno 2022, dictador.

Yo no quería la dictadura, pero la dictadura me quiso a mí

En junio el rey Luis XVI se fuga temiendo por su vida y poco después la plebe asalta el palacio de las Tullerías. El 21 de septiembre la monarquía más importante de toda Europa, aquella que servía de ejemplo a todos los gabinetes, se había transformado en una República. Al fondo la guerra seguía indeleble, incesante, como paisaje trágico que permitía y amparaba cualquier atrocidad. De este clima de paranoia, del que bebe Robespierre en su discurso, saldrán algunas de las páginas más lúcidas de las memorias de Chateaubriand:

“París no tenía ya, en 1792, la fisonomía de 1789 y de 1790; no era ya la Revolución naciente, sino un pueblo que caminaba ebrio hacia su destino, a través de los abismos, en pleno descarrío. El pueblo no aparecía ya tumultuoso, curioso, atareado; era simplemente amenazante. Por las calles no se encontraban más que rostros aterrados o feroces, gentes que andaban pegadas a las casas para no ser vistas, o que merodeaban en busca de su presa: miradas medrosas y gachas se desviaban al cruzarse con las vuestras, o miradas duras se fijaban en las vuestras para intuiros y penetrar en vuestros pensamientos”.

El resultado no fue el esperado, los monárquicos en el poder por la perdición de Francia, y ocurrió la victoria de las fuerzas revolucionarias en Valmy en septiembre. Aquí Goethe, que observó la batalla, dijo una de sus grandes frases:

“Aquí, señores, comienza una nueva etapa en la historia de la humanidad y ustedes podrán decir yo estuve”.

Con las luces de Valmy vienen las sombras: ese mismo mes ocurre la primera gran hecatombe de tiempos contemporáneos: las matanzas de septiembre. Más de 1000 víctimas ajusticiadas sin juicio previo por la canalla parisina: el crimen, como en las novelas de Arthur Koestler, crea delito solo de la sospecha. La llave al totalitarismo, la duda como condena, acaba de ser entregada a una humanidad emancipada de Dios mucho antes de cualquier obra rusa. Los aristócratas, así, pasan a ser culpables solo por existir. Luego de esta pérdida de la inocencia, las leyes restrictivas convertirían la República en una dictadura de facto: el diez de junio de 1794, la ley de Pradial, consagraba el fin de las garantías judiciales y los procesados eran ejecutados en apenas media hora por comités implacables.

La fiesta del ser supremo, cosplay neoclásico

Robespierre, aquel diputado honesto de izquierda que alentaba cómo la guerra podía acabar con la libertad, era ya el dictador de una Francia que se desangraba en un conflicto inconcluso. La lid contra los tiranos había elegido su propio tirano; profecía de los totalitarismos que habrían de venir en los próximos siglos. Acabado el conflicto, batalla de Fleurus el 26 de junio de 1794, su cabeza sería la primera en caer. En su último y melodramático discurso en la convención confesó su culpa:

“Me llaman tirano… Si lo fuera, se arrastrarían a mis pies, los atiborraría de oro, les aseguraría el derecho a cometer todos los delitos, y me lo agradecerían. Si lo fuera, los reyes que hemos vencido, lejos de denunciarme (¡qué tierno interés tienen por nuestra libertad!), me prestarían su culpable apoyo; Me ocuparía de ellos. En su angustia, ¿qué esperan, sino la ayuda de una facción protegida por ellos, que les vende la gloria?

Jamás ningún político llegó a ser profeta tan preciso, tan inadvertido, de cómo la guerra acaba con las libertades. Si solo los dirigentes actuales conocieran esta profecía fatal…