¿Guinea en su salsa auténtica?

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Esto que voy a escribir no es un sueño, pues puede ocurrir que un escritor presente cómo creación propia lo se le ha sido dado por un sueño, algo como vio en su integridad. Tampoco fue el resultado de mi imaginación o de una composición elaborada. Fue algo que concebí de una sola vez, como si se me hubiera encendido la bombilla. Los pormenores sí que son invenciones para terminar de poner palabras a la “iluminación”.

 

Dos seres de gran tamaño se vieron. Uno de aquellos seres gigantescos visitaba a otro. Se reunieron en un lugar que parecía una casa, pero que los cuatro sentidos de los seres normales como nosotros no podían abarcar. Como si, por ejemplo, toda la bóveda celeste acogiera aquella vivienda imaginaria y a la vez precisa. Aquellos seres estaban sentados a una mesa, y adoptaban una actitud relajada, como si se conocieran desde hace mucho. Estaban relajados y se miraban a la cara, y se veía que se querían agradar. Pero eran seres tan gigantescos que sólo se podía decir que estaban sentados a una mesa, porque no se podía precisar las dimensiones de las sillas, sólo dos para los dos, ni cómo tenían reposados los pies, de los que tampoco se veía dónde terminaban. En realidad, lo único que importaba era que se estuviera viendo, o creyendo ver, que estaban en una casa, sentado a la mesa, y hablando.

 

Uno de aquellos seres tenía apariencia de varón, pero de la apariencia convencional que creemos de los varones. Tenía una camisa de color ceniza, como si estuviera sucia, y también se veía que llevaba cinturón. La camisa era de solapas algo grandes, pero era de vestir. Tenía aquel ser un pelo alborotado, y orejas un poco grandes para su cara. Y, ah, tenía ojeras, como si fuera un hombre que trabajaba mucho y que dormía poco. A su lado, y por lo que se veía, otro ser menos definido, cuya mitad del cuerpo se diluía en el universo que les rodeaba. Era que, al contrario que su compañero, no se le veía en su integridad, o bien los humanos eran muy pequeños para verlo entero. Pero aquello no importaba. Pero tenía una cara de facciones suaves, como si se pudiera decir de ella que era una mujer. O sea, un cuerpo cuyos extremos se perdían en la inmensidad y cara de mujer.

 

Lo que se veía, mirándolos, era que aquel hombre que parecía de poco dormir había ido a la casa de aquel ser-mujer para cortejarla. Y eso porque parecía que ella actuaba como anfitrión. Aquella cabeza levantada en la bóveda, sustentada en la inmaterialidad de la nada, era suya. Hablaban con gestos suaves, y de vez en cuando el hombre sostenía su cabeza entre las manos y echaba miradas algo furtivas al otro ser. Hablaban como si se conocieran de siempre, pero que había un tema todavía pendiente entre ellos. 

 

Había en la mesa una olla-bandeja de bordes levantados, de modo que la tapadera se encajaba perfectamente y no se podía deslizar para descubrir su contenido si alguna fuerza se ejercía desde algún lado de la misma. Era una olla, o bandeja, lo que fuera, que se tapada con mucha seguridad. Era ancha, plana, pero bastante profunda. La tapadera era plateada y emitía destellos, aparentemente de algún metal, cuando incidía la luz sobre ella. Y sobre la misma, y de un extremo a otro, estaba escrita la palabra EQUATORIALGUINEA, en letras negras, pero tan bien elegidas que no desentonaban sobre aquella superficie plateada. Era un tipo de letra alargado, con los caracteres pegados entre sí. Eran mayúsculos. Lo que se leía en aquella tapadera se podía ver así: EQUATORIALGUINEA. Eso sí, la tapadera refulgía. He mirado decenas de tipos de letras y ninguna coincidió claramente con las que estaban pintadas en aquella tapadera. Eran letras negras, en mayúscula, pero alargadas)

 

Por lo que se veía, el que parecía ser un ser masculino había ido a aquella casa de dimensiones imprecisas para cortejar, o terminar de convencer a aquella mujer, y hablaban de temas inconcretos. Y llegaron al tema de la bandeja.

 

—¿Has visto mi bandeja? –dijo el hombre.

 

Y sí, parecía que la casa no era suya, pero que aquella bandeja sí, o se la regaló a la mujer.

 

—La compré en una subasta –terminó de decir cuando aquel ser de apariencia femenina se fijó en los detalles del objeto que el otro le había regalado, y que ya llevada tiempo en aquella mesa.

 

Aquella mujer concentró su mirada en la misma y esbozó una sonrisa para agradar. Quería ser cortés con su visitante.

 

La bandeja aquella, de tapadera de plata, fue un regalo que aquel hombre gigantesco hizo a aquella mujer a la que pretendía conquistar. ¡Y la compró en una subasta! Seguían hablando, el hombre haciendo gestos vagos, y también de que tenía sueño, y para hacer algo distinto, uno de los dos destapó aquella olla o bandeja y se descubrió lo que era. Era un mundo, un país, o la tierra entera. O era lo que cantaba en letras plateadas la tapadera: Guinea Ecuatorial. Dentro de aquella olla había un mundo, con su pequeño cielo, árboles, ríos, su mar, una ciudad, y habitantes. Los dos seres que se habían citado ahí los veía del tamaño de unas hormigas. Había mucho bullicio. Se veía casas alumbradas, se veía movimientos, pero de los que no se podía precisar, pero no se oía ruido. Pero esto a simple vista. Porque parecía que uno de aquellos gigantes, o los dos, podían tocar algún dispositivo que había cerca de la base de la bandeja y la vida latente que había, y que no parecía animada, se mostraba en toda su plenitud. Era como si con aquel encendido la realidad concentrada en aquella olla se agrandaba y se veía con más detalles.

 

Y aquello se hizo porque el hombre quiso impresionar a la mujer, aunque no parecía que aquella mujer a la que cortejaba tuviera menos poderes y control sobre la vida que había en la bandeja. Todo era curioso: la bandeja, u olla, comprada en una subasta, o podría ser en un mercado de antigüedades chinas, fue un regalo del hombre a la mujer, dos seres gigantescos, pero no se habló nada de la vida que contenía en ella, sobre la que podían ejercer un completo dominio. ¿Quién metió la vida en la olla?, ¿cuándo se realizó?, ¿aquellos hombres eran los dueños de aquella vida, o solamente podían incidir sobre ella sin más?

 

Seguían hablando y fijaron su detalle sobre lo que se veía. En aquel pequeño mundo, que ante ellos se veía como si estuvieras viendo una maqueta sobre una mesa, todos los hombres llevaban chupete. Eran unos chupetes que tendrían su parte de chupar, ese globo de goma, y entre este y el asa había como una superficie alargada, que hacía que, mirando desde cierta distancia, se viera como si todos los hombres tuvieran un letrero en la boca. Era, además, blanco. Eso sí, detrás, el chupete al que todos iban agarrados. Era curioso, y lo notó aquella mujer a la que aquel gigante de orejas grandes y ojos ojerosos quería cortejar.

 

—¿Por qué todos llevan chupete? –preguntó la mujer de dimensiones inaccesibles.

 

Y el hombre no le respondió enseguida, aunque ella insistió, fijando la vista ante aquel mundo microscópico. Pero el hombre no se hizo rogar y dio una explicación, con cierta suficiencia.

 

—Esa cosa que ves, este pequeño letrero que hay en los chupetes, lleva la información de su pene.

—¿De su pene?, en qué sentido? –preguntó la mujer.

—En ella está la información del tamaño de cada uno.

—¿Sí? ¿Dices que en este letrero llevan la información suficiente para que el que lo viera supiera cuál era el tamaño de su órgano sexual?

—Sí, así es.

—Qué curioso, qué curioso. ¿Y por qué razón querrán estos seres que los demás conocieran el tamaño de su pene? ¿Por qué es tan importante para ellos?

 

Y el hombre, también gigante, del que nadie sabía donde acababa sus pies, ni los de la silla que sustentaba su cuerpo, elevó los hombros, como si quisiera decir que tampoco sabía.

 

Pero de lo que se sabía en el estudio de aquel pequeño mundo, que quizá no lo era para sus moradores, los hombres del aquel mundo daban mucha importancia al tamaño de sus penes, y, además, parecía que tenían tamaños grandes, en comparación con otras personas de otros países, que serían de otras bandejas, quizá. Se suponía que aquel lugar, con sus árboles, su cielo, su aire, su mar, y ciudades, con casas, era EQUATORIALGUINEA, eso si la tapadera correspondía a la olla y no había habido algún cambiazo durante la subasta.

 

Con los dispositivos que había  en la base de la bandeja se podía hacer un estudio profundo de aquel mundo cerrado con tapadera de plata, y se vio que al revés de los hombres, ni las mujeres ni los niños llevaban chupetes. Y con el estudio de aquel mundo se supo que un animal marino fue arrastrado por el mar a la costa y se congregó la multitud para hacerse con su carne. Muy pronto todos supieron que aquel animal, que tenía tentáculos, y cuya carne ya se disgregaba porque había pasado varios días de su muerte, se llamaba swolee. Así, con una e pronunciada que se alargaba hacia el horizonte: swoleeeeee…. Y todos salieron, hombres y mujeres, con sus cubos y machetes, a cortar la carne de aquel bicho traído a la costa por el mar. Pero no terminaron de ponerlo en tierra firme, sino que se hacían con la carne con sus cuerpos metidos en el agua. Los hombres, con sus chupetes, con la información de sus penes, y las mujeres, con sus ganas de llevar mucha carne de un animal que no sabrían de qué murió.

 

En realidad nadie sabía si aquel animal era o no comestible, pero la información de su presencia corrió como la pólvora, y todos querían hacerse con su carne. En el momento en que los dos seres que parecían que dominaban todo lo que ocurría en aquel mundo estaban curioseando, lo que se vio fue que en la costa, y alrededor del bicho marino, se había levantado un andamio, y sobre ella había una mujer, una sola, gigantesca en comparación con las proporciones de sus congéneres, y con un bebé atado en la espalda. Parecía normal que dieran por buena  que tuviera aquel tamaño. Ella estaba subida en aquel montaje de hierros, hincado en la arena, y azotado por las olas, y se afanaba en conseguir trozos de carne. El hijo que estaba en la espalda se veía tranquilo, impasible, y se relamía los labios cuando el agua salpicaba los mismos en su furioso golpe contra aquella montura de hierro. Y claro, al no llevar chupete, podía gustar de la sal, ajeno al arduo trabajo en que estaba metida su gigantesca mamá.

 

De la observación de aquel mundo se podía saber que sus habitantes tenían casas, se reunían en iglesias, e incluso parecía que era un país lleno de cardenales. Era normal que una celebración religiosa consistiera en la adoración, por más de catorce cardenales, de un animal muerto, de un mamífero de gran tamaño. Creo que los detalles de aquel culto no escaparían a los dos gigantes, seres inmensos, casi dioses, que conocían todas las claves de aquel mundo encerrado en una olla, o bandeja, con una tapadera de plata.

 

Este relato no es un sueño, pero tampoco es fruto de mi imaginación. Regodearme en otros aspectos que no me fueron mostrados en el brevísimos momento en que se encendió la bombilla sería faltar al rigor.

 

Y sí, se me quedó el hecho de una EQUATORIALGUINEA encerrada en una olla, o bandeja, un utensilio para cocinar, con seres preocupados por la información exacta del tamaño de sus órganos sexuales y, puntualmente, concentrados en hacerse con la carne de un desconocido bicho marino traído por las aguas del mar a sus costas. Supe, pues, que los nativos encerrados en aquella ¿olla presión? estaban orgullos de su virilidad, los niños no gustaban de chupetes, y los hombres no iban desnudos, pese al interés antes aludido. Y que todos dependían de lo que pudiera hacer con ellos dos seres de dimensiones inabarcables que hablaban en una mesa. No puedo decir que sé lo que significa y si es una visión de lo que es Guinea o de lo que mi conciencia cree que es el país del centro de África que lleva un nombre similar al que estaba escrito en la tapadera plateada. Como verán abajo, este escrito llevará la fecha en que fue redactado.

 

Barcelona, 8 de marzo de 2012