Historia de la estupidez humana

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No es mala lectura, para una jornada de reflexión, la Historia de la estupidez humana, de Istvàn Rath-Veg, una raro librito que editó Janés en 1950 y que encontré en la biblioteca de mi padre con su firma y la fecha de adquisición: febrero de 1951. Nunca se ha reeditado; veo que quedan cuatro ejemplares en Iberlibro y alguno más en librerías argentinas. Abogado húngaro nacido y muerto en Budapest (1870-1959), Rath-Veg dedicó su vida a la investigación de la condición humana a partir de su más esencial comportamiento partiendo de la base de que el mundo ha avanzado pero no por ello se ha hecho más inteligente. Sólo su proemio ya es un alarde de ingenio y agudeza, con el análisis de la bibliografía hasta entonces existente (mayo de 1948). Hay una Short Introduction to the History of Human Stupidity (Nueva York, 1932), obra de W.B. Pitkin, que se extiende 574 “nutridísimas páginas”, lo que sirve al ensayista para reflexionar sobre las “dimensiones prácticamente ilimitadas” del tema dado que la neoyorquina no confiesa ser más que una sucinta introducción.

 

Charles Richet afirma en su breve opúsculo L’homme stupide que la persona estúpida “no es aquella que no alcanza a comprender algo, sino aquella que lo comprende y, no obstante, actúa como si no lo hubiese comprendido”. Sin embargo, el autor se aleja del tema, en opinión de Rath-Veg, sin la menor ambición sintetizadora. Otras obras están insertas en un humorismo trasnochado y cuando el tema cae en manos médicas, es peor. El doctor L. Loewenfeld aplicó el bisturí de galeno en Ueber die Dummheit (dos ediciones en Munich: 1909 y 1921) pero desatendió las perspectivas cultural y literaria. Un ejemplo para ilustrar la crítica: la tragedia conyugal del matrimonio Trendel. La pareja se ama y el señor Trendel, que tiene una entrevista con su potentado jefe, se da cuenta de que los botones de sus pantalones están flojos y amenazan con caerse. La señora Trendel los asegura con unas puntadas, aunque con dejadez, y los botones saltan a la primera reverencia. El médico alemán considera que es una enferma mental; sin embargo, está perfectamente en sus cabales y puede ser una indolente, pero no estúpida, matiza el autor húngaro, que añade: “¿Deberíamos suponer que el ocuparse continuamente del tema contaminó algo al sabio doctor Lowenfeld?”. Tampoco puede considerarse una aportación en la materia el inmortal Elogio de la locura, de Erasmo, pues es sabido que lo redactó mentalmente en un viaje a caballo y miraba, por lo tanto, las cosas humanas con cierta elevación.

 

Rath-Veg estructura su obra en torno a diferentes temas en los que el hombre ha manifestado toda la riqueza de su estupidez a lo largo de los siglos. El primero es el oro o, en la moderna civilización, el dinero. Los habitantes de las islas Pelew, junto a la costa australiana, convinieron una moneda cuyo valor principal fuera la escasez y sirviera por tanto de cambio: unas piedras que sólo podían encontrarse a una distancia de doscientas millas y servían muy bien para las muelas, por lo que las pulían con esmero. Pero crecían de tamaño y su transporte se hizo impracticable; a más diámetro, mayor riqueza. “Los salvajes pueden ser unos primitivos, pero no son tan tontos. La muela quedaba siempre en el mismo sitio, en el patio del primer propietario, y sólo se traspasaba el título de propiedad a otro indígena”. Un día se desencadenó un temporal en la pacífica isla que arrastró al mar casas y haciendas así como las enormes muelas que yacían esparcidas en los patios de los pudientes. ¿Provocó la catástrofe algún cambio en la economía? Ninguno, pues se siguió operando con los títulos, aunque no respondieran a piedra alguna. El autor argumenta que nada pasaría si se hundiera en el fondo del mar el tesoro de Fort Knox de Estados Unidos y se sorprende de que los incultos salvajes de las islas australianas hayan sido los precursores, con su ingenioso método, de los economistas de nuestros días, tan considerados y fatídicos.

 

Muchas más estupideces se han cometido en torno al preciado metal –desde las hormigas auríferas que el Sha de Persia envió como presente a Soleimán en 1559 a la farmacopea a base de oro, inoperante a pesar de la insistencia de algunos visionarios– pero debemos abordar el segundo apartado, consagrado a las normas de educación y las ceremonias, donde destacan las “aberraciones de la etiqueta española”. Una reina de España fue arrastrada por un caballo desbocado y dos oficiales lograron liberar su pie del estribo. Tuvieron que partir inmediatamente al galope hacia la frontera pues tocar el augusto cuerpo de la soberana suponía la pena de muerte. Aunque reconoce Rath-Veg que muchas de estas anécdotas pertenecen a la “leyenda negra”, no se resiste a recrear la escena, a partir de un testimonio de finales de XVII, del monarca dirigiéndose al dormitorio conyugal: “Calzaba zapatillas. De sus hombros pendía una capa de seda negra. En su diestra sostenía una espada desenvainada, mientras que en su siniestra llevaba una mariposa azul. De su brazo izquierdo colgaba uno de esos recipientes que no se emplean para beber, sino durante la noche, para finalidades completamente distintas”.

 

La corte del Rey Sol en Francia llevó al paroxismo la etiqueta, desde el instante de lever du Roy hasta el de servir la mesa con un estricto protocolo que corría a cargo de 96 personajes. Luis XIV, sin embargo, limitó la presencia, cuando se sentaba en la chaise percée, a príncipes y princesas de la sangre, a madame de Maintenon, a los ministros y sólo a los más altos dignatarios de la corte. Al fallecer el monarca francés y en tanto se verificaba el entierro a los cuarenta días, se colocaba en el catafalco una figura de cera, que merecía la misma reverencia que el rey en vida. Lógicamente no se le levantaba y acostaba, pero sí se le servía la comida en presencia de toda la corte, ninguno de cuyos miembros quería renunciar a su posición y a sus prebendas. No hay que precipitarse juzgando semejante comportamiento como propio de tiempos pretéritos, basta recordar la polémica surgida recientemente por el destino de efigies de cera de dos miembros de la familia real española reinante, que fueron relegadas a la zona de deportes y taurina, respectivamente. Al primero de ellos se le despojó del traje de gala y se le vistió de sport.

 

La pertinaz búsqueda por parte de los humanos de su árbol genealógico es otro de los capítulos de la Historia de la estupidez humana, desde los que entroncan su parentesco con el antiguo testamento y llegan inexorablemente a Adán y Eva hasta los que escudriñan el abolengo de sus apellidos. Baste decir, a este respecto, que el libro más consultado de la Biblioteca Nacional de España sigue siendo la Bibliografía heráldico-genealógico-nobiliaria de la Biblioteca Nacional, obra de Luis García Cubero.

 

Por su formación y práctica de la abogacía, Rath-Veg consagra el siguiente apartado al universo de los jueces, cuyas prácticas, en nuestros días, siguen manteniendo un saludable nivel de estupidez. Recueda los sumarios contra cadáveres fruto de la “testadurez jurídica” o contra fantasmas y sobre todo los dirigidos contra animales, que divide en dos clases: los administrados contra animales nocivos que se presentan en masa y causan estragos y los destinados a los animales delincuentes. En el primero de los supuestos a quien se pretendía sentar en el banquillo subsidiariamente era al demonio que manejaba las plagas, y los juicios eclesiásticos observaban su procedimiento. En 1519, un vecino de una aldea suiza exigió la expulsión de los ratones de campo que arruinaban las cosechas. Se reunió el tribunal y Hans Grienebner actuó como defensor de los ratones. Argumentó los beneficios de los roedores, que limpiaban de insectos los campos, y exigió otro territorio en el que pudieran vivir en paz, así como que se concediera un tiempo de protección justo en el caso de que alguna de sus defendidas estuviera preñada. La sentencia rechazó terminantemente la propuesta de asignar un nuevo lugar de residencia, pero concedió a las ratonas henchidas un plazo extra de catorce días. Este fallo lleva al autor a otro problema jurídico que se suscitó en 1709 y sirvió de base para la redacción de un sesudo ensayo: si una mujer embarazaba da a luz durante un trayecto en diligencia ¿debe ser obligada a pagar otro billete?

 

La incredulidad ante los avances de la ciencia, de Galileo hasta el hipnotismo, ha provocado memorables meteduras de pata y ha puesto en boca de grandes sabios e instituciones académicas sonoras sandeces, sostiene y desarrolla Rath-Veg en el siguiente capítulo. En contraposición, da cuenta de la nutrida nómina de los patinazos de los eruditos demasiado crédulos [Ver también el último post: “Falsarios”]: “Merecería la pena de redactar una antología de los casos pintorescos de los sabios víctimas de vulgares estafadores incultos”. Por poner sólo un ejemplo, el renombrado naturalista francés Bory de Saint-Vicent recibió a comienzos del siglo XIX una oferta irrechazable de un zuavo veterano. Estaba en posesión de unas ratas que tenían una cola cortísima, pero una trompa de varios centímetros. Cuando procreó la pareja que el naturalista había comprado por trescientos francos, las ratas nacidas eran corrientes. El estafador había amputado, bastante torpemente, las colas de las ratas y las había trasplantado a la nariz de las mismas, algo que cualquier persona habría visto a simple vista. Corazas que resisten las balas, espadas mágicas, brebajes del valor o ungüentos que curan las heridas, todo está en venta con una víctima oportuna.

 

Un intrépido reportero de Nueva York apostó con sus compañeros a que era capaz de presentar al presidente la tontería más increíble, sostiene Rath-Veg en el último capítulo de su recorrido, dedicado a los bulos y chanzas publicados en la prensa. Ganó la apuesta, por supuesto, cuando envió, avalada por 75 firmas, la petición de que se sirviera hacer votar una renta anual para la viuda del soldado desconocido. “El hombre de la calle”, dijo un publicista que trabajaba para la cadena de periódicos de Hearst, “corre tras sus asuntos, no tiene tiempo para pensar, y aun cuando lo tuviera tampoco llegaría muy lejos, pues el nivel de su cultura es asombrosamente bajo”. Añade Rath-Veg de su cosecha: “Al lector europeo de tipo medio no se le puede colgar el sambenito de inculto, pero también él tiene siempre prisa, es superficial y se deja arrastrar a su vez por la premura general de la vida. Los acontecimientos le pisan los talones, las noticias del periódico de la mañana pierden toda actualidad al salir las del mediodía; el frenesí se le comunica al lector; sus ojos galopan nerviosamente por las líneas del diario, no le queda tiempo para criticar ni dudar, y la sensación de la noticia falsa se mezcla vertiginosamente en su espíritu con la noticia auténtica”.

 

Iñaki Urdargarín, vestido de sport, en el Museo de Cera de Madrid.