
Encallecido privilegio este orgulloso sufrir,
no se rían.
(«Algunas nostalgias», Roque Dalton)
I.
Quien busque aquí un “abordamiento” o crítica literaria a la obra de Horacio Castellanos Moya, narrador entre los que yo calificaría, a la manera de Cioran en sus Ejercicios de admiración, como uno de los últimos escritores, puede pasar de largo.
No hago crítica literaria, y si alguna vez hubo ―que en efecto los hubo― genios y creadores que escribieron páginas ejemplares y perdurables en esas comarcas, hoy se trata de un nicho exclusivo de doctores expertos en inducir apoplejías, embolias, ataques de nervios y catatonias pasajeras.
Lo que sigue va a sonar algo más que extraño, pero al final el asunto tiene algo de lógica: me refiero a un pequeño libro, Alabanza de la lentitud ―poco más de cien paginitas, escritas, eso sí, con fuste y fundamento― por un neurofisiólogo italiano, Lamberto Maffei, a su 92 años profesor emérito de Neurobiología en la Scuola Normale Superiore de Pisa, para venirles a hablar aquí de ciertos aspectos que me interesan, que incluso me incumben de manera directa en la obra del narrador y ensayista nacido hondureño Horacio Castellanos Moya ―pero para efectos prácticos es considerado por sus lectores, quizá por sí mismo y supongo que por la crítica, no precisamente literaria sino matona, como nacido en El Salvador.
De entrada, me atraen y causan inquietud el tremendo berrodo ―o quizá se trate de algo por completo intrascendente: creo que ahora mismo estoy pensando más en mi propia experiencia― y la (im)probable confusión acerca del país de origen que pudiera tener Castellanos Moya: su propia biografía digamos que geográfica, muestra vectores de movimiento en al menos tres continentes. Está escrito que Ulises regresó a Ítaca; ello puede tomarse como un final ya no digamos feliz, sino decoroso para quien estuvo ausente diez largos años. Dicho final no ocurre sin un terrorífico baño de sangre previo: la matanza, la aniquilación, uno por uno, de los pretendientes de Penélope: ¿en verdad semejante desenlace, en esencia un acto de venganza, no de justicia, constituye el regreso de la paz y un acto de restauración?
II.
Mientras tanto, voy de vuelta al inicio: ¿Por qué traer a cuento al neurofisiólogo, y por cierto excelente ensayista, Lamberto Maffei, para hablar aquí de Horacio Castellanos Moya?
Por una razón que no es estrictamente aplicable a mis propósitos, pero que no deja de ser universalmente cierta.
Maffei inicia su breve ensayo, que perfectamente otorgaría materia más que suficiente para un extenso tratado, a saber: la lenta, demasiado lenta evolución que experimenta el cerebro de nuestra especie a lo largo de sus primeros años de existencia, desde antes incluso de nacer y, como suele decirse, salir al mundo. Apunta Maffei en cierto tono simpáticamente mordaz que, a diferencia del tiempo que conlleva la evolución cerebral en otras especies animales ―dos, tres semanas a lo mucho―, los seres humanos tenemos, por la misma razón, una infancia demasiado larga. La cual, afirma el neurobiólogo toscano, es altamente probable, si no es que casi un hecho, que nuestra niñez cerebral se prolonga aún más por nuestra tempranísima dependencia de cuanto gadget digital aparece cada veinticuatro horas y que, también desde una fase obscenamente precoz, utilizamos como sustituto y extensión artificial a costa del desarrollo y evolución naturales del órgano si no el más importante ―por mencionar, yo qué sé, el corazón, los pulmones― si aquel donde todo lo que somos y seremos, se echa a andar:
La construcción del cerebro no tiene ninguna prisa. El milagro de este proceso está en la formación de las sinapsis, pronto guiadas por los estímulos procedentes de los receptores sensoriales, es decir del ambiente, donde el ambiente es todo: las palabras, los sonidos, las imágenes, las caricias la aplicación e incluso las enfermedades.
Evidentemente, no estoy hablando ni tratando de dilucidar aquí acerca del tiempo que le llevó a Horacio Castellanos Moya, a usted o a mí, el lento proceso de desarrollo de nuestros cerebros, ni tampoco de especular hasta cuándo pudimos extender nuestras infancias ―si bien el poeta Saint-John Perse, en un célebre y casi lamentable verso, llora la pérdida del tesoro de la niñez, como si en una cantidad obscena de casos la infancia no se tratara de una maldición temporal que no solo se prolonga hasta la edad adulta, sino hasta la tumba misma. Y esto no tiene nada qué ver con las simplezas de Freud, sino con hechos y factuales demostrables, que además se extienden a largo plazo: propensión a ser una persona violenta y abusiva, así como a ser una víctima pasiva que asume los abusos como cosa normal; problemas de salud física y mental; adicciones; aislamiento social, el catálogo completo, pues.
A estas alturas del partido, el lector me acusará de aquel rasgo que el propio Juan José Arreola llegó a enunciar como la quintaesencia de su imposible carácter y el cual me temo. sin compararme en lo absoluto al maestro, igualmente asumo como propio: “Sí, es verdad, irremediablemente me voy por las ramas, y por las ramas de las ramas, porque tengo terror de bajar a la raíz.” (Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola. 1920-1947, Conaculta, 1994).
Lo que sí se puede tomar por cierto es que Horacio Castellanos Moya vivió años de auténtico fuego y a salto de mata ejerciendo como periodista en distintos diarios centroamericanos, y que dicha actividad, tal y como está expresada en sus relatos, novelas, columnas y ensayos que vivieron años en la dispersión y finalmente han sido, por fortuna, rescatados en un volumen espléndido que lleva por título una frase que hace pensar en un cirujano al que ni por error ni idiota distracción se le moriría el paciente adentro del quirófano: La metamorfosis del sabueso.
III.
Llegaron los años noventa del siglo XX, el momento de fugarse del averno, quizá hacia la segunda mitad de la década ―mi memoria es igualmente una tirana, para usar el título de la primera novela de Horacio con la que comienza la zaga de la familia Aragón y cuyo destino es el reflejo en el espejo hecho añicos de aquellas guerras centroamericanas, de aquellos países―, y si me obligan, en realidad no sé cómo pero sí la razón de por qué, Castellanos Mora pudo, es un decir, tomarse las cosas con más calma y menos peligro, y lograr así alejarse de aquellas tierras quemadas que solo prometían generar nuevos infiernos.
No conozco con absoluta precisión los detalles, pero lo cierto es Horacio llegó a México y formó parte de la redacción y editores que fundaron el diario y la revista Milenio, un medio periodístico que, eso nos parecía entonces a los lectores, se dedicaba a la crucial actividad de cubrir noticiosamente el más bien lento proceso de cambio político en México, análogo a ratos al moroso desarrollo del cerebro humano sabia y claramente referido por Lamberto Maffei.
El asunto había comenzado formalmente en 1997, cuando el partido de oposición, entonces de izquierda y encabezado por “el líder moral” ―tenía que ser: un día Lenin, otro Stalin seguido de Nikita y así hasta Mijaíl Serguéyevic, Daniel, un tal Correa, Hugo, Nicolás, Pedro el Chico de sombrero grande―, el ingeniero y político de extracción priista Cuauhtémoc Cárdenas, quien fue electo jefe de gobierno de la capital mexicana en elecciones libres y abiertas por primera vez en la historia del país.
Por otro lado, una vez ganada la capital, la ciudad de Méxicos, la acostumbrada lentitud parecía mutarse según los arrítmicos ritmos políticos del momento, al punto tal que, por ejemplo, los padres y madres de gente de mi generación comenzaron a creer que sí, que en efecto verían en vida lo que dos políticos y académicos, igualmente provenientes de la izquierda y entonces vinculados al partido tradicional de derecha, el PAN y a su candidato Vicente Fox, promovieron con un pegajoso eslogan de campaña en camino hacia las elecciones presidenciales del año 2000: “sacar al PRI de los Pinos”; algo inimaginable, o al menos muy difícil de lograr incluso para quienes entonces votábamos por primera o segunda ocasión en nuestras vidas..
Al final casi todo parecía indicar que había concluido el tiempo de la lentitud mexicana y comenzaba la era de la prisa ―por cierto, bajo las mismas condiciones impuestas por las nuevas tecnologías y dispositivos de comunicación instantánea, el Internet, la telefonía móvil a las que hace referencia el neurofisiólogo Lamberto Maffei como responsables de la ralentización no solo del desarrollo de algo tan importante como el cerebro, sino de la perniciosa y enajenante dependencia de los gadgets digitales cuya principal manifestación, esto no es ninguna novedad, es visible en la pulsión por la inmediatez, en la ansiedad y angustia que le genera a una persona no obtener lo que se desea al momento, la pueril mortificación ante la gratificación instantánea.
En 1999 parecía cuestión de meses, semanas a lo mucho, para dar por concluido el desmantelamiento del autoritario y todopoderoso sistema político en pie desde hacía siete décadas. La prisa del controvertido ensayista y crítico que célebremente abandonó luego de veinte años su cátedra de literatura en Venecia, Alfonso Berardinelli, sustituyó a la tradicional y resignada lentitud con que los mexicanos esperábamos el arribo de una transición a la democracia que existía sobre todo en la mente de los especialistas y políticos que disponían del tiempo para teorizar acerca de cómo sería, cuándo y con cuáles valores y andamiaje institucional, al fin llegaría:
En lugar de tener tiempo, en lugar de tener todo ese tiempo libre que una tecnología demasiado maternal y amable querría regalarnos, en lugar de tener eso que tratamos de ahorrar de todas las maneras posibles, en lugar de tener tiempo, tenemos prisa. (Cactus. Meditazioni, satire, scherzi, 2001)
IV.
Así fue cómo llegó y fue celebrada, saqueada y obliterada, la democracia mexicana, el ejercicio ciudadano de votar, exigir rendición de cuentas, esperar algo distinto, si no mejor al menos tener nuevas expectativas, desde luego todas incumplidas.
Sin embargo, pudieron más la indiferencia, la lentitud descerebrada de sus políticos, y el chiste pasó de prisa, apenas duró menos de tres décadas. Fuimos la misma generación la que saludamos su llegada que la que asistimos a sus funerales.
Su caída fue a la vez lenta y vertiginosa ―como si el neurofisiólogo toscano y el indomable, genial, antiguo profesor de la Università Ca’ Foscari, se hubieran puesto de acuerdo para, desde sus respectivas disciplinas, fusionar la lentitud con la prisa. Ni más ni menos.
Como sea, en aquellos años Horacio Castellanos Moya vivía en el histérico cautiverio que le exigía ser editor de un medio de información periodística de reciente creación, y el cual parecía cumplir con dignidad su función durante un periodo de años críticos para México y lo que entonces, ingenua y puerilmente llamábamos: su futuro. Al menos así recuerdo esos tiempos, apenas polvos de aquellos lodos.
Horacio, si mal no recuerdo, aunque es altamente probable que me equivoque, figuraba en el directorio del periódico y de la revista Milenio. El hecho incontrovertible es que era un personaje bastante activo, y a la vez extremada y precautoriamente discreto, casi fantasmagórico para los estándares del periodismo mexicano, del cual sospecho le interesaba ―¿a quién no?― apenas la cáscara de un cacahuate.
No tengo manera de probarlo, pero intuyo que durante ese periodo de especial frenesí periodístico y de debate público ―es fama que la tirana memoria latinoamericana tiende a la idealización y/o satanización del pasado―, Horacio Castellanos Moya encontró, a saber cómo, el tiempo y los espacios necesarios, y logró hacerse de una esquina donde nadie lo interrumpiera, los minutos más que suficientes y así recuperar o regresar a aquellos afanes literarios, la escritura de cuentos, novelas, iniciados al menos dos décadas antes.
V.
Y así como el PRI salió de los Pinos y llegó la temporal, predestinada al fracaso, democracia mexicana, así, de la misma forma, no tardó Horacio demasiado tiempo en olvidarse de eso que los periodistas, especial y pomposamente los de la ciudad de México, designan como el cumplimiento de «una misión social” ―cuál exactamente: nunca lo sabremos―, mucho menos aún se dilató en hacer las maletas y abordar un avión a no sé dónde pero lejos de aquí y de sus genios literarios y estrellas periodísticas.
De lo que sí puedo dar fe, es de cierto medio día durante el cual, supongo que en una visita relámpago a México, al contrario de las hordas bestializadas de reporteros y periodistas que salen en manada a tomar sus horas de comida, cuando no la tarde entera, sentado al fondo, en la esquina de una cantina, desde un inaparente sitio, lo alcancé a divisar: a pesar de ser primavera o verano, llevaba puesto un abrigo, los antebrazos bien recogidos sobre la barra, solo, de pie, libando sin prisas lo que me pareció que era un whisky con soda. Si acaso, intercambió un par de monosílabos con el cantinero, dio cuenta del trago servido en vaso alto, jaibolero, abrió la cartera y cómo llegó, tal cual se esfumó.
Algunas tardes, poco antes o después de la hora del crepúsculo, que con toda la contaminación del mundo, kilos y más kilos de materia fecal flotando libre por los aires, las bacterias de las micciones que, como una práctica ya histórica, los varones de la capital del país han dejado al pie de miles de árboles y postes de luz alzándose hasta alcanzar las fosas nasales de millones y millones de habitantes de la gran ciudad azteca, mejor llamarlos por su nombre más convincente: sus sobrevivientes, las tardes, decía, siguen siendo espectaculares ―a Alejandro Rossi le gustaba afirmar e incluir otros goces más: “cierto color del aire en los meses invernales, el sonido nocturno de los inútiles vigilantes, el llamado de los afiladores, las bandas musicales pueblerinas que a veces recorren mi barrio, el cuchicheo de mis amigos. ¿No es suficiente?” (“Aquí”, 1990). Algunas tardes, ya más bien tendiendo a la temprana noche, en ocasiones me cruzaba con Horacio, ya fuese en la esquina del edificio donde yo vivía, ya en el portal, al pie de la puerta principal. No recuerdo, por el contrario, haber intercambiado palabra alguna con él ni abrirle la puerta para franquearle el paso al interior del edifico.
Recuerdo perfecto, eso sí, los motivos de sus visitas, que no mencionaré aquí para ahorrarles un innecesario consumo de saliva a los subnormales del medio literario mexica-condesa-roma-coyoacán, que de inmediato fantasearían con supuestos motivos pérfidos o del tipo que aceitan la mitad de las neuronas que, especialmente los escritores ―me disculpan, en esta casa somos inclusivos: por implicación, escritores las incluye a ellas―, dedican horas a la cuestionable práctica del chismorreo ―y hago énfasis en cuestionable porque constituye su personal y colectiva forma de reunir inteligencia para usarla como tal, es decir como un instrumento de poder: para golpear, acosar, marcar un claro perímetro de ataque a la manera de un basurero donde todos van y depositan su basurita de personal inspiración y, así, gratuita e impunemente, nomás por mis pinches pistolas, van y joden a algún miembro de la tan distinguida comunidad literaria local, levantan sin miramientos una cortina de dudas y difamaciones en torno al desdichado y mala suerte del momento.
VI.
Hace años, trabajé un tiempo para una revista a la que podíamos calificar, sin exagerar, como lamentable: ni modo, de algo hay que vivir Míster: no money no honey. De algún inusitado rincón del mundo donde Horacio seguía encontrando el tiempo y el espacio para escribir, Tokio, Frankfurt, Pittsburgh, se anunció su visita a la ciudad de México para promover su entonces más reciente novela: El sueño del retorno, quizá la más autobiográfica de sus novelas, al menos de manera implícita y en términos gozosamente paródicos y burlescos ―o eso me pareció cuando la leí. Naturalmente, a ninguno de los tristes mandamases del susodicho pasquín donde yo laboraba, le importaba un rábano podrido el asunto, podría asegurar que ni siquiera se enteraron y menos se interesaron en ya no digamos dedicarle una página al escritor salvadoreño que también había ejercido el periodismo en México, sino en promover la más inocua nota de cobertura respecto a su paso por la ciudad.
Con gente así no se puede ―ni se debe― trabajar; así que importándome menos que la mitad de un reverendo pepino, decidí por cuenta propia convenir una “entrevista” con Horacio, que fue sobre todo una conversación, la cual tuvo lugar en una librería-café del barrio de Polanco, poco antes del mediodía.
Por supuesto, tocamos el tema de El sueño del retorno, pero al menos en mi cabeza, a estas alturas de mi vida, ya suficientemente maltratada, recuerdo aquel primer encuentro como si hubiera sido, quien lo dijera, un reencuentro, una puesta al día, vaya usted a explicarse eso, de dos perfectos desconocidos.
Nos trajeron un café más bien insípido y blandujo; sin embargo, la conversación fluyó como fresca agua de manantial: le recordé a Horacio aquellos entrecruzamientos ocasionales a las afueras del edifico donde yo vivía y puedo asegurar, al día de hoy, transcurridos más de doce años de aquella intentona de entrevista, el tipo de reacción, a la vez concentrada en recordar y a la vez sonreír a manera de decir: sí, claro que me acuerdo ―todo lo contrario de los pequeños y delirantes ejércitos de escritores locales a los cuales cualquier cosa que no estuviera relacionada con la aparición de su nueva novela, todo un suceso vital, les habría caído como un piano en la cabeza y hubiera despertado 300 mil años de la desconfianza que nació casi como otro órgano vital de la especie conocida como Homo sapiens.
VII.
Antes de terminar aquella nutrida conversación y fallida o ni siquiera intentada entrevista, imposible recordar cómo o por qué, acabamos hablando de nuestro interés mutuo en las Cartas completas de Joseph Roth. Horacio hizo especial énfasis en la forma en que esa correspondencia podía ser leída, aquello que mostraba y al personaje que revelaba, algo así. No hubo pretensiosas disertaciones al respecto, pero sí algunos comentarios muy precisos. Tanto que intuyo ―otra vez: soy el invitado de honor a equivocarme, casi es la razón por la que escribo: detesto tener la razón tanto como contagiarme de COVID― que detrás del interés de Castellanos Moya por esas cartas, algo de aquello resurgió en su libro Envejece un perro tras los cristales. Cuaderno de Tokio seguido de Cuaderno de Iowa, y que saldría a comprar ahora mismo de no haberme gastado apenas la tarde de ayer una plata considerable en adquirir la insulina que mi organismo exige para seguir funcionando y para que yo pueda continuar escribiendo, leyendo, charlando y bromeando con amigas y amigos, tomar un vaso de vez en cuando, ver a uno de mis gatos envejecer y al otro, el pequeño, crecer, viajar cuando resulta posible, aprovechar los años que me quedan de vida después de haberme sometido y lograr sobrevivir, a saber cómo, a la estupidez obscena que campea en eso que llaman “diplomacia” y que, basta con ver dos minutos cualquier noticiero, no sirve para un carajo.
Nos despedimos, supongo que la gente de prensa de su editorial tenía ya en fila la siguiente entrevista realmente seria, esas que, me han tocado por desgracia, hay que padecer haciéndole preguntas al reportero o reportera de la fuente cultural acerca de la novela que no leyó.
Salí de la librería, la despejada mañana se prolongaba fresca, sin los agobios solares del típico mediodía capitalino. Mientras caminaba con absoluta calma, me tomé el tiempo suficiente para recapitular sobre aquel encuentro; naturalmente, no había tomado una sola nota, a diferencia de una entrevista hecha y derecha con un corresponsal de guerra de la revista The New Yorker, un veterano célebre por su garra y nervios de acero, curtido en varios y complicados frentes, en la que tuve que grabar casi todo, o mejor dicho: todo ―al contrario de Truman Capote, quien es fama era capaz de recordar el 90 por ciento de una conversación cualquiera, yo, en cambio, en mis mejores días alcanzo, si bien me va, entre un 5 y un 4 por ciento.
Desde entonces, desde aquella conversación en una librería del barrio de Polanco. no he vuelto a encontrarme a Horacio más que leyéndolo.
Alguna vez intercambiamos correos: le envié una copia escaneada de un breve relato mío en el cual un guerrillero con cierta práctica y conocimiento de la poesía, es emboscado por su uno de sus ex cuñados, y él me envió las páginas que había escrito acerca de Roque Dalton y publicado en alguna revista.
VIII.
Los estudiosos, los dedicados a la crítica literaria tal vez tengan otra opinión. En mi caso, la novela con la cual Horacio Castellanos Moya despegó literariamente con la potencia de un tractor capaz de barrenar las inconsciencias más recias, fue El asco. Thomas Bernhard en San Salvador (publicada por primera vez en 1997).
Otra vez, no lo voy a venir a negar ahora, mis argumentos e ideas pertenecen tanto a la lectura como a mi propia vida. Por razones que no viene al caso detallar ahora, descendiente de un extraño y disfuncional matrimonio, que en mi opinión jamás debió haber ocurrido, entre un mexicano de provincias y una canadiense, vine a este mundo en la ciudad de Montreal.
Ahora son legión, pero en esos años mi padre, además del personal del consulado, eran los únicos mexicanos suficientemente inconscientes o irresponsables para vivir en una ciudad entonces todavía de segundo mundo, grisácea, y por si fuera poco, helada hasta debajo de los 20 grados centígrados la mayor parte del año.
Un buen día, mi padre se vio o quiso verse obligado a regresar a su patria de los mil amores y como la cual no hay dos, México. Y si bien nuestra vida en Canadá terminó de un día para otro ―ojalá lo mismo hubiera ocurrido con mis padres, dos seres chocantes y antagónicos que solo dios sabe la razón por la cual solamente se tardaron treinta años para mandarse mutuamente al diablo―, muchos veranos de mi niñez y adolescencia los pasé en Montreal, en casa de la hermana menor de mi madre y de su esposo, un exitoso notario que nunca condujo un automóvil, en realidad una lancha, que no cargara con un motor de menos de 12 cilindros y capaz de desplazarse con solamente 224 caballos de fuerza, o sea: ligerito y económico en gasolina. Eran esos años: coches enormes, casas suburbanas, comida china y pizza por cuanto a cocina internacional se entendía, y población tan blanca que resultaba indistinguible de los montones de nieve que se acumulaban en los parques y patios de la ciudad.
IX.
Todo, o casi todo eso cambió cuando, al finalizar el bachillerato en México y tratando de huir de la histérica figura paterna, decidí renovar mi pasaporte con la hoja de maple al frente y largarme a Montreal, una ciudad para entonces irreconocible al compararla con mis visitas veraniegas: igual de helada en el invierno, un auténtico infierno durante semanas de agosto, pero ahora, o mejor dicho entonces, a Montreal seguían sin llegar mexicanos, sin embargo arribaban un día sí y el otro también, refugiados y asilados políticos provenientes de Vietnam, el norte de África, Pakistán, India, Líbano, Haití, China, Armenia y, muy notablemente, los países de Centroamérica.
A estos últimos los recuerdo no por otra razón más allá de que también hablaban español, formaban familias tan numerosas y explotadas que bien hubieran podido pasar por familias mexicanas.
Había pocos de ellos en la universidad a la que yo asistía, se mataban trabajando y estudiando, y en su mayoría elegían conjuntos de materias ―Major y Minor― orientadas hacia la administración y los negocios: quedaba claro que los centroamericanos habían llegado para quedarse, para jamás regresar, al contrario del eterno sueño del migrante mexicano: no nada más se trata de volver al terruño, sino además, en caso de fallecimiento allende las fronteras de la patria, no hay cadáver mexicano que, en lugar de ser enterrado o incinerado lo mismo en Montreal que en Little Rock, estado de Arkansas, no sea metido en un sarcófago e incluido junto con maletas, paquetes, cajones de mensajería internacional, bultos varios, con tal de subir los restos humanos del occiso al avión y lograr eso que los burócratas consulares designan con un terminajo dizque técnico que bien podría servir como título para una novela con trama en extremo tenebrosa, digna de aquellas guerras floridas, diría Roberto Bolaño: Retorno de cadáveres.
X.
Para quien ha leído y releído con atención El asco, resulta imposible no detenerse, pensar y repensar la relación de agravios que se suceden unos a otros en la novela entre Vega, quien se caga como mejor puede con dieciocho años de indignante servidumbre canadiense y la vez el disfrute de la paz, la seguridad que ha encontrado en la ciudad de Montreal y que no cambiaría por nada, y Moya, quien en una eficaz y a la vez arriesgada solución narrativa, aparece frente al colérico Vega como Moya, como el propio Horacio Castellanos no para entrevistarlo, sino para escuchar su inacabable y delirante monólogo, consistente en el eficaz y convincente cúmulo de agravios, incluida la pérdida de su principal patrimonio en el infierno de San Salvador: su pasaporte canadiense. En otras palabras, Vega, quien ya se haya a salvo de casi cualquier peligro mortal y regresa a San Salvador a constatar que la susodicha ciudad y todo lo que contiene no es más que pura y repelente mierda humana, se ve obligado a mantener la guarda en alto, como si no hubiera estado ausente casi dos décadas.
Por ende, tengo para mí que hablar del flujo narrativo entre quien perpetra un indignado monólogo, es decir Vega, y Moya, quien en este caso lo sigue apenas como una sombra, es hacer referencia a algo más que Thomas Bernhard, ya sea en El Salvador o en Salzburgo.
Resulta curioso que lo que se propone como un ejercicio de estilo y a la vez el peculiar e imprevisto sistema de recepción que desata una novela breve, publicada en San Salvador por la propia madre del autor, le valiera serias amenazas de muerte. Escribe el propio Castellanos Moya en la edición que yo conservo de El asco:
En más de una ocasión, en algún bar de Antigua, Guatemala, San José de Costa Rica o la Ciudad de México, fui presentado a personas que expresaban su admiración por el libro y me proponían que escribiera un «asco» de su respectivo país, es decir una novela estilo Bernhard en la que criticara demoledoramente su cultura nacional. Claro está que yo ya había hecho mi labor y mencioné, sin perder la seriedad, que algunos países necesitarían demasiadas páginas para tener su «asco» y yo era un escritor de novelas cortas.
XI.
No voy a entrar en detalles acerca de otra excepcional novela breve de Horacio, Insensatez (2004); lo cierto es que cada vez que la releo encuentro disfrutables y sórdidas dosis de humor en las que no había reparado en lecturas previas y que ni en sueños he leído en Thomas Bernhard. Lo mismo aplica para El asco. Por algo Roberto Bolaño saludó a esta novela como el primer y mejor libro que había leído de Horacio Castellanos Moya:
[…] tal vez el mejor de todos, el más crepuscular, una larga perorata en contra de El Salvador, y por el cual Castellanos Moya recibió amenazas de muertes que lo obligaron a partir, una vez más, al exilio. El asco, por supuesto, no es sólo un ajuste de cuentas o la expresión de profundo desaliento de un escritor ante una situación moral y política, sino también un ejercicio estilístico, la parodia que hace Castellanos Moya de ciertas obras de Bernhard y también una novela para morirse de risa. Lamentablemente, en El Salvador muy pocas personas han leído a Bernhard, y aún muchos menos mantienen vivo el sentido del humor.
XII.
Hace unos días releí Moronga, la novela que Horacio publicó en 2018, también hasta donde sé, su novela más extensa. Sería arbitrario, si no es que bobo y hasta fuera de lugar, acreditarle méritos literarios por rebasar las más de 300 páginas solo porque el promedio de sus novelas ronda las 150 en promedio. Pero sería, estoy seguro de ello, una valiosísima nota al pie de página en un paper o artículo académico publicado en esos volúmenes de revistas especializadas que son garantía ―con justa y necesaria razón― de santa sepultura.
Esto puede sonar obvio; no lo es: la extensión de su novela Moronga por encima de la media, le permite a Castellanos Moya llevar a cabo lo que otro de los escritores que le resultaban cardinales a Roberto Bolaño en el sentido literal de la palabra, Serge, Sergio González Rodríguez, se refirió en uno de sus últimos libros, a la extensión del campo de guerra; es decir, el ensanchamiento y dilatación tanto horizontal como vertical, hacia los lados y hacia abajo de la misma superficie, a partir de la cual se reordenada la puesta en práctica de intereses políticos, militares, económicos, policiacos, delincuenciales.
XIII.
Me explico.
XIV.
La geografía, más todo lo que contiene y la sostiene, donde se desarrollan las historias, las tramas, las violencias, los enredos, los equívocos, los movimientos guerrilleros, de grupos varios y clases sociales, sus rupturas y escisiones por razones vinculadas lo mismo a la corrupción que aceita la vida social, que a la demencia política y a los delirios ideológicos de todos quienes se mueven dentro del campo de guerra ―exceptuando al personaje de Edgardo Vega en El asco , así como uno de los miembros de la familia de la zaga Aragón que acaba varado en Suecia, ya algo chiflado y completamente descolocado en la novela El hombre amansado― asumimos que todos los personajes clave, o al menos de quienes se tiene conocimiento alguno, permanecieron o fueron liquidados en las historias de Catellanos Moya, o bien puestos fuera de circulación en algún país de Centroamérica, o exilados y de una u otra manera repelidos y enviados de regreso en sus intentonas mexicanas, sea por circunstancias que les resultan demasiado inconvenientes, por falta de dinero o suerte, o simples tragicómicas e indeseadas ―si bien íntimamente convocadas por los propios personajes― vueltas en las tuercas irreparablemente averiadas de sus respectivos destinos.
XV.
Moronga, novela de Castellanos Moya y de la cual, tengo para mí, constituye ―como si la buena literatura, los libros, el mundo entero que contienen, se pudiera fijar siguiendo un orden técnico, propio de una rígida, ridícula y penosa nomenclatura― un auténtico tour de force en el cual se manifiestan y expresan, a las claras, todas y cada una de las obsesiones, compulsiones, paranoias, soledad y profundo aislamiento, dispersión continua, dislocación de la personalidad al tiempo que deslocalización radical de los cuerpos, presentes en casi toda su obra, como rasgos totales o parciales de la infinita multitud que la pueblan y despueblan, en tanto que en el trabajo de Horacio, nadie se queda demasiado tiempo estacionado o varado en el mismo lugar, sea porque urge la fuga, ocurrió la desaparición forzada, la huida en tiempo récord del señor ex embajador a una azotea infecta en la ciudad de México, su absoluta y enloquecedora desesperación, el secuestro y asesinato de un joven de buena familia no porque signifiquen en sí mismos un peligro para la insurgencia, sino porque en el campo de guerra impera la voluntad de la aniquilación.
Resulta difícil hallar una novela como Moronga, que logra imantar, sin efectismos ni arreglos o acomodos sospechosos o descaradamente espurios, con tan solo ―que no es poca cosa― recurrir a la fuerza en su estado más puro, salvaje, cercano a lo inhumano, convocar todos los miedos, todos los asombros, todos los testimonios de locuras y patologías que un escritor va dejando en cada libro que publica, casi como si se tratara de una vasta obra meditada, estudiada, y al fin escrita para ser leída como una historia continua y discontinua a la vez.
Sin embargo, ese libro no existe: el lector promedio cree, supone o imagina ―usualmente porque no la ha leído― que La Comédie humaine es una obra de más de ochenta volúmenes en los cuales ciertas nociones de secuencia y consecuencia, de destinos entrecruzados o despedazados por colisiones que aparentan un violento maremoto. resultan extraíbles como una de esas muelas cuya impactante y monstruosa raíz tiene la longitud del antebrazo de un niño.
Desde luego Roberto Bolaño no estaba pensando en Balzac cuando, en su columna del diario chileno Las Últimas Noticias, publicada el 4 de abril de 2001. Con apenas la lectura de cuatro novelas breves y dos cuentos largos, eso sí, lecturas magistralmente bien digeridas, pensadas y repensadas ―El asco, La diabla en el espejo, otra vez El asco en una edición española precedida de los relatos: «Variaciones sobre el asesinato de Francisco Olmedo» y «Con la congoja de la pasada tormenta» y El arma en el hombre―, Bolaño tuvo suficiente para hallar ―como quien utiliza con toda naturalidad el instrumento inventado en el siglo XVI por el holandés Zacharias Janssen para ampliar la capacidad de visión ocular― cuánto hay y circula detrás de las historias, tramas y personajes de Castellanos Moya: el ejercicio de estilo, el humor, el odio homicida que, en un contexto moral y político jodido, provoca un escritor; otro logrado ejercicio de estilo: una novela negra sin embargo narrada con la mayor destreza posible por una pija, una niña bien cuya voz no se inmuta mientras pasa de un sitio oscuro, a otro más sombrío que el anterior; dos historias vagamente familiares, apunta Bolaño, el tipo de descenso al infierno que cualquiera ha conocido de primera mano o por interpósita persona; por último ―hasta entonces, cuando la lectura de Bolaño se reducía a apenas cuatro libros escritos por Horacio y cuyas referencias casi habían sido resultado del azar en la medida en que en el encuentro entre amigos o conocidos el azar también juega y tira sus dados―, el que supuso para el autor y lector chileno el primer emplazamiento de personajes provenientes de distintas historias, en un enredo sazonado con los ingredientes típicos de la época y el lugar: el horror, la corrupción y el tipo de cotidianidad que no jamás permite el mínimo descanso.
XVI.
Lo sé: suena a obviedad. De hecho, se trata de lo que debería ser, a estas alturas, una completa, absoluta, incuestionable obviedad, enseñada y recitada a coro por los más pequeños en las aulas de clase.
Cuánto tiempo, cuántos accidentes tienen que ocurrir, desgracias jamás previstas ni intuidas, traiciones gratuitas, decepciones, experiencias que, por su crueldad y sevicia, logran desplazar la línea de lo humanamente aceptable
Maldad; avaricia; la silenciosa, la campeona, la muda del reino de la mierda: la ambición, siempre calladita, cuidadosamente encubierta y disimulada, sea en el mundo de la política, de la literatura, la economía, incluidos desde luego la filantropía y del deseo de hacer el Bien; se trata del mismo mundo donde la Gran Corruptora lleva y controla el juego. Por eso decía un conocido general y político mexicano, hablando de obviedades, que “nadie aguanta un cañonazo de 50 mil pesos.”
La cantidad cósmica de mala literatura que circula hoy en día cierra las puertas, construye muros del impenetrable grosor de un teléfono móvil, impide el acceso, o como se dice ahora en lenguaje autorizado, “invisibiliza” la obra de autores que escriben no precisamente para complacer a alguien, ni coleccionar premios o supuestos colegas, amigos y cómplices a raudales, ni salir a opinar sandeces a la menor provocación, mucho menos para levantar la lastimada y oculta confianza en sí mismos, y quizá la peor y más embarazosa: ser entrevistados y responder a la pregunta acerca de por qué escriben con una cortina de humo, con un burdo chisme, un cuento que de tan malo sea, quizá, la el mejor cuento que podrían escribir en su vida.
Además de ser una obviedad, me resulta incluso un poco vergonzante reconocerlo ―en lo personal, la llamada humanidad me tiene sin el menor de los cuidados: cuánto tiempo, años, decenios, cuánta vida arrojada a la basura, desparramada y olvidada en cada lugar del triste mundo donde he puesto ambos pies, donde se ha quedado abandonada apenas una sombra que es y no soy yo, y todo para que, pasado más de medio siglo, en este instante, ahora mismo, haya llegado hasta aquí, desde donde puedo sacar las cuentas correctas y, sin embargo, estar obligado a tener la suficiente paciencia para que un buen día concluya al fin la maldita eternidad que hace enloquecer lo mismo a hombres que mujeres.
XVII.
No practico la falsa modestia, muy nuestra, tan literariamente mexicana y latinoamericana. Sin haber gastado jamás un minuto de mi existencia estudiando Letras, he leído bien y a conciencia a Esquilo, a Homero, a Arquíloco de Paros, a Jenofonte, a Teognis de Megara, a Plotino, a Plutarco, a Luciano de Samosata, a Calímaco, a Lisias, a Safo, a Horacio, a Fedro, a Ovidio, a Lucano, a Terencio, a Catulo, a Virgilio, a Juvenal, y la lista se prolonga hasta el siglo XX, poco menos ―y de hecho cada vez menos― del XXI.
Y sin embargo cuántas horas de lecturas dispensables, inservibles, cuánta vida desperdiciada en autores incapaces de reconocer y, más importante aún, verter en la escritura sus más feroces, más terribles y temibles batallas, esos holocaustos padecidos de arriba a abajo, las inevitables guerras intimas, libradas niveles personalísimos o de alcance lo mismo nacional que internacional o ambas simultáneamente.
XVIII.
La mejor literatura nunca dejará de ser el más absoluto e impenetrable misterio, trátese del género que sea.
Basta con la relectura, en este caso de una novela publicada hace apenas siete años, es decir el día de ayer, nada de Petronio ni de Tácito, para confirmar lo obvio, el lugar común: la literatura es campo abierto para los farsantes y los tomadores de pelo ―aunque aquí yo sí precisaría: depende del pelo de quién: ahí están, han estado y seguirán ocupando su sitio los Carlos Fuentes, por poner un ejemplo, y su prolongada cauda de quienes escriben, es un decir, sin que jamás les haya estallado parte de la existencia frente a sí mismos, obligándolos a optar entre correr o perecer: a lo mucho los alcanza la flama de la estufa de la cocina en el rostro, obliterándoles en una modesta deflagración pestañas, cejas y sus bien cuidados bigotitos. Es decir, la escritura como mero artificio. Ello explica en buena medida que todos esos kilos de papel presentado como literatura constituyan el mejor inductor al sueño que puede comprarse sin siquiera pararse en una farmacia ―aunque aquí me veo obligado a precisar de nuevo: depende de qué farmacia, pues las hay que ya venden las historias entre contentas y en apariencia sombrías de estos bufones, duchos, profesionales y hasta simpáticos.
Solamente una imaginación prodigiosa como la de Borges es o puede ser análoga a las experiencias límite como las que ha vivido Horacio Castellanos Moya para escribir el tipo de novelas que se adentran en la locura, la violencia, los desgarramientos o episodios tragicómicos extremos, y no su mera impostura y acto de repetición ―es decir: escriir desde el punto más alejado de la verdadera creación.
XIX.
Termino volviendo a Roberto Bolaño, aunque entiendo que el propio Horacio Castellanos Moya igualmente llegó a cansarse, a fastidiarse de atender, un poco como todos, a Bolaño post mortem, ni modo.
Bolaño también escribió como si hubiera vivido al fondo ya no de los muchos volcanes de su país natal, que suman más de 2 mil y en estado activo, para no hablar de la celebérrima inestabilidad de las placas tectónicas que se ubican bajo territorio chileno.
En efecto, la obra de Horacio Castellanos Moya mantiene, como pocas, la necia voluntad del estilo, que cambia y muta y varía y en momentos vuelve a su punto de partida. Pero, sobre todo, la idea es de Bolaño, quien hasta su muerte ―algunos la consideran temprana o prematura, yo no: uno se muere cuando le llega la hora, ni un minuto antes, menos aún un minuto después― recorrió exilios adversos, no siempre gratos, otros mucho mejores, enfrentó la Enfermedad y de manera directa u oblicua, hizo literatura a partir de esa experiencia, nunca edulcorada con tardíos realismos mágicos ni sucios.
XX.
Tenía razón el muerto, y vale la pena recordarlo: Horacio Castellanos Moya sigue siendo, hasta la fecha, alejado, aislado de volcanes y torrentes subterráneos, un superviviente que no escribe como un superviviente. Al contrario, Iowa City podría ser ocupada por el ejército de ocupación idiotico-dictatorial de Trump y mientras aquello ocurre, Horacio sería el primero en redactar y mandar de inmediato el mejor despacho acerca de la situación, tal y como está sucediendo. Peores, mucho peores cosas ha visto.