House

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Me gusta House. No como me suelen gustar otros hombres. No como mi adorado y excitante George Clooney, por supuesto. Me gusta porque es capaz de aprenderse la enciclopedia británica y luego mejorarla. Eso me atrae. Y me pone un poquito también, lo reconozco. Siempre me ha dado morbo la gente capaz de hacer virguerías con su cerebro. Sé que el mío no llega a tanto. Y lo sabe él. Por eso ni lo intenta. Pero House ve un grano y puede recitar la tabla de las contagiosas por orden alfabético. Incluso la lista de enfermedades raras, de esas de un caso entre diez millones. Lo mismo que en la Seguridad Social, vaya, donde vas con un cáncer terminal y te ponen una escayola. Médicos así es lo que necesitamos en el mundo. Ha llegado el momento de superar el palito de polo y el abra la boca y el diga usted treintaytres y el tiene usted la garganta inflamada y el ya lo sabía, por eso he venido. Quiero que me hagan abrir la boca y me digan que tengo la enfermedad de Jakovsten o de Smith and Wesson –pura epidemia en Estados Unidos- o de alguien cuyo nombre lleve cuatro o cinco consonantes juntas. Quiero que los médicos de House, sus lacayos sabiondos, sus muchachitos negros, sus muchachitos rubios, sus indios obamaniacos y sus muchachitas demasiado jóvenes y demasiado guapas me hagan pruebas, punciones, desfibrilaciones, análisis, extracciones de todo tipo de fluidos corporales –oh, sí, que bien suena- y después pasen noches en vela ante los microscopios.

 

Quiero que me digan que es autoinmune, o de origen vírico, o que tengo un fallo multiorgánico o que mis pulmones están colapsados. Quiero que me lleven a la máquina del tiempo de las resonancias y que me saquen fotos de la cabeza buscando lunares fluorescentes. Quiero que me den diez horas de vida y después que me salven para siempre, por chiripa, recitando nombres raros y teorías de la conspiración bacteriana que ya las quisieran para algunos políticos y algunos directores de periódico. Eso quiero, sí. Quiero ser el centro del universo aunque las pase canutas. Y quiero, por supuesto, porque siempre queda bien, que venga el doctor Foreman con su taladradora a hacerme un agujero en el cogote para extraerme materia gris (aunque siempre es tirando a rosa). Quiero mi agujero porque necesito saber, porque no puedo vivir sin conocer la verdad, cómo se tapona después el orificio. ¿Basta una tirita? ¿Ponen un trozo de carne de otra zona del cuerpo? ¿Quizás un corcho tradicional es la solución? ¿Sigue abierto toda la vida y vamos dejando a nuestras espaldas un reguero de neuronas como los coches que pierden aceite? Necesito saber que es esto último lo que sucede. Porque así podría perdonar a todos aquellos que siguen votando a los mismos políticos a pesar de todo. Así podría llegar a sentir lástima por mis amigas de Valencia. Creo en la medicina. Sólo la ciencia puede ayudarme ya. Si no es que de verdad somos todos tontos.