Formo parte de un grupo de personas afortunadas que tiene el suficiente conocimiento musical como para poder permitirse, en pleno auge de autoconfianza y amor propio, decir en voz alta que es compositor, músico, intérprete… artista incluso. Sin embargo, cuando esas palabras no están bañadas en un par de copas de un ambiente distendido y entre colegas, suelen quedarse en expresiones con la boca pequeña. Tal vez sea cosa mía, puesto que respeto muchísimo el significado de la palabra músico y tengo mucho cuidado de ante quién la digo.
¿Qué es un músico para mí? Un músico es una persona con unas capacidades que para mí son ahora mismo una utopía, con una disciplina (muchas veces autoimpuesta) terrible y en ocasiones rozando la obsesión o la paranoia. El esperanto (idioma planteado como un intento de crear un lenguaje universal entre naciones) no resultó como sus creadores esperaron puesto que no se instauró como lengua universal, y sin embargo, los músicos poseen algo muy parecido. La capacidad para hablar y escribir en un idioma universal que cualquier ser humano es capaz de entender. ¿Podemos hablar entonces de alguien bilingüe? Si, seguro. Pero opino que es algo más, se trata un “bilingüismo internacional “ que además es capaz de hacer que se nos erice el vello haciendo que nuestros estados de ánimo puedan cambiar de una manera tan drástica que ni nos demos cuenta. Un coreano y un australiano pueden no mediar ni una sola palabra en sus idiomas respectivos porque no se entenderán, sin embargo si cogen dos instrumentos y comienzan a tocar, se entenderán a la perfección. No habrá necesidad de más.
Cuando me detengo a pensar pausadamente en lo que acabo de enumerar (y todo lo demás que no he mencionado) y lo aplico a mi persona es cuando prudentemente decido que no me gusta, o al menos evito decir que soy músico. Por ello, aquí, con un café y por la mañana, voy a decir que me limito a intentar coquetear con la música: me limito a esforzarme por gustarle todo lo que puedo y a esperar a que ella un día me dé una palmadita en la espalda y me diga “bien hecho” o, quién sabe, un día me devuelva una media sonrisa. Una completa y radiante me haría perder el conocimiento, con media me conformo.
Desde una edad temprana me he dedicado como un obseso a escuchar una y mil veces discos de principio a fin, deteniéndome en solos de guitarra, de piano, de bajo, de voz, de batería, de saxo y hasta de triángulo si era necesario. Según mi estado de emoción, implicación y por qué no, también de embriaguez, siguiéndolo con un ligero movimiento de cabeza o marcando el tempo con el pie hasta saltando por la habitación y moviendo hasta el último músculo de la cara haciendo muecas de sentimiento siguiendo al instrumento en cuestión o a la canción en general. Maravilloso. Tengo muchas aficiones, pero la que me llevaría a una isla desierta arrasa cuando es su turno frente a todas las demás.
Por ello era inevitable que, llegados a un punto concreto de mi vida, decidiera que quería tocar un instrumento (por mí tocaría todos, pero tampoco perdamos el norte). Hubo que convencer a los padres de que esa iba a ser la afición definitiva, no todo el mundo quiere comprar un instrumento a su hijo para que, cuando se le pase la fiebre, deje el instrumento aparcado para siempre cogiendo polvo en una esquina. Normal.
Una vez adquirido el instrumento se abrió la primera puerta, esa en la que se te permite entrar en un mundo muy alejado de la verdadera música aún pero que ya te hace sentir especial. Aunque todo lo que toques suene fatal, tu ya tienes un instrumento y te vas a un local a hacer ruido con los amigos para preparar algún concierto dantesco a nivel musical pero divertidísimo a todos los niveles.
Poco a poco, y según el interés que muestres por supuesto, irás avanzando. Tus progresiones y “composiciones” irán siendo “mejores” e irás necesitando más y más. (No es casualidad la cantidad ingente de canciones hablando de la música como si de una droga se tratara).
Y llegará el día en el que te verás gastando todos tus ahorros o pidiendo dinero si hace falta (otra vez como una droga) para conseguir equipos musicales muy superiores a aquellos que en un principio pensaste que te valdrían de por vida. Comenzarás a apreciar la diferencia entre una guitarra Academy cuyo precio tiene dos dígitos y una Gibson de cuatro. Y en ese punto, estarás perdido de forma casi irremediable. Habrá desilusiones, decepciones y momentos en que creerás que tu momento y oportunidad han pasado. Tal vez abandones a tu instrumento durante una semana, dos semanas… tres semanas. Pero ten por seguro que a la cuarta semana volverás a caer. El tratamiento de desintoxicación habrá fracasado y todo volverá a empezar.
La única diferencia es que, el proceso de recaída en este caso no es para mal, sino que suele venir acompañado de una mejoría: cada vez es mejor puesto que cada vez eres más fuerte, estás más preparado. Es probablemente el proceso inverso a cualquier otra adicción.
Y así seguirás hasta que probablemente fallezcas… yo por lo menos sé que será mi caso. Tal vez la música nunca te dé la palmadita en la espalda o te devuelva esa sonrisa que todos andamos buscando como si del santo grial se tratara y tendrás que buscarte la vida por otros senderos menos vitales y más “estándar”. Pero siempre te acompañará. Y en cuanto te jubiles y tengas tiempo y dinero gastarás ambos en ella, en volver a coquetear como cuando tenías tiempo (porque ganas siempre habrá).
Pero no divaguemos más: hablemos del señor Hugh Laurie. No, su presencia en el título no era un reclamo barato para llamar la atención del lector, vamos a hablar de él.
Para el que ande algo despistado, Hugh Laurie era un conocido actor británico que dio la campanada en 2004 por su interpretación del Doctor House en la serie con el mismo título. Un hombre dedicado a su faceta interpretativa desde muy joven y que en 2012 dio una de las sorpresa musicales del año publicando su primer disco con el título Let them talk al que él aporta líneas vocales y líneas de piano. Un disco de clásicos del Blues con alguna pieza original compuesta por Laurie. El disco, una colección de temas de blues (sí, blues), resultó ser un éxito. Tanto que hace menos de dos meses, y con muy poco tiempo de grabación y una gira (también exitosa que por cierto pasó por Madrid el verano pasado) Hugh Laurie y la Copper Bottom Band han sacado su segundo disco que está recibiendo las mismas críticas positivas que obtuvo el primero.
Para abrir boca, la primera pieza de su primer trabajo: espectacular primer minuto y medio en ST. JAMES INFIRMARY
Sería necio e hipócrita por mi parte no reconocer el nombre Hugh Laurie como una de las mejores herramientas de difusión que ha tenido el disco para su éxito. Discos y artistas de blues surgen todos los días y muy buenos que sin embargo no tienen esa repercusión. Creo que eso lo sabemos todos, incluido el señor Laurie. Pero no he venido aquí a hablar de eso.
He venido aquí, y he puesto su frase como título a esta entrada por otra razón.
Los dos discos que ha publicado el músico/actor (obsérvese el orden de los factores) han venido acompañados de unos documentales en los que tanto él (como hilo conductor) como su banda se adentran en las raíces del blues americano. Interesantísimos los dos. En el primero se detiene especialmente en Nueva Orleans mientras que en el segundo hace un recorrido por las principales ciudades del blues en Estados Unidos que comienza en Nueva Orleans y termina en Los Ángeles donde emula el concierto de uno de sus máximos ídolos en el barco Queen Mary. Las referencias a artistas “bluseros”, conciertos y discos que hace el artista es interminable.
Lo que para mi es admirable, encomiable, envidiable y precioso es la forma que tiene el archiconocido actor de hablar de sus ídolos, de admirar cuando visita a algún conocidísimo músico de blues que toca para él diez notas a un piano o el respeto constante que muestra ante todo lo que va viendo y visitando en el documental. Repite hasta la saciedad que él es el peor de todos los músicos que suenan en el documental. Plantea, en definitiva, un tratamiento de la música parecido (por no decir idéntico) al expuesto en el comienzo de esta entrada. La música es algo muy serio y hay que tratarla como tal y hay que tener mucho cuidado de ante quién y con qué argumentos puede un simple mortal decir “Soy músico”.
A destacar; la emoción patente en su gesto cuando visita el estudio de grabación de Ray Charles y le permiten tocar Hit the Road en el piano del que para algunos es el mejor músico del siglo XX. También las muecas y gestos de emoción y plenitud cuando observa tocar a uno de los pianistas más importantes del panorama musical actual de Nueva Orleans. Y por supuesto cuando al final del documental, Hugh Laurie, actor internacional que ha recibido innumerables premios y reconocimientos por su trabajo interpretativo en la serie House, al que seguro no le han faltado ofertas para otras series o películas y al que también presuponemos dedicación y pasión en su trabajo dice mirando a la cámara sentado al piano en mitad de una sesión de grabación:
“There’s really nothing better than this”.
Aunque reconociendo las evidentes facilidades que ha tenido este hombre para, primero grabar dos discos rodeado de “la crème de la crème” del mundo de la música blues, poder distribuirlo de manera internacional y poder hacer una gira internacional gracias a una jubilación anticipada que ya quisiéramos todos, no puedo evitar emocionarme y quitarme el sombrero ante las palabras y la actitud mostrada tanto en los documentales, como en su concierto en Madrid al que tuve la fortuna de ir.
La ilusión de un niño con zapatos nuevos, la pasión y admiración adolescente y también la madurez y sensatez inevitable de sus años…y es que no puedo estar más de acuerdo con el señor Laurie: No hay nada mejor que esto.
El documental completo se puede encontrar en Canal+, en youtube hay sólo un fragmento.
PD: Escucha muy recomendada de ambos discos. Los dos están disponibles en Spotify con el nombre de Let them Talk y Didn’t it rain.
Art Ace