Transbaikalia

y otros poemas de Liberté grande


Julien Gracq

[Traducción de Miguel Casado]

TRANSBAIKALIA

Las citas fallidas de enamorado en lo hondo de una cantera de pórfido; la Gehena y la giga demente de los barcos en llamas, una noche de niebla, por el mar del Norte; las gigantescas matas de espinos y las altas coronas de cementerio de una fábrica bombardeada, solo podrían dar una pálida idea de este vacío espejeante de quemaduras, de este ir sin rumbo y esta deriva de restos de naufragio como las aguas del Amazonas en la crecida, en que mi espíritu no había dejado de flotar después de partir entre enigmáticos monosílabos. Ya no sabría nombrarlo sino con nombres de glaciares inaccesibles o de alguno de esos espléndidos ríos mongoles de carrizos que cantan, de tigres blancos y olorosos, con su ternura de oasis inútiles entre la grava quemada de las estepas, esos ríos que desfilan lentamente ante el canto de un pájaro perdido encima de una caña, como posado después de la retirada del diluvio en un paisaje del que se han barrido los últimos toques del hombre: Nen, Kerulén, Selenga. Nen es el nombre que les doy en sus dulces consuelos, sus grandes escapadas de ternura como bajo velos conventuales; es la suavidad de piedra de sus manos secas, su leve sudor de niño, ligero como rocío, tras el abrazo matinal; es la hermanita de las noches inocentes como lirios, la chiquilla de los juegos pudorosos, de las almohadas blancas como una mañana fresca de septiembre. Kerulén son las tormentas rojas de sus músculos vencidos por la fiebre, la boca torcida con la deslumbrante torsión escultórica de las viguetas de hierro tras el incendio, las grandes olas verdes donde flotan sus piernas agitadas entre los músculos frescos del mar, cuando yo me hundo en él como una tabla a través de estratos traslúcidos, y ese gran ruido de doblar de campanas que nos acompaña en el lecho de las profundidades. Selenga es cuando flota su vestido como un vuelo soleado de gaviotas por el medio de las calles vacías de la mañana, por entre grandes velos batientes, ocelados con sus ojos como una cola de ave que se arrastra; son los ojos líquidos que nadan en torno suyo como una danza de estrellas. Es cuando desciende a mis sueños por las chimeneas tranquilas de diciembre, se sienta cerca de mi cama y toma tímidamente mi mano entre sus deditos para el difícil paso a través de los solemnes paisajes de la noche, sus ojos transparentes a todos los cometas que se abren sobre mis ojos hasta la mañana.


NADAR EN LA ABUNDANCIA

El canto de un gallo se derrama por las calles vacías esta cálida tarde de junio en que no hay nadie. El silencio, profundo como un granero abandonado, saturado de calor y de polvo. Qué lasitud bajo las bajas bóvedas de los tilos, en las aldabas de las puertas donde bostezan mil bocas de bronce. Qué tarde distinguida de domingo: lleva a soñar con guantes negros y manguitos de encaje en los brazos de las muchachas, con moderadas sombrillas y perfumes inofensivos, con las estepas áridas de una aventura de cinco a siete. Solo una nubecilla, despierta, alerta –como el deslumbrante nadador que reposa sobre la espuma, proyecta de pronto una sombra de estupidez en la multitud plantada en la playa–, cubre súbitamente de confusión el paisaje dormido y, al fondo de la avenida, lleva a sueños extravagantes a un árbol que aún no ha volado nunca.


GRAN HOTEL

Yo soy de una raza escandalosa, que prefiere a todo lo demás las tardes atareadas de una ciudad de gran lujo, antes de que una gala de ópera dé empaque a la pendiente más larga del día; las tardes tórridas en que el sol zumba detrás del espeso bosque de toldos desplegados en la fachada del hotel como una fiesta náutica, como un blanco y orgulloso empavesado de regatas por encima del aceite negro del asfalto, donde el reflejo de la hojarasca, todo mordido de charcos, se adelgaza irrealmente. No me sería fácil, sin menoscabo, excusarle al lujo alguno de esos detalles de mal gusto que misteriosamente lo poetizan: peletería estival, cascadas melancólicas de propinas que resuenan a lo largo de las escaleras de piedras sepulcrales, fumaderos de voces empenachadas, abrumadas por cueros de Córdoba, bares niquelados de los enfermeros desde donde el horizonte huye hacia las escolleras. Pero el lujo es sobre todo –hecho un ovillo en el fondo del coche entre los cojines, en el corazón de una noche cálida, de un horizonte maravillosamente verde y expandido en músicas cercanas, con la cara vuelta a ese cielo verde como una pradera, uniforme sobre el rostro el viento delicioso de la velocidad que cuesta cara– como la hermosa simplicidad recuperada, la largueza digna de un príncipe, el despojamiento antiguo del oro puro que se escurre entre los dedos.


LAS NOCHES BLANCAS

Como el mascarón de proa de un navío de tres puentes extraviado en este puerto de galeras, encima del liso Mediterráneo cuyo blanco de olas parece siempre fatigado por un exceso de sal, por detrás de una correcta, impecable hilera de copas de alcohol, se levantaba para mí el rostro de aquella violenta mujer. Por detrás había grandes pinos melancólicos, de esos que con la orientación de sus ramas apenas dejan filtrarse los rayos horizontales del sol a la hora de la puesta, cuando los caminos son hermosos, puros, se entregan a la canción de las fuentes. Al fondo del puerto se oían martillos contra los cascos, infinitos, incansables como una canción de tela encima de un ingenuo armazón de tapiz barrido por dos trenzas rubias, rodeado por una malla incesante de inquietudes domésticas, con esos dos ojos dulces en el medio, fatigados bajo los bucles, la hermana en persona de las fuentes inagotables. No se cansaba uno de beber, líquido claro como cristal, alcohol matutino y cantarín. Pero venía al fin, de pronto, una benigna languidez, como si se hubiera sobrepasado la hora permitida –sorprendido el puerto a la luz prohibida con la que desembarcan de improviso en un golpe de mano los bellos piratas de las noches septentrionales, lavanderas bretonas aprovechando una cortina de bruma. Venía de pronto el murmullo de los álamos, la mordedura del frío húmedo. Luego, el chasquido de la puerta de un coche, y ya era la salida de los teatros en el Petrogrado de las noches blancas, inimaginable despliegue de pieles, opacidad lechosa y dura del Báltico. En un alba manchada de crudos salivazos, prolongación de las irreales arañas, la calle vierte un trineo sobre los acantilados del mar abierto, triste infinito de olas grises como un fin del mundo. Era ya la hora de ir a las Islas.

QUIEN HIBERNA

Al despertarse por la mañana, las ventanas dobles lo encarcelaban en el bosque virgen de su delicado palmeral de hielo. Bastaba solo con regarlas para que creciera en una noche. Apenas se asombraba uno, sin embargo, de andar cabeza abajo: el cielo no era ya sino un mantillo gris sucio, pero la vía láctea de la nieve iluminaba el mundo por debajo. Todos los rostros eran bellos, habían rejuvenecido –la nieve daba a luz cuerpos gloriosos. A mediodía, en el jardín de nieve y algodón, erguido sobre un solo pie y reteniendo el aliento, él recuperaba la armonía del silencio. Al atardecer el laberinto velloso de la niebla le echaba un candado a la casa –las puertas quedaban batiendo. Luego el rayo de luna merodeaba en torno a la alcoba hasta que la ventana posara sobre la cama su gran cruz negra. Sin embargo, estas pequeñas estafas luminosas no siempre se daban sin peligro.


ROBESPIERRE

Esa belleza angélica que a nuestro pesar atribuimos –más allá de las páginas polvorientas de un libro que se ha hojeado solo entre la exaltación – a algunas figuras menores del terror, Saint-Just, Jacques Roux, el joven Robespierre. Esa belleza hace que se conserve para nosotros a través de los siglos, flotando alrededor de una guirnalda de elegantes cabezas cortadas como un bálsamo de Egipto, el sobrenombre del Incorruptible. La blancura de cuellos de Juan el Bautista afilada por la guillotina, los bullones de encaje, los guantes blancos y pantalones amarillos, los ramos de espigas, los cánticos, el banquete de sol previo a las grandes ceremonias revolucionarias, el rubio de trigo que madura, el flexible arco de las bocas atrapadas por un sueño de muerte, arrullos de Jean-Jacques bajo el follaje sombrío de los primeros castaños de mayo, verdes como nunca junto a la hermosa sangre roja de las cuchillas, madrigales fúnebres de un Brummel sonámbulo, con un manojo de pervincas en la mano, desvanecimientos de flor, de vírgenes aristócratas en el cesto de salvado. Como si, de haber sabido que un día las llevarían solas en el extremo de una pica, toda la belleza fascinante de la noche del hombre hubiera debido afluir al rostro magnético de esas cabezas de Medusa. Esa castidad sobrehumana, esa ascesis, esa belleza salvaje de flor cortada que hace palidecer el rostro de todas las mujeres. Es la lengua de fuego que para mí, aquí y allá, baja misteriosamente en medio de las siluetas veloces como relámpagos de las grandes calles que se mueven como sobre la pantalla de una hilera de árboles en llamas, una noche de junio en el campo. Y me señala, en un cierto éxtasis pánico, el inolvidable rostro de algunos guillotinados de nacimiento.


LAS TROMPETAS DE AÍDA

Grandes paisajes secretos, íntimos como el sueño, se arremolinaban sin cesar y se volatilizaban sobre ella como el incienso leve de las nubes en la aguja incandescente de una cima. Su llegada se parecía al frente luminoso de un bosque que se contemplara desde una torre, al sol debilitado por las brumas de una costa lluviosa, al canto reconstituyente de la trompeta en las anchas plazas de la mañana. En su cercanía he soñado a veces con un jinete bárbaro de gorro puntiagudo, a horcajadas en su caballo enano como en una rígida silla de iglesia, completamente solo y minúsculo con su trote de juguete mecánico a través de las estepas de Mongolia –y otras veces era algún viejo emperador de origen búlgaro, semejante a un relicario apergaminado, cuando entra en Santa Sofía para la acción de gracias, mientras bajo la hierba de los siglos se hunde el pavimento color hueso de Bizancio y el orgasmo sobrehumano de las trompetas paraliza el sol poniente.



LA VIDA DE VIAJE

Nos íbamos de la ciudad hacia las tres de la mañana, cuando las casas tenebrosas de las avenidas se lanzan entre sí, de fachada en fachada, las aves nocturnas, igual que un tiro de pichón de cojines de seda. Rayaba el alba como una cinta de luz azul sobre los raíles de un tranvía de los suburbios –pero, desde antes de la tierra prometida, cambia el cielo: lluvia en las cristaleras de un hotel de playa abandonado, almuerzo de pan gris sobre el que imita el mar un ruido de lágrimas. ¿A quién echar la culpa? Desorientados, perplejos, paseamos arriba y abajo por el embarcadero, mientras tiramos nuestros pedazos de pan al mar. Ahora me he echado sobre los hombros la capa de los pobres, he atado mis zapatos en la esquina amarga de un mojón, y, completamente solo bajo el desagüe de los canalones, espero la hora de que abran las tiendas de ultramarinos.


EL VALLE DE JOSAFAT

El paisaje al cabo de la carretera, como al cabo de una flecha sus plumas. Estoy solo. El hostal vacío en el que resuenan los pasos sobre baldosas del tiempo del diluvio. Una botella tintinea, ruidos pringosos, el tiempo discurre renqueante, luego se olvida de seguir pasando. El buen lecho de la tierra fresca hace bajar los gestos más sencillos. El campaneo solemne del agua. El vaso se ha cerrado en la mesa como sobre el arca su tapa. Bajo una bruma de tierra segada, se oye correr el río del camino misterioso. Dormir, con la cabeza en la mesa, en el centro de la órbita de frescor. Los ojos se mueven como el girasol y el heliotropo, y por los arroyos lácteos del enlucido de la habitación se diluyen en la mancha de tinta de una mariposa negra.

Julien Gracq (Saint-Florent-le-Vieil, Maine-et-Loire, 1910 - Angers, 2007)

Su verdadero nombre es Louis Poirier. Fue prisionero de guerra entre 1940 y 1941. Ejerció la docencia como profesor de historia. A pesar de su estrecha vinculación con los surrealistas no puede considerársele un militante en el sentido estricto, pues siempre ha mantenido una posición de independencia. En 1951 le fue concedido el premio Goncourt, que se negó a recibir, por su novela Le Rivage des Syrtes.

Obras publicadas: Au châteu Argol (1938), Un beau ténébreux (1945), Liberté grande (1946), André Breton (1948), El rey pescador (1948), La literatura como bluff (1950), El mar de las Sirtes (1951), Los ojos del bosque (1958), Preferencias (1961), Le roi Cophetua (1970), Letrinnes II (1974), Las aguas estrechas (1976), En lisant en écrivant (1980), La forme d'une ville (1985), Autour des sept collines (1988), Journal du grand chemin (1992), Entretiens (2002), Manuscrits de guerre (2011),

Miguel Casado (Valladolid, 1954)

Es autor de una amplia obra poética, crítica y de traducción. Como poeta ha publicado Inventario (Premio Hiperión, 1987), Falso movimiento, La mujer automática y Tienda de fieltro. Su escritura crítica se recoge en volúmenes de ensayo como Del caminar sobre hielo, La poesía como pensamiento, Los artículos de la polémica y otros textos sobre poesía o Deseo de realidad; recientemente han aparecido El curso de la edad. Lecturas de Antonio Gamoneda y una selección de sus textos más significativos, La experiencia de lo extranjero. Sus últimas traducciones publicadas son La soñadora materia, de Francis Ponge y la Obra poética, de Arthur Rimbaud.