Imitaciones

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“Nkem está mirando los ojos saltones y sesgados de la máscara de Benín que hay en la repisa de la chimenea del salón mientras se entera de que su marido tiene una amiga”. Por suerte, la amante de su marido no es tan joven como ella sospecha, tiene veintiún años, le aclara una amiga al teléfono. Eso alivia a Nkem, que pertenece a una de esas familias de nigerianos ricos que mandan a sus esposas a Estados Unidos mientras los hombres se quedan en Nigeria porque ahí siempre les llaman “Señor”.

 

 

 

“Nkem está mirando los ojos saltones y sesgados de la máscara de Benín que hay en la repisa de la chimenea del salón mientras se entera de que su marido tiene una amiga”. Por suerte, la amante de su marido no es tan joven como ella sospecha, tiene veintiún años, le aclara una amiga al teléfono. Eso alivia a Nkem, que pertenece a una de esas familias de nigerianos ricos que mandan a sus esposas a Estados Unidos mientras los hombres se quedan en Nigeria porque ahí siempre les llaman “Señor”. Sus mujeres se quedan en territorio extraño, en el de las familias felices de las urbanizaciones de niños blancos. Piscinas. Colegios caros. La chica que viene a cocinar. Así es la vida de Nkem.  Pero no se queja: podría ser peor. De hecho, es afortunada; siempre que vuelve de viaje, su marido le trae máscaras preciosas de distintos países africanos. Como la bella máscara de Benín que acaricia mientras recibe malas noticas. Es un adorno precioso. Tanto que casi nadie podría distinguir al verdadero de la copia. Pero Nkem lo sabe: es una imitación.

 

En ‘De imitación’, un relato asombroso incluido en el libro Algo alrededor de tu cuello, Chimamanda Ngozi Adichie nos cuenta algo más que una historia. En realidad, nos hace una advertencia que nos traslada al refranero popular: no es oro todo lo que reluce. Porque a Nkem, la protagonista de la historia, le mostraron la vida perfecta y la escogió. Vio la forma que tenía, como esas máscaras casi perfectas que le traía su marido, y la compró.

 

Siempre me han fascinado las imitaciones. Las de los bolsos, las de los cuadros, las de las firmas. Que algo exista con la sola misión de parecerse a un objeto original y único tiene mucho de perverso. El estatus de las imitaciones, por más perfectas que sean, nunca las releva de su calidad de sustitutas, de segundonas sin remedio, siempre pretendiendo pasar por verdaderas –las buenas, claro-. Porque las malas son una copia barata, como esos elegantísimos Rolex dorados que se descascarillan al primer chapuzón.

 

Supongo que el hecho mismo de imitar tiene mucho que ver con las ansias de apariencia, de perfección. Pero también con la falsedad. Y cuando leía el relato de Chimamanda Ngozi Adichie, me detenía en esa mujer que acaricia una máscara bonita pero falsa, y pensaba justo en eso: en la de veces que en la vida nos empeñamos en que una imitación pase por ser original. Tanto que a veces nos lo llegamos a creer.

 

Hace poco me encariñé con una frase que me remite a todo este asunto. Era de John Steinbeck: “Now that you don’t have to be perfect, you can be good”. Y me dije que nos pasamos tiempo –yo la primera– esperando a que llegue esa vida perfecta, esa vida que hemos imaginado y que se parece a otras vidas a su vez imaginadas. Vidas que creamos por imitación. La misma vida con la que soñaba Nkem, la de los ricos nigerianos en Estados Unidos. Porque nos pasamos mucho tiempo mirando afuera y confundiendo máscaras. Quizás, me digo, sería más inteligente tratar de vivir pensando en el original, no en la copia.