“Lo que era una historia sencilla se ha vuelto desproporcionada”.
FRANZ KAFKA, El proceso
Desconozco la fecha exacta, pero tuvo que ser necesariamente antes de 1912 cuando Franz Kafka escribió “Deseo de ser un indio”, uno de los textos breves más fascinantes del escritor praguense, un microrrelato o poema en prosa capaz de seguir generando décadas más tarde innumerables interpretaciones, de suscitar ensayos como el que firmaría el filósofo Miguel Morey, ganador del premio Anagrama de Ensayo de 1994 con una obra del mismo título que gravita de un modo muy libre, elíptico, sobre el universo kafkiano, la creación y la idea de fuga; o incluso –por no abandonar el ámbito español– de inspirar canciones como la que 091 incluiría dentro de su Cementerio de animales, el álbum de debut que los granadinos grabaron, por cierto, con la ayuda de Joe Strummer, líder de The Clash, y de cuya publicación se cumplen ahora 40 años.
“Deseo de ser un indio”, apenas sesenta y dos palabras en su versión original, fue una de esas prosas dispersas incluidas en el primer libro de Kafka, Contemplación, aquel que publicó al poco de conocer a Felice Bauer. Se hallaba, le dirá a Brod, “bajo el influjo de la señorita” mientras las ordenaba “y es muy posible que debido a ella se haya deslizado una que otra torpeza”. A la señorita, por cierto, el libro, por lo que se deduce de su correspondencia, le causará cierta indiferencia. Lo que le mortificará. Se trata, por tanto, de un texto fraguado en un momento clave, cuando el escritor estaba completando su etapa formativa, e inserto en una obra en la que aparecen ya, con una Praga no nombrada al fondo, como apuntó Manuel Ruano Roldán en su interesantísimo estudio Los dibujos de Franz Kafka, los temas característicos de su producción, esto es, las dificultades en las relaciones humanas, el choque del individuo con su entorno, lo asfixiante en el ámbito familiar, la huida de la realidad, lo no predecible e incontrolable que cae sobre el ser humano, el rechazo, la incomunicación, la soledad… Y como en todos sus textos posteriores, ese “estar ambivalente de todos sus personajes, entre lo estable y lo sólido y lo precario e inseguro”.
Es justo ahí, en el preámbulo de uno de sus raros periodos de ebriedad literaria, donde aparece, como señaló en su día Jordi Llovet, el texto que terminaría representando un “paradigma de toda su futura producción”, un escrito que a pesar de su relativa incoherencia gramatical “resulta tan incomprensible o tan diáfano como lo sería ya para siempre” la literatura kafkiana.
Una literatura, no se le escapa a nadie, que en el último siglo, especialmente coincidiendo con ciertas efemérides –y esta que se avecina, la del centenario de su muerte el próximo 3 de junio, promete ser de las sonadas– ha generado en el mejor de los casos una “efusión de interpretaciones”; en el peor, por seguir utilizando las palabras que Susan Sontag acuñó en su célebre «Contra la interpretación”, todo tipo de “secuestros en serie” que no habrían hecho más que contribuir a la “hipertrofia del intelecto”, al envenenamiento de la sensibilidad consustancial a nuestros (pos)modernos tiempos.
Decía Heinz Politzer que “las parábolas de Kafka son el test de Rorschach de la literatura” y que su interpretación dice más sobre el carácter del intérprete que sobre la esencia de su creador”. Puede que sea cierto, que como señaló Manuel Crespillo en La mirada griega en el mundo de la exégesis el sujeto no sea más que el objeto de sí mismo. Pero, a riesgo –en este caso lo juzgamos inevitable– de que el presente sea uno más de los homenajes “que la mediocridad rinde al genio”, no dejaremos que el juicio de Sontag nos frene. Al fin y al cabo, ya dijo Marcel Reich-Ranicki, el gran crítico alemán, que de haberse producido esa “violación” esto “no le habría causado ningún daño alguno a la obra” de Kafka, que seguiría, pese a nuestra empobrecedora porfía, floreciendo y prosperando en todo el mundo.
Prueba de su vitalidad, no solo que se haya traducido a decenas de idiomas, sino que un mismo idioma arroje diferentes versiones de los mismos textos, que multiplican sus interpretaciones como en una galería de espejos. Justo lo que sucede con este cuento. De hecho, el escritor Alejandro Gándara contaba hace unos años a este respecto cómo en una sesión dedicada a analizar la composición que nos ocupa los participantes se dividieron de pronto en dos bandos: los que estaban seguros del sentimiento liberador que latía en “Deseo de ser piel roja” y los que apostaban por la angustia y el pánico que desprendía su mellizo “Deseo de convertirse en indio”. Los presentes –apostillaba Gándara– enseguida comprobaron que las posturas se correspondían con dos traducciones diferentes.
A quienes solo podemos acceder a la obra de autores como Kafka a través de traducciones lo anterior no hace sino acentuar nuestra sensación de futilidad. ¿Cuál es la buena? Conozco al menos cinco traducciones distintas de este texto –aquí “glosaremos” la de José Rafael Hernández– y cada una de ellas enfatiza algún aspecto, omite un matiz, acentúa un significante o un significado. Imposible quedarse con una en nombre de una presunta fidelidad al original sin sentir que estamos consumando algún tipo de traición. Lo que nos lleva a otra pregunta: ¿acaso importa? ¿Nos previene nuestro desconocimiento del hebreo, el griego clásico o el dialecto toscano de extraviarnos por el libro de Job, Las Euménides o la Comedia? No es que no sea una cuestión relevante, sobre todo si eres filólogo, pero tratándose de Kafka –y aquí reside parte de su hechizo– ni siquiera un alemán nativo tiene por qué encontrar más franqueada la entrada, que se vuelve especialmente angosta cuando en el umbral nos aguarda un texto que, si hemos entendido bien a Llovet, constituiría una especie de aleph, de código que nos permitiría abrir todas las puertas del universo kafkiano y por extensión –esto ya es aportación propia– de toda la literatura europea del periodo y de la crisis de la modernidad de la que es expresión.
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Si pudiera ser un indio, ahora mismo…
Diez años antes de aparecer Contemplación y de que Felice y Franz coincidieran, en la tarde-noche del 13 de agosto de 1912, durante una cena en casa de Max Brod, se publicaba el que está considerado el manifiesto de la crisis de la modernidad, la Carta de Lord Chandos de Hugo von Hoffmansthal, en la que el hijo menor del conde de Bath, Philip, le escribía a Francis Bacon para disculparse por su renuncia total a la actividad literaria.
“Las palabras abstractas –cito uno de los pasajes más elocuentes– de las que, conforme a la naturaleza, se tiene que servir la lengua para manifestar cualquier opinión, se me deshacían en la boca como setas mohosas”.
Esta impotencia de Lord Chandos, que encuentra todas las palabras “demasiado pobres”, que va perdiendo el habla –“Quiero escribir, pero me sale espuma,/ quiero decir muchísimo y me atollo;” escribirá años más tarde César Vallejo–, está presente en todas las grandes obras de un periodo en que la condición de la palabra se ha vuelto especialmente frágil. Los hombres, aquellos que habían conseguido liberarse de los demás reinos, del gran “silencio de la materia” por medio del lenguaje, al tiempo que toman conciencia de lo que supone de milagro y a la vez de blasfemia, de escándalo, el haber abandonado su condición primigenia, aprenden que ni siquiera su fáustica y a veces suicida búsqueda es suficiente. Que como escribirá Rilke en su octava elegía están condenados, hagan lo que hagan, a permanecer en la actitud de uno que se marcha: “¡vueltos al todo y nunca fuera!”
Todo lo que ordenamos, por seguir con la alusión rilkeana, se desmorona y nos desmorona, hasta el punto de que –como escribirá George Steiner, quien nos sirve en este punto de Virgilio– el círculo se ha completado: “en su límite extremo, cuando bordea con la luz, el lenguaje de los hombres se vuelve inarticulado, como el del niño antes de aprender a manejar las palabras”. Musil, Joyce, Rilke, Walser, Eliot, el mismo Vallejo son nacionales de esta misma Kakania (sin f), nombre que da Musil al decadente Imperio Austrohúngaro, habitantes honorarios de la modernidad –concepto que como bien ha explicado Svetlana Boym en El futuro de la nostalgia, nació precisamente de la mano de Baudelaire en el ámbito de la poesía, no en el de la ciencia política, para definir lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente–; seres, en definitiva, parafraseando a Nietzsche, “a los que les falta algo, devorados por la nostalgia del desierto”.
En este mundo desencantado y desamparado en que la unidad de la existencia parece haber saltado en pedazos, las palabras que antes habían limitado, desde su servidumbre rebelde, con la luz teológica o con la música, se adentran en una espesa noche. “Era una falla de las palabras lo que le atormentaba –leemos en Las tribulaciones del estudiante Törless–. Una conciencia a medias de que las palabras no eran sino subterfugios, pretextos fortuitos de lo que uno sentía”. La tradición de todas las generaciones muertas parece oprimir como una pesadilla el cerebro de los vivos y esos signos raídos, gastados, monedas falsas que se amontonan ad infinitum, como si todo hubiese sido ya escrito, constituyen la materia prima con la que los escritores que no busquen evasivas deberán desafiar el dictum de Wittgenstein.
No es casualidad que justo en ese momento en que Lord Chandos calla para siempre, en que –como señalara Claudio Magris– el sujeto individual está a punto de perderse y disolverse en la materia, en que la unidad del yo se ve reducida a elementos simples, átomos sueltos y centrífugos, en ese momento en que la identidad naufraga y lo sagrado –la Biblia o la Enciclopedia– ha abandonado el mundo, le sea dada la palabra a Kafka –en palabras de Benjamin recordadas pertinentemente por el profesor Jarauta– “como castigo”.
Como señaló Steiner, dos serán los caminos que se le abrirán al escritor que ha intuido que la condición del lenguaje está en tela de juicio. El primero, como nos recuerdan las estruendosas renuncias de Hölderlin y Rimbaud, pasa por abrazar la pulsión negativa, la “atracción por la nada”, el “síndrome de Barletby” maravillosamente explorado por Enrique Vila-Matas.
El propio Kafka, como nos revelan sus Diarios, estuvo aquejado por el “mal endémico de las letras contemporáneas”, pero ante el “escándalo milagroso de la palabra humana”, terminará tomando el otro desvío, lanzándose a la tarea –de ahí “los escrúpulos atormentados de todos sus proyectos lingüísticos”, señalará Steiner– de dar nombre nuevo a todas las cosas. Y al escuchar el misterio del lenguaje con una humildad y atención mayores que las del hombre corriente, el oído de Kafka captará cómo va creciendo la jerga de la muerte en derredor, cómo “al hombre europeo le aguardaba una inhumanidad terrible”.
“si viniera, si viniera un hombre (…)/ si hablara de este/tiempo, solo/podría balbucir, balbucir/siempre siempre/solo solo”, escribirá Celan después.
Del canto de las sirenas se puede escapar. De su silencio, no. Kafka lo sabía. El piel roja lo sabía.
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y sobre un caballo a todo galope, con el cuerpo inclinado y suspendido en el aire…
Como todo clásico, y este texto hace mucho que se hizo merecedor de ese esquivo timbre, “Deseo de ser un indio”, incluido por Kafka en la última tanda de incorporaciones a un libro que venía urdiéndose al menos desde un lustro antes, tiene mucho que contarnos sobre la “estructura de sentimiento” –por recurrir a la tan manida como inestable expresión de Raymond Williams– de nuestro presente. Es lo que ensaya quien me lo descubrió a mí, el pensador Santiago Alba Rico, quien ha incluido su particular lectura del texto en diferentes lugares de su obra.
Según la interpretación que nos dejó el filósofo en uno de los ensayos que conforman El naufragio del hombre, libro publicado junto a Carlos Fernández Liria, esa cabalgada venía a simbolizar la “necesidad paradójica del jinete de desprenderse de aquello gracias a lo cual puede avanzar: las espuelas, las riendas, el caballo mismo” y comparaba ese querer liberarse también del propio cuerpo –medio y obstáculo de nuestro impulso ya sin objeto– con el “destino tecnológico del hombre” bajo el capitalismo. La “velocidad” es el alimento y el combustible del capitalismo, y si para alcanzar sus objetivos ha de ocultar o incluso eliminar el medio y el obstáculo de su reproducción, los cuerpos, no se detendrá.
Sobre esa singularidad humana que supone la huida del propio cuerpo –y sobre sus “inevitables fracasos y recaídas”– ha escrito mucho y bien el autor de Leer con niños, aunque tal vez sea en Ser o no ser (un cuerpo), ensayo aparecido en 2016, donde recoja de manera más ordenada sus principales ideas al respecto.
Si en La ciudad intangible el madrileño afincado en Túnez advertía que vivimos “bajo un régimen de catástrofe permanente en el que los cortes con el pasado se suceden (…) a una velocidad tan vertiginosa que no queda en pie siquiera una ruina en la que experimentar la antigüedad del mundo y la profundidad del tiempo”, casi veinte años después el pensador certifica cómo la “centralidad de nuestro cuerpo como criterio antropológico postdiluviano” ha sido desplazada. Con internet, las redes sociales y demás prolongaciones digitales, nuestros órganos vitales se han exteriorizado, siendo compartidos tecnológicamente con millones de personas. A su vez, el tiempo en que nuestros cuerpos medían las distancias, escandían la duración y jerarquizaban los acontecimientos ha quedado definitivamente superado. El cuerpo –que, recordemos, es “palabra y carne”– se ha convertido en un lastre, en un “peso muerto”, resultando especialmente molesto cuando demanda atención, cuidado, espacio –fisicidad– o, como presenciamos durante la pasada pandemia de covid, simplemente aire. Entonces los cuerpos, exangües, amenazan con convertirse en incómodos testigos. Recobran, triste venganza, una densidad fantasmal que ciertas conciencias huecas parecen no sentir.
En todo caso, nada demuestra más a las claras la moderna identificación simbólica entre exclusión y/o decadencia y (sobre)corporalidad, nos recuerda Alba Rico, que “solo los pobres, los muy pobres”, tengan todavía “biografía”; que solo los enfermos, los ancianos, los marginados o las víctimas tengan cuerpo; que solo a través del hambre, el dolor, la muerte (o el aburrimiento) ese arcaísmo neolítico resucite; que sean la cocina, la plaza, el sillón orejero los lugares orgánicos, de desconexión en el más profundo sentido de la expresión. Cada vez que preparamos un puchero, que acudimos a una manifestación, que nos sumergimos en la lectura, nos arrancamos a nosotros mismos de la corriente, de la aceleración, de la velocidad que mata, multiplica los cadáveres e impide nombrarlos.
Son núcleos de resistencia en la guerra sin cuartel que nuestra civilización capitalista global le habría declarado a estos residuos prehistóricos, diques impotentes ante las explosivas paradojas de nuestro tiempo. Que el mismo movimiento creado por el capitalismo sea el que necesitemos replicar para desembarazarnos de él, ya lo hemos sugerido, es una de estas. Otra, como relataba Alba Rico en un artículo relativamente reciente, no menos relevante desde un punto de vista práctico, radica en la “relación entre exclusión corporal e inclusión tecnológica” que provoca que mientras los precios de los alimentos no hayan dejado de aumentar, las “tecnologías de la representación” no hayan dejado de abaratarse y, consiguientemente, que gente que apenas come, que no tiene trabajo, que no puede acceder a bienes de consumo elementales, pueda ver la televisión, tenga teléfono móvil o redes sociales. En definitiva, y no es difícil extraer algunas inquietantes conclusiones, ni sus correspondientes derivadas políticas, de este hecho, el que millones de seres humanos “social, económica, políticamente excluidos” estén al mismo tiempo “incluidos en un universo simbólico sin barreras”.
Ese estar dentro y fuera a la vez reproduce de algún modo el movimiento del indio de Kafka hasta el punto de que termina siendo lícito preguntarse si más que huir –en virtud de la “fantasía mercantil”, que no conoce límites, y por una especie de falsa conciencia ilustrada–, este, y con él todos nosotros, no estaremos huyendo de la huida.
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… estremeciéndome sobre el suelo oscilante, hasta dejar las espuelas, pues no tenía espuelas, hasta tirar las riendas, pues no tenía riendas…
Con su habitual perspicacia Walter Benjamin destacó que en los personajes de Kafka “cada gesto es un acontecimiento y casi podría decirse un drama”. Buena parte de la potencia semántica de sus textos deriva precisamente de esta circunstancia. De que incluso cuando, como en “Deseo de ser un indio”, parece estar esbozando una miniatura, en realidad está urdiendo una epopeya; de que disfraza de anécdota lo que es una gigantomaquia del sujeto en la modernidad.
Otro cuento del checo, más largo, probablemente más célebre, para algunos su mejor cuento, puede darnos alguna clave. El propio Alba Rico lo toma como referencia en el primer capítulo de Ser o no ser (un cuerpo). Me refiero a “Informe para una academia”, el relato en primera persona de un antiguo mono que a requerimiento de cierta enigmática institución escribe un informe en el que detalla su proceso de adaptación a los humanos. ¿Cómo se vuelve humano un mono, un mono maltratado al que han raptado primero, encerrado tras unos barrotes más tarde y finalmente sujeto a todo tipo de vejaciones por la tripulación del barco que lo transporta? La solución es 100% kafkiana. Volviéndose humano. Encontrando una salida. Pero ojo. No “salida” no en “su sentido más frecuente y normal”, como “ese gran sentimiento de libertad hacia todas las direcciones”, se encarga de aclarar el personaje, quien añade inmediatamente: “Como primate lo he experimentado y he conocido seres humanos que lo anhelaban. Pero en lo que a mí respecta, no he reclamado libertad ni entonces ni ahora. Dicho sea de paso: con la libertad se engañan los hombres entre sí con demasiada frecuencia. Y así como la libertad pertenece a los sentimientos más elevados, el fraude correspondiente equivale al mismo nivel”.
Resumiendo. El mono que se vuelve humano no reclama para sí ese fraude llamado libertad. Sino una especie de subterfugio. Aristóteles ya había distinguido al hombre como el “ser de la palabra” y el protagonista de este relato encuentra en el lenguaje la salida que necesita. Pero sabe que es algo coyuntural. Que esa fuga no tiene fin. Que del mismo modo que el retorno a la animalidad –a la libertad– le está vedado, para el exmono misántropo no hay paraíso por delante. De este modo, si en “Deseo de ser un indio” el cuerpo es la vez el principal medio y obstáculo para la fuga, en “Informe”, de acuerdo a la naturaleza de eterno excluido que acompañó siempre al autor, la salida compartirá esa misma condición ambivalente.
En el libro que le dedica a Kafka el crítico italiano Pietro Citati –autor, por cierto, de un ensayo absolutamente recomendable sobre la novela del siglo XIX titulado El mal absoluto– puede leerse: “[Kafka]Tenía un solo deseo: huir, volar. Desde chico, cuando en invierno había que encender la lámpara enseguida después de la comida, no podía dejar de gritar, se ponía de pie y levantaba los brazos para expresar el deseo de volar fuera. Le decía a los amigos: “Cada día me prometo alejarme de la tierra”.
Franz Ícaro.
Cuenta Citati que Kafka se sentía oprimido por la estrechez: por “su yo, la casa, Praga, el despacho, la literatura….”. El universo entero “lo oprimía por todas partes hasta sofocarlo” hasta el punto de que ese impulso de fuga que aqueja al indio de su pequeña prosa va imprimiendo sus huellas sobre el tambor de sus diarios. En noviembre de 1911, por ejemplo, escribe:
“Despertar una fría mañana de otoño, con luz amarillenta. Traspasar la ventana casi cerrada, y todavía delante de los cristales, antes de la caída, flotar, con los brazos extendidos, el vientre abombado y las piernas dobladas hacia atrás, como los mascarones de proa de los barcos de tiempos antiguos”.
Apenas unas semanas más tarde, el día de navidad de 1911, deja apuntado: “Correr hacia la ventana y a través de las maderas y cristales rotos, debilitado por haber empleado todas las fuerzas, saltar sobre el alféizar”.
Una década más tarde, tras dar por terminada su relación con Kafka, Milena escribe a Max Brod para explicarle los motivos por los que fue incapaz de dejar a su marido y someterse a la “la más severa ascesis” que habría supuesto irse con el escritor a Praga. El “irrefrenable anhelo (…) de una vida con un hijo, de una vida apegada a la tierra”, son la que la convencen. “Fue esto lo que venció –sentencia– mi amor a volar”. Acabáramos.
Como bien ha explicado Rüdiger Safranski en ¿Cuánta verdad necesita el hombre? “Vivir las relaciones humanas habría significado acatar la ley de la vida, reproducirse, juntar el propio cuerpo con el cuerpo de los otros; ser padre y luego ejercer como tal…” En definitiva, “aceptar el mantenimiento de la sociedad”, “dejarse gobernar por los roles sociales”, dejar de huir, dejar de volar, recaer en el cuerpo.
De qué huye Kafka.
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… y sólo viendo ante mí un paisaje como una pradera segada, ya sin el cuello y sin la cabeza del caballo.
Pues de todo. Y de nada. Porque en última instancia es incapaz de romper el vínculo incluso con las cosas que más le repelen. Pensemos en su familia, a la que detesta –no solo al padre–, pero de la que no puede prescindir. Con ellos vive como una fatalidad de la cuna a la tumba, sea en la casa familiar o en la de alguna hermana. Kafka morirá con poco más de 40 años, pero nunca se emancipará, lo que incluso aplicando estándares españoles hodiernos es una barbaridad. Pensemos en Felice, claro, a la que seduce, a la que desconcierta, a la que vampiriza. Dos veces se compromete con ella, con toda la formalidad de la época, y dos veces desanuda la alianza. “Si de verdad fuera posible estar unido a una chica solo a través de la escritura”, le confesará a Brod por la época en que conoce a esa mujer a la que tomó en un primer momento por una “sirvienta” y a la que –merece la pena leer los comentarios sobre el particular de Piglia en El último lector– sojuzgará de manera particularmente kafkiana: atando a la mujer-copista con una soga de palabras.
Por supuesto, Kafka rehúye el compromiso político, sortea la Historia, como si fuera posible, y aunque su sensibilidad está con los oprimidos y las ideas socialistas no le son antipáticas, mientras Kakania se derrumba el polvo de los cascotes apenas si mancha sus zapatos.
“No me escabullo de los hombres porque quiera vivir tranquilo, sino porque quiero sucumbir tranquilo”, escribe en sus diarios el 28 de julio de 1914, el día que comienza la I Guerra Mundial.
El hombre que huye ni siquiera será capaz de ejecutar su propia determinación –¡quemar La Eneida!– como si borrar su posteridad volviese demasiado visible a quien “se ejercita en desaparecer”, según escribe Canetti en El otro proceso, obra en la que el pensador búlgaro nos cuenta cómo Kafka “nunca se liberó de esa susceptibilidad especial por todo lo que estuviera relacionado con su cuerpo”, hasta el punto de que “partiendo de su delgadez adquirió una inquebrantable convicción de debilidad”.
“Con un cuerpo así –anota Kafka en sus cuadernos– no es posible conseguir nada (…) demasiado largo para tanta debilidad, le falta la mínima cantidad de grasa (…) para conservar el fuego interior…” Kafka siente que con ese físico enclenque y desgarbado es imposible llegar a “cumplir su deber”. Se siente poseedor de tal fealdad que reconoce que en ocasiones teme hasta a los espejos. Ni siquiera vestido, la impresión mejora. A este respecto, resulta reveladoramente kafkiana una larga anotación de comienzos de 1912 en que quien todavía no ha cumplido treinta años cuenta cómo en cierta ocasión, a instancias de su madre, se ve impelido a hacerse un traje nuevo de etiqueta y cómo tras una serie de rocambolescos equívocos con el sastre salió del atelier “alejado para siempre de las muchachas, de una apariencia elegante y del entretenimiento de los bailes”.
Pero con todo, esa deformidad, ese desaliño, acentuados al compararse con su robusto y pulcro padre –o con la “hermosa silueta de Goethe”, ese inalcanzable “cuerpo perfecto” que le sale al paso desde alguna reproducción para su “disgusto”–, no son nada, pese a los expresionistas rasgos con que se deleita en pintar su autorretrato, comparados “con la imperfección de mi interior”.
Decía Cioran en La caída en el tiempo que la fuerza del hombre se mide por el número de creencias de las que abjura. Kafka, en este sentido, parecería encarnar la figura del “desertor de todas las causas”, del “gran tránsfuga del ser” que el rumano postula. Pero el checo no llega a convertirse en un (re)negador total –carece de esa voluntad–, solo se siente a disgusto, por seguir con la metáfora arriba apuntada, en cualquier traje, ya sea viejo o un flamante esmoquin. El traje de checo, el de austrohúngaro, el traje de autor checo en lengua alemana, o le aprietan demasiado o le quedan demasiado anchos. Sueña, por otro lado, con viajar a Palestina, el sionismo le seduce, estudia yidis. Benjamin tiene brillantes comentarios sobre la importancia del hebraísmo de Kafka, que disgustarán notablemente a su amigo Adorno. Pero tampoco aquí se entrega sin reservas. Le aprieta el traje de judío del mismo modo que le aprieta una soledad que constantemente demanda testigos.
Como el joven Malte, solo conoce un remedio eficaz frente al miedo de no poder decir nada, porque todo es indecible, que es “permanecer sentado durante toda la noche y escribir”. Como él mismo relata, cuando se hizo claro a su organismo que el escribir era “la dirección más productiva” de su naturaleza, “todo tendió con apremio hacia allá y dejó vacías todas aquellas capacidades que se dirigían preferentemente hacia los gozos del sexo, la comida, la bebida, la reflexión filosófica, la música”. Kafka concluye: “Adelgacé en todas esas direcciones”. Pero, pese a su sacerdocio literario –que tanto nos recuerda al de Emily Dickinson, la única en que “ascesis del cuerpo” y “éxtasis de la escritura” han alcanzan tal polarizada densidad–, el hombre que sueña con vivir en la cueva, adonde le llevarían la comida, entregado a la tarea de escribir sin ser molestado –como le escribe en una de sus más citadas cartas a Felice–, el habitante de la madriguera tampoco puede ser salvado, por más que allí espere alcanzar la verdad, por la escritura.
Como le escribió Milena Jesenska a Max Brod en una carta en que intenta explicarle la imposibilidad de su amor, Kafka nunca se refugió en “ningún tipo de asilo protector”. Era “como un hombre desnudo entre gente vestida”. De ahí que el indio de Kafka, el indio que es Kafka, no tenga más aspiración que la de contraerse incluso en el nombre –reducido a la inicial K–, y metamorfosearse en algo muy pequeño –algo muy propio de los chinos, que le fascinaban– antes de finalmente, “con el temblor constante en la frente” que define su condición extraviada, disolverse en una nada que más que a la muerte futura –y a su correspondiente muerte del deseo– remite, como alguna vez definió su actitud ante la vida, “a la vacilación prenatal”, esto es, al origen.
Dominado por esa pasión por lo absoluto, por su condición extraviada, el peregrino de sí mismo emprende una última cabalgada. Y si alguien le preguntara adónde se dirige, respondería como el jinete de otro de sus cuentos, “La partida”: “Fuera de aquí, tal es mi meta”. Fuera del mundo, decimos nosotros, como si la única forma en que este sin nombre pudiese huir del poder, de la autoridad, de la ley, de las banderas, de las palabras, de la sociedad, de su propio cuerpo, de la mutación antropológica que está cambiando la faz del mundo, fuese –“Deseo de un sueño más profundo, que me disuelva más.”– en una última carrera sobre las ruinas –“La necesidad metafísica….–“, en un apasionado y fugaz abrazo –“no es más que necesidad…”– hacia su última metamorfosis –“… de muerte”.
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Frente al solucionismo tecnológico, al holismo computacional, a la utopía transhumanista, en fin, frente a un mundo el que resulta más fácil concebir un futuro exoplanetario para el hombre que garantizar unas mínimas condiciones de habitabilidad para el ser humano en la Tierra, en que los ultrarricos huyen en desbandada de la vida en comunidad y en que los genocidas entierran a sus víctimas bajo descarnados memes, este texto, a través de su energía lingüística descontrolada –Sontag sí tenía razón en su crítica al reduccionismo del contenido– nos recuerda nuestra precaria condición soltera, esto es, que la flecha del Progreso tenía la punta cargada de dinamita, pero también que ese baño de viento con que pretendemos liberarnos de las ficciones colectivas, de las potencias externas e internas que nos acechan, de las verdades absolutas, incluso de las palabras que abarrotan nubosos servidores como si esperaran el autoprofético apagón; que esa hybris, en definitiva, llamada a desbordar cualquier límite, a deshacer toda identidad, nos deja a la intemperie.
Kafka, nos cuenta Safranski, abrió “un proceso contra esos poderes que, estrictamente vigilantes, pretenden que huyamos de nuestra propia libertad”, pero la intensa luz de su escritura, capaz de desintegrar el mundo –y ese es el residuo que el texto no ha podido disolver, su parte de cuerpo– nos permite comprender que los protagonistas de su obra “No resultan débiles porque exista un poder”. Como nos pasa de largo a los extraviados individuos de nuestras evanescentes sociedades, es justo lo contrario lo que sucede, que solo por creernos débiles existe ese poder. Que está en nuestra mano si no parar, al menos ralentizar, cual freno de emergencia, ese vendaval.