La llegada a las pantallas de los cines españoles de la película documental Inside Job, dirigida por Charles Ferguson, nos ha permitido reflexionar sobre nuestro sistema económico y, en particular, sobre cómo consumidores e instituciones en Occidente han reaccionado antes y durante la crisis financiera más grave de los últimos años. En cierto sentido, este documental pone en evidencia patrones de comportamiento que se creían extinguidos en las sociedades avanzadas. La avaricia y la desidia, consideradas más propias de sociedades con altos niveles de corrupción y clientelismo, junto con la ausencia de garantías jurídicas necesarias para operar en dichos países, reforzaron en Occidente la convicción de la superioridad ética y moral de su sistema económico y político.
La película Inside Job desvela cómo los modernos alquimistas financieros se adjudicaron el monopolio de la piedra filosofal prometiendo transformar en oro todo lo que tocaban. La imperiosa necesidad de Occidente, y en particular de Estados Unidos, de buscar fórmulas que limitaran su condición de economía madura y relanzaran el crecimiento, llevó a la administración del presidente Ronald Reagan a marcarse como objetivo ideológico explotar al máximo las virtudes de la libertad de mercado. Economistas y financieros alimentaron durante este período, más que en ningún otro momento, la convicción de que los males que lastraban la economía estadounidense estaban en el cúmulo de medidas reguladoras que, como una camisa de fuerza, impedían el desarrollo económico del país.
Para dar continuidad a su papel de potencia económica mundial, Estados Unidos tenía que abandonar los viejos criterios de prudencia y control económico y abrazar con entusiasmo el desarrollo de un nuevo modelo basado en la desregulación de su sistema financiero. En este nuevo contexto, la liberalización a ultranza de la economía pondría de nuevo al país en la senda del ansiado crecimiento.
Si la esencia del crecimiento económico radica en la demanda de bienes y ésta en el nivel de endeudamiento, la desregulación financiera podría reducir el coste del crédito y ampliar el acceso al mismo en condiciones casi ilimitadas, favoreciendo la expansión de la actividad económica.
Resultaba claro por tanto que la solución al problema de crecimiento económico tenía que venir del lado financiero.
Los banqueros, de repente, se transformaron en los nuevos gurús, en los alquimistas modernos que volvían ricos a quienes confiaban en ellos. Ya no había, ni siquiera, que esperar como antes a que el trabajo arduo, constante, abnegado y lento nos compensara con sus frutos al cabo de generaciones. En el nuevo paradigma financiero, el modelo productivo de empresas como General Motors, US Steel o General Electric —iconos de la era industrial y clásicos generadores de empleo— resultaba obsoleto. Incluso, el mismo papel de las entidades financieras como motor de la creación de estos gigantes parecía pasado de moda. Los bancos dejaron de ser el medio para alcanzar un fin y se convirtieron en el fin en sí mismo.
Tal y como explica Charles Ferguson en Inside Job, después de la Gran Depresión, Estados Unidos se había empeñado en mantener un sector financiero altamente regulado como resultado del compromiso moral e ideológico de evitar la repetición de una debacle parecida en el futuro. La garantía y salvaguarda de los ahorros de sus ciudadanos, de sus hijos y de los hijos de sus hijos era una prioridad que buscaba consolidar la estabilidad y la confianza en el sistema económico y en la administración del país. Más allá de la necesidad de controlar el sector financiero existía un consenso sobre la responsabilidad pública, ética y moral de apoyar estas medidas como algo bueno.
Como consecuencia de este tácito acuerdo social, los bancos no pasaban de ser meros negocios dedicados a prestar dinero. Precisamente por la limitada capacidad de especular con el dinero de sus clientes, los volúmenes de actividad eran muy discretos. Además, el alcance de los negocios en los que podían entrar y las garantías de solvencia que se veían obligados a satisfacer disparaban el coste de los créditos, limitando el número de operaciones financieras y el nivel global de sus ganancias. La palabra clave en este sistema bancario era “prudencia”. Los bancos de inversión, que operaban en la compra-venta de bonos y acciones, no eran mucho más grandes. En estas pequeñas empresas privadas los socios terminaban mirando con lupa dónde se metían, personificando en sus decisiones el espíritu cauteloso de quien está arriesgando su propio dinero en cada operación. De ahí que, por ejemplo, en 1972, Morgan Stanley tuviera un capital de solo 12 millones de dólares, una única oficina y empleara a 110 personas.
Cómo la posibilidad de restaurar la prosperidad de la economía estadounidense pasaba por asumir más riesgos, el presidente Reagan, junto con su recién nombrado consejero económico, Donald Regan (que venía de trabajar para Merryl Lynch), inauguraron un período de treinta años de medidas destinadas a desregular la economía. El presidente Reagan esperaba que el nuevo modelo generara el máximo de beneficios para el sector privado y el mínimo de costes para el sector público. Su política, apoyada por los economistas, era la piedra filosofal de la edad moderna.
La estrategia de los nuevos alquimistas consistía en permitir que las empresas financieras aumentaran su volumen de negocio favoreciendo el acceso al crédito mediante la flexibilización de las limitaciones para captar capital en las bolsas e invirtiendo libremente el dinero de sus clientes y accionistas. En este contexto, la prudencia asociada al negocio bancario de unos pocos propietarios resultaba irrelevante e innecesaria dado el cambio en las reglas del juego. Las nuevas normas permitían a los lobbies (grupos de presión) financieros exagerar la rentabilidad de los productos financieros que habían estado hasta ahora fuera del alcance del ciudadano medio.
De repente resultaba posible para todos acariciar el sueño de ser inversores. Pese a que el dinero se mueve hacia empresas y productos financieros más por la posibilidad del lucro que por la comprensión de su estructura, el capitalismo popular se vuelve imparable.
La soberanía de los inversores se limitaba entonces a comprar y vender títulos con el asesoramiento de intermediarios financieros que esgrimían El libro oculto del conocimiento técnico para canalizar el capital hacia productos con altas comisiones, pero cuyas características escapaban, incluso, a la comprensión de los catedráticos de matemáticas. La sensación para muchas personas que invertían en estos nuevos productos financieros se parecía cada vez más a la de ver marchar el tren con nuestras maletas dentro pero sin nosotros, esperando que quizás algún día nos fueran devueltas.
No resulta sorprendente que a raíz de la desregulación financiera el sector bancario experimentara un crecimiento y desarrollo sin precedentes, transformándose de repente en el sector más rentable y llegando a desbancar al resto que o bien permanecieron igual o desaparecieron del mercado en un proceso que contribuyó a reducir la diversidad de la actividad económica nacional.
Si bien el nuevo niño bonito era ahora el sector financiero, ya entre 1981 y 1982 empezó a perder su glamour a medida que la fiesta de la desregulación se cobraba sus primeras víctimas entre los bancos y cajas cuyas arriesgadas inversiones les llevó a la quiebra en 1990. De repente, el espíritu de la fiesta se tornó lúgubre y la música dejó de sonar, dejando en la pista de baile a miles de personas preguntándose qué estaba pasando.
El nuevo modelo que había prometido tantas bondades, tanta riqueza sin límites, empezó a ser cuestionado como instrumento del crecimiento económico dejando a miles de inversores en la pobreza, mientras sus asesores financieros acumulaban comisiones y primas desproporcionadas. Por si fuera poco, la labor de Alan Greenspan como responsable de la Reserva Federal durante los mandatos de Reagan a Obama consistió en perpetuarse como firme defensor de la desregulación financiera y, junto al lobby del sector, ayudó a garantizar la representación del mundo de las finanzas en las más altas instancias de la política estadounidense, en un intento de evitar la posible derogación del nuevo sistema. La gallina de los huevos de oro no se toca.
A finales de 1990, la falta de normativa que limitara la actividad financiera en los últimos veinte años había permitido al sector consolidar un potente oligopolio. En 2001, durante el mandato del presidente George W. Bush, cuatro bancos de inversión, dos conglomerados, tres aseguradoras y tres agencias de calificación dominaban el mercado actuando conjuntamente para influir en la economía y la política a nivel mundial. Estos Cuatro Jinetes del Apocalipsis marcaron el destino de millones de personas, empresas y países en todo el mundo durante los próximos decenios.
Por primera vez en su historia el sector financiero tenía las manos libres para entrar en negocios que antes les estaban vedados. De repente estos grandes grupos asumieron importantes papeles en actividades como el lavado de dinero para los cárteles de la droga, la financiación de programas nucleares, la venta de armas a potencias hostiles o incluso el uso generalizado de la contabilidad creativa en la gestión de grandes patrimonios para evadir impuestos. La desregulación financiera se había convertido en una inmensa oportunidad para diseñar e implantar sin restricciones toda una nueva batería de productos destinados a atraer financiación gratuita y beneficios casi ilimitados transfiriendo el riesgo a los clientes finales de los bancos.
Productos como los derivados financieros, ligados a la evolución del precio de otros activos —como oro, acciones o bonos estatales— fueron utilizados para captar millones de dólares en todo el mundo reportando a los bancos y sus gestores enormes beneficios a corto plazo, pero a medio y largo plazo entrañaban un riesgo excesivamente oneroso no sólo para los clientes sino para las mismas instituciones financieras que promovieron su venta. La avaricia asociada a la rápida multiplicación de los ingresos individuales hizo que las entidades desarrollaran una dependencia casi unilateral en este tipo de productos para engrosar sus cuentas de resultados.
Entre 2002 y 2003 se diseñaron otros nuevos productos financieros de gran complejidad como los CDOs (Collateralised Debt Obligations). Un activo que empaquetaba varios títulos con distintos niveles de clasificación en función de su riesgo. Entre ellos se incluyeron hipotecas como las sub-prime (basura), en las que la capacidad de sus titulares de devolver el crédito era dudosa y por lo tanto, era una deuda con una calificación muy baja y un riesgo muy alto.
El objetivo, en cualquier caso, no era garantizar que el cliente devolviera el préstamo, sino más bien colocar el producto y cobrar la prima. Esto hizo que el número de hipotecas basura, como porcentaje del total de hipotecas concedidas por los bancos, terminara representando la parte más grande del total de sus beneficios. Si bien los bancos habrían podido usar los CDOs de modo más conservador, esto habría supuesto renunciar no solo a más ganancias sino a cumplir con los objetivos marcados por la dirección de las propias entidades. El negocio de las hipotecas basura se había transformado en el viejo juego de la pirámide, donde no importaba demasiado si la hipoteca se pagaba o no. Inmediatamente después de contratarla, la entidad financiera pasaba el riesgo de impago al banco de inversión que empaquetaba las hipotecas morosas en nuevos CDOs y los colocaba entre inversores de todo el mundo. Lo importante era que nadie levantara la liebre para evitar que estallara la burbuja.
El éxito en la colocación de estos instrumentos financieros radicaba en la colaboración entre bancos y agencias de calificación –solo tres en todo el mundo: Standard & Poor’s, Moody´s y Fitch—. Esto era así debido a que los CDOs se vendían principalmente a grandes clientes como fondos de pensiones cuya supuesta prudencia, relativa a la calidad de las inversiones que realizaban con el dinero de los pensionistas, les obligaba a exigir las máximas garantías y seguridad de la inversión. Estas garantías venían en forma de evaluaciones que las agencias de calificación (rating) daban a estos activos y que sistemáticamente eran las máximas posibles: AAA (máxima seguridad de la inversión)
El auge de las hipotecas basura hizo realidad las promesas de la desregulación financiera: generó riqueza y sacó a la economía estadounidense del estancamiento tras facilitar el acceso al crédito, generar la expansión del empleo y del consumo (en particular, la compra de la vivienda).
La percepción generalizada de que el precio de la vivienda no iba a caer nunca llevó a la convicción que la vivienda era un valor seguro. Esto llevó a muchas familias a un endeudamiento insostenible y a que las entidades financieras hicieran negocios cada vez más lucrativos en la convicción de escaso riesgo asociado a las operaciones inmobiliarias.
Para entonces, la música resultaba embriagadora hasta el punto de hacer perder la razón tanto a empresas como a clientes individuales que se apuntaban al baile de los CDOs sin entender bien exactamente cuáles eran los pasos. La vieja máxima de “si no está roto no lo arregles” parecía prevalecer en un entorno fuera de control donde la capacidad crítica y sentido de la prudencia de las personas se consideraba contraria al progreso y la modernidad.
A medio plazo, la subida generalizada de los tipos de interés, unida al exceso de oferta, llevó a una rápida bajada del precio de la vivienda como resultado del efecto corrector del mercado. De repente las casas empezaron a costar menos que el valor de sus hipotecas y paulatinamente las personas dejaron de pagarlas haciendo que la pirámide del negocio inmobiliario se viniera abajo. Miles de inversores privados e instituciones financieras se encontraron con CDOs que no tenían ningún valor. La piedra filosofal de los alquimistas financieros perdió su poder de transformar todo lo que tocaba en oro, y se hizo evidente para todos la verdadera dimensión de la catástrofe. Se pasó en poco tiempo de nadar en la abundancia a no tener ni trabajo ni dinero para vivir. Los fondos de pensiones de grandes empresas públicas y privadas que se habían apuntado al baile de los derivados encontraron sus finanzas saqueadas, y sus clientes, pensionistas ajenos a estas actuaciones, pidiendo explicaciones y exigiendo responsabilidades. La ilusión de la riqueza sin límites, terminó como el cuento del Flautista de Hamelín en el que los banqueros (al igual que el flautista en el cuento) embriagaron a sus clientes conduciendo a miles de ellos al desastre.
La desidia y alevosía con la que se comportó el sector financiero derivaba de su propia posición de fuerza como gran oligopolio. De hecho, la propia administración estadounidense dependía de un sector cuya posición se basaba no solo en la dependencia de sus servicios para solventar la crisis que ellos mismos habían creado, sino en la convicción que en caso extremo de quiebra serían rescatados con dinero público, con dinero de aquellos a los que tan seriamente habían perjudicado con sus actuaciones.
Al igual que generales en el campo de batalla ordenando a sus soldados resistir para mantener la línea a toda costa, los banqueros de la Reserva Federal se negaron a regular el mercado financiero como fórmula para combatir la crisis. La inmediatez de las riquezas generadas por el sistema financiero a corto plazo generalizó la práctica, entre instituciones financieras y clientes, del Toma el dinero y corre (del título de la película de Woody Allen) olvidando los más elementales principios que deben regir la gestión financiera como son la prudencia y planificación futura del patrimonio personal y societario.
A corto plazo es fácil, como argumenta Raguran Rajan (jefe económico del Fondo Monetario Internacional), generar beneficios a costa de arriesgarse, pero en el medio y largo plazo, para evitar la catástrofe, es necesario compensar los riesgos ajustando la exposición continuada al mismo. En otras palabras, se debe imponer la prudencia y la responsabilidad con el futuro de los clientes y la empresa. Asumir estos principios supondría, en el entorno vigente, ir contra corriente, asumiendo una reducción importante en los ingresos, no solo del asesor financiero que trabaja a bajo la promesa de altas comisiones, sino también para la institución financiera, en la medida que la cuota de mercado que pierda irá a parar a la competencia. En cualquier caso, ir contracorriente resulta del todo improbable, ya que cualquier comportamiento que cuestionara el status quo del sistema podría generar un pánico indeseado que mataría la gallina de los huevos de oro. De ahí que no resulte sorprendente que en 2008, H. M. Paulson (secretario del Tesoro de Estados Unidos), asegurara que la situación del mercado financiero estadounidense estaba bajo control y que no había nada de qué preocuparse, reiterando dicha afirmación en la reunión del G7 en Tokio en 2008, en la que aseguró a los periodistas que no se podía hablar de crisis económica en Estados Unidos, ya que la economía estaba creciendo.
Sin embargo, en noviembre de 2007 ya había signos de recesión y las primeras señales de esta llegaron con la quiebra de Bear Stearns, que fue comprado por J. P. Morgan por 2 dólares la acción, en una operación avalada por la Reserva Federal con un fondo de garantía de 30.000 millones de dólares. El 7 de septiembre de ese mismo año Fannie Mae y Freddie Mac (compañías que cotizan en bolsa y que están patrocinadas por el Congreso estadounidense para proporcionar financiación en el mercado de la vivienda), tuvieron que ser rescatadas por la Reserva Federal.
Dos días después, Lehman Brothers anunció pérdidas por valor de más de 3.200 millones de dólares y sus acciones se desplomaron, causando una ola de pánico en los mercados bursátiles de todo el mundo. La rápida búsqueda de soluciones para evitar su quiebra fracasa porque el único interesado, Barclays Bank, no llega a ningún acuerdo con la Reserva Federal que se niega a aportar garantías financieras a la operación. El 18 de septiembre de 2008 el cuarto banco de inversión más grande del mundo, Lehman Brothers, quiebra en el más absoluto contexto de falta de transparencia y planificación.
Ese mismo día, la Reserva Federal se hace con el control de AIG, la aseguradora más grande del mundo, para evitar su quiebra, lo que añade más inestabilidad al mercado.
Tanto rescate público vació las arcas del Tesoro estadounidense y Paulson y Ben Bernanke (el sucesor de Greenspan al frente de la Reserva Federal), piden al Congreso estadounidense que apruebe un crédito extraordinario de 700.000 millones de dólares para salvar los bancos, amenazando, de lo contrario, con algo parecido al fin del mundo. El 4 de octubre de 2008 el presidente George W. Bush rubrica el plan.
Si bien esto permitió a las autoridades económicas ganar tiempo, la recesión económica ya estaba en marcha y para finales de 2008 el desempleo en Europa y los Estados Unidos rondaba el 10% y las quiebras de empresas se multiplicaban independientemente de los rescates. En diciembre de 2008, dos iconos de la industria estadounidense, los fabricantes de coches GM y Chrysler, se declararon en quiebra.
A medida que se congelaba el crédito internacional, la actividad económica disminuía y el desempleo aumentaba en todos los rincones del globo.
En vez de consolidar los cambios, el nuevo paradigma financiero inducía a individuos y gobiernos en todo el mundo a entrar en una carrera sin dirección. No había vuelta atrás con los rescates, dado el riesgo de contagio que amenazaba con provocar un desplome general del sistema económico y la pérdida de todo lo conseguido.
El nuevo paradigma demanda fe en un sistema capitalista cada vez más libre donde sería solo cuestión de tiempo el recuperar la ansiada senda del crecimiento. Los estadounidenses y por imitación el resto del mundo, compraron la idea que con crédito barato podrían vivir por encima de sus posibilidades. Este recurso ofrecía a las personas el sueño dorado de poder comprar la casa de sus sueños, el coche que siempre habían querido, pagar buenos médicos y hospitales, financiar la educación de sus hijos o incluso costearse unas buenas vacaciones. El crédito hacía que la gente normal se sintiera poderosa, rica e importante, quizás por primera vez en su vida. La ilusión monetaria se generalizó a tal punto que el nivel de endeudamiento por persona en Estados Unidos, entre 1980 y 2008, creció en 30.000 dólares. La Cenicienta estadounidense pronto despertaría a medianoche cuando la crisis financiera la devolviera a su verdadera condición.
Aunque Barack Obama puso especial énfasis —duante la campaña presidencial y tras llegar a la Casa Blanca— en la necesidad de endurecer la regulación del sector financiero, causante, según su propia opinión, de la crisis, la nueva legislación aprobada por su gobierno en 2010 no reflejaba ningún cambio significativo ni tampoco abordaba cambios en el status de cuestiones claves como el poder de los lobbies financieros, los niveles de compensación o el papel de las agencias de calificación. En cierto sentido, la ausencia de cambios resulta comprensible vista la nutrida representación en la administración Obama de ilustres figuras del sector financiero como, Timothy Geithner, a quien Obama puso al frente de la secretaría del Tesoro. En el equipo económico de la administración Obama también podían encontrarse personas como W. C. Duddley (antiguo jefe económico de Goldman Sachs), capitaneando la presidencia del New York Federal Reserve Bank pese a ser partidario de mantener los derivados, ya que según él ayudaban a distribuir el riesgo en la economía y hacerla más estable; M. Patterson (un antiguo lobbyst de Goldman Sachs) como jefe de personal del Tesoro de los Estados Unidos; Lewis Sachs (jefe de TRICADIA, una importante asesoría financiera de Manhattan), o Mary Saphiro (antigua consejera delegada de FINRA, un lobby del sector financiero), a quien el presidente que sustituyó a Bush con un gran programa de regeneración puso al mando de la Securities and Exchange Comisión, la institución federal que supervisa el funcionamiento de las bolsas en Estados Unidos).
Esta nutrida representación del sector financiero en las altas esferas económicas del gobierno difícilmente iba a ayudar a aplicar o recomendar acciones que socavaran sus intereses personales o los de sus antiguas empresas y compañeros con los que tanto dinero habían ganado. Sin embargo, más allá del cinismo, la razón detrás de la existencia de este gobierno en la sombra es el carácter imprescindible que para los distintos gobiernos han tenido y siguen teniendo los servicios de los alquimistas financieros que causaron la crisis.
Independientemente de su ideología política, todas las administraciones desde Reagan han recurrido y siguen recurriendo a ellos para, supuestamente, resolver las crisis, ya que extrañamente las mismas caras que habían causado el desastre parecen, de algún modo, inspirar más confianza que caras nuevas ajenas al oligopolio financiero.
Al igual que los alquimistas de la edad media, que buscaban en la piedra filosofal la solución mágica a los problemas del mundo, los alquimistas financieros del siglo XXI buscaban crear riquezas sin límites con la piedra filosofal de los CDOs. El poder de encantamiento del instrumento estrella de estos falsos profetas pronto perdió su capacidad de convicción dejando a miles de personas en el mundo sumidas en una crisis de proporciones nunca antes vista y de solución incierta.
Es necesario romper el hechizo del carácter imprescindible de estos modernos alquimistas y recuperar el control político y representativo del gobierno con personas que devuelvan la economía a la senda del crecimiento en un contexto de prudencia, coherencia y responsabilidad. Mantener en puestos clave a falsos profetas financieros cuyos comportamientos desmienten su compromiso con las empresas, clientes y los gobiernos a quienes representan, solo retrasaría las reformas requeridas, lo que condicionará el desarrollo económico futuro.
La película documental Inside Job, de Charles Ferguson, no debería interpretarse en clave conspirativa, como si tratase de un filme que busca desvelar la trama secreta de un trabajo hecho desde dentro de la administración estadounidense, planificada y ejecutada en los despachos de las grandes instituciones financieras, sino, más bien, como un intento serio y meditado de cuestionar las bondades asociadas al uso de la desregulación como instrumento para alcanzar mayores cuotas de bienestar económico.
Mario B. Curátolo es economista, director general de MBC (Mangement Business Consultants): www.mbc-sa.com /
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