
Fui
antes del verano a visitar Laboratorio
Gran Vía,
la exposición comisariada por Iñaki Ábalos en la Fundación
Telefónica, y salí corriendo: apenas un batiburrillo de pliegos y
maquetas más propios de presentaciones de tesis de grado en escuela
de arquitectura que de una exposición seria. No entendí casi nada
de lo que se proponía y me fui con la sensación de que tampoco
merecía la pena el esfuerzo.
Los
invitados por Ábalos eran, palabras más palabras menos (estudio más
colectivo menos), los integrantes de esa grupo generacional
cohesionado hace unos años de manera inteligente por Ariadna Cantis
en su exposición Fresh
Madrid y avatares
posteriores. Gente joven, con visiones diferentes y necesarias de la
arquitectura que venían con ganas de cambiar cosas en los ámbitos
de la enseñanza, la concepción, el discurso y el oficio
arquitectónicos. El impacto de ese grupo y de algunos de sus
integrantes sobre todo (Andrés Jaque e Izaskun Chinchilla
especialmente) ha sido enorme y ha logrado introducir nuevas líneas
de conversación en la arquitectura madrileña no sólo entre gente
de su generación y la(s) que viene(n) detrás sino incluso entre los
que estaban antes: no es difícil descubrir hoy a gente con
trayectorias ya desarrolladas utilizar conceptos de Jaque o de
Chinchilla. O utilizar sus términos al menos, a menudo como
papagayos, porque usar los conceptos sería revisar sus formas de
abordar y hacer arquitectura y no estoy tan seguro de que eso haya
pasado.
Su
influencia, con todo, ha sido enorme y ha servido además de para
cambiar y, sí, muy bien el título escogido por Cantis, envidiable
tituladora, refrescar el panorama de la arquitectura madrileña para
sumar un elemento fundamental que la reafirme en primera línea del
panorama nacional, posición ya hace rato desertada por la de
Barcelona.
Pero
han pasado cuatro años y medio del primer Fresh
y esta suerte de remake,
comisariado ahora por otro de sus mentores generacionales, me parece
que viene a recalcar y poner en evidencia el estancamiento del
impulso inicial.
El
sábado pasado volví a Laboratorio
Gran Vía, a
escuchar la explicación de las propuestas por parte de sus creadores
con que comenzaba la Semana de la Arquitectura, y volví a salir
espantado: las charlas se correspondían por completo con el espíritu
de la exposición, y si lo que vi antes del verano eran regulares
proyectos de tesis (a diferencia de las tesis de verdad aquí los
proponentes no tienen que enfrentarse a ningún jurado) lo del sábado
eran pedestres explicaciones.
A
ver, pedestres explicaciones, qué quiero decir:
explicaciones, de nuevo, como de entregas de proyecto de tesis, sin
gracia, atractivo ni interés algunos no ya para el público general
a que habría que haber aspirado a llegar e interesar sino para un
público de arquitectos siquiera más amplio que el de jóvenes
estudiantes que ocupaban la sala.
Sí
pude al menos oír la de Andrés Jaque, interesante y brillante como
todas las suyas, esa sí una verdadera presentación -un torbellino-
de las ideas de que parte el proyecto que presenta: qué lástima esa
tendencia de muchos arquitectos jóvenes a contarnos los resultados a
que llegan y no las ideas generadoras de los proyectos y los procesos
que los han ido conduciendo. Andrés Jaque sí lo hizo y me fui
caminando por la Gran Vía como voy siempre después de escucharlo:
con ideas y visiones nuevas de las cosas.
Es
posible que me perdiera alguna otra presentación interesante, pero
ya digo, las otras cuatro o cinco que oí fueron tan aburridas y
sosas (alguna incluso la hicieron practicantes o jóvenes promesas
de un estudio, muy lejos del nivel que sin duda habría sabido
aportar el titular) que una vez más, ya digo, me fui corriendo.
Es
lógico que una exposición como esta no pretenda cambiar la ciudad
ni aspire a que alguno de sus proyectos vaya a ser realmente
construido. Tampoco lo pretendía, por ejemplo, A
New World Trade Center: Design Proposals,
la exposición que organizó la neoyorquina galería Max
Protetch unos meses después del once de septiembre, y los proyectos
presentados sí tenían sin embargo una calidad formal y discursiva
que en ésta de la Gran Vía la verdad he echado de menos. Lo que no
es lógico es que tampoco tenga impacto entre la profesión y carezca
casi de cualquier trascendencia entre arquitectos fuera de un pequeño
círculo de colegas afines.
Es
una ocasión perdida. La Fundación Telefónica es un magno espacio,
con prestigio y visibilidad, y podría compartido mucho de ese
prestigio y esa visibilidad con un grupo de arquitectos que sin duda
lo merecen. Esta exposición tenía que haber sido su consolidación
y la de su forma de entender la arquitectura. Pero no lo es y se ha
quedado en una simple sucesión de propuestas más o menos
ocurrentes, más o menos divertidas, pero sin altura conceptual ni
capacidad de interesar más allá de a un pequeño núcleo de
colegas.
Ellos
pueden más y nosotros, quienes los seguimos, merecíamos más. No
sólo más obra construida, porque si no se pierde buena parte de la
capacidad de influir, pero eso es algo que sólo en parte depende de
ellos. Hace falta también más seriedad en las propuestas: no todo
es títulos imaginativos para proyectos delirantes. Hay que educar, y
eso sí lo hacen casi todos muy bien, por cierto. Hay que dejar un
legado escrito: ¿por qué estos arquitectos, sobre todo los más
sólidos, no han escrito libros que plasmen y consoliden sus
aportaciones? ¿En qué va a quedar el legado de tanto arquitecto
joven con talento? La influencia que tenían que tener ya la han
tenido, pero detrás, y por los lados, siguen saliendo buenos
arquitectos aún más jóvenes que, con planteamientos teóricos
quizá menos interesantes, están haciendo una incipiente obra
interesante y sólida. ¿Por qué cuando la Fundación Telefónica
les ha dado una oportunidad tan importante o más que la que Max
Protetch dio en 2002 a un número mucho mayor de estudios nos salen
con propuestas de tan poco interés y tan mal presentadas?