La arruga es bella (y la Revolución tiene nombre de mujer)

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Hace unos días leí en la Folha de São Paulo que los
científicos han descubierto un efecto secundario colateral en las personas que
se inyectan botox para rejuvenecer: verían disminuida su capacidad de empatía,
de entender al otro, en tanto que el repetimiento involuntario de los gestos
faciales del interlocutor es una de las vías por las que se llega al
entendimiento mutuo -de ahí, por cierto, que los malentendidos y discusiones
sean mucho más fáciles por teléfono, y qué decir por chat, que en el cara a
cara-. Y no mucho tiempo atrás, leía en algún lugar que algunos cineastas
comienzan a quejarse de la falta de actrices maduras con una mínima
expresividad en el rostro.

En Buenos Aires me cansé de ver -Argentina está, con
España, entre los países más aficionados a la cirugía estética- a mujeres de
mediana edad flacas, rubias y a la última moda cuyos rostros repetían ese mismo
patrón artificial, inexpresivo, sin personalidad. Muchas veces me quedé
pensando en cómo pueden las personas, en busca de un absurdo ideal de belleza
que sobrevalora la juventud, prescindir de la expresividad de su rostro, que es
prescindir de su propio yo, para convertirse en clones que, personalmente,
encuentro bastante desagradables. Cada una de mis incipientes arrugas son la
huella, el testigo, la memoria de una sonrisa, de una mueca, de una carcajada,
de un llanto. ¿Cómo iba yo a querer renunciar a mi propia historia?

Allá cada cual, que ejerza libremente su libertad, que
con el botox no molesta a nadie: obvio. Y tampoco voy yo a romper aquí una
lanza contra todo tipo de cirugía estética: si puede ayudar a alguien a mejorar
su autoestima, y por lo tanto su vida, adelante. Quién soy yo para juzgar qué.
Lo que me preocupa, lo que denuncio, es ese culto exagerado a un ideal de
belleza cada vez más inalcanzable, el de la modelo anoréxica y adolescente, y
promocionado por las mujeres que ocupan el espacio público. También, cada vez
más, los hombres; pero todavía somos las mujeres, de lejos, quienes cargamos
con ese peso cultural de la belleza, con esa presión social -tan palpable en
Argentina- de la necesidad de ser bellas y mantenernos jóvenes y flacas. La
mayoría de las mujeres sabemos bien lo que esa presión social representa y lo
difícil que es escapar de ella.

 

En un curso que comencé el otro día en la Universidad
de São Paulo sobre el materialismo histórico, y cuyas conclusiones compartiré
con vosotros en este mismo blog, el profesor Daniel Puglia nos repitió aquel
axioma: «Si el capitalismo es masculino, la revolución es femenina».
Hablábamos de la lucha de las mujeres y de otras minorías y de cómo esos
movimientos deben incardinarse bajo el paraguas más amplio de la lucha de
clases. Recordábamos que el capitalismo y el patriarcado van de la mano. Pero
acto seguido, Puglia recordó otra realidad menos amable para nosotras: son las
mujeres quienes consumen el 80% de los productos del mercado de lujo. Mi
bolsillo no me alcanza para consumir lujo, pero me sé y me confieso más
consumista que la mayoría de mis amigos varones. Aquella misma presión social
que nos empuja a estar bellas… y que conste que cuando hablo de «presión
social» no estoy echando balones fuera. Que la sociedad somos todos, y
cada uno de nosotros, en cada uno de sus gestos cotidianos, va construyéndola y
transformándola. En fin. Un día de estos, nos ponemos todas a gritar que ya
basta, dejamos de depilarnos y mandamos las cremitas, las ropitas y las
pinturitas al carajo. Ese día estaremos más cerca de una verdadera revolución,
con nombre de mujer pero, ante todo, humanista. Quién sabe si…