A la estructura superior de la Puerta Atlántica se le fueron adosando objetos y raíces, de la misma forma que se llenan los armarios de una casa: imprevistamente. Esta puerta de marcos ensamblados se había convertido en la percha más lucida de la terraza, una Casa vertical del mar, bajo cuyo influjo, se sentían atraídos todos los objetos y personajes marinos que pululaban por la incipiente Huerta del Retiro.
La ausencia del farolillo de lata (adquirido por Faba en una ferretería romana), dejó espacio para que se acomodaran en los bajos del vano más grande, las raíces en bola de tres de cintas verdes, con su tierra correspondiente. El esqueleto blanco de goma (que sirvió de corbata a Faba y a sus compañeros, en la presentación de Muerteatra en un barco pirata atracado en las parisinas aguas del Sena), hizo buenas migas con las tres bolas adosadas, tanto que podría decirse que se volvió loco por sus raíces, tan blancas como su osario.
Al caballito de mar italiano le salió una joroba de mariposas de alabastro. Se trataba de un móvil mejicano que le había regalado una amiga, cuando Faba estrenó esta casa. En la ventanita pequeña de todo lo alto, anidaron un cascabel colgante y un limpiador de escamas vasco, pintado con los colores del Athletic.
Del aro del que pendía habitualmente el ausente farolillo romano, se colgó en esta imagen -como un vampiro birmano- un anzuelo triple articulado, con forma de pescado negro, que le trajo su amigo Tintín de Vigo de su paso por Nueva Zelanda, cuando dio su primera vuelta al mundo.
Junto al salvavidas azul que forma el ombligo de esa circunferencia de hierro, la luna casi llena quiso sumarse a este retrato de baja tarde, entre los bastidores de una puerta que se sentía marina, y que soñaba con ser navegada por barcos, aunque fuesen maquetas de coleccionista.
Fotos: Gabriel Faba