La vida puede ser una hija de puta, pero también puede ser una retorcida hija de puta. Conviene tener clara la diferencia: no es ninguna tontería. De hecho, que la vida se limite al primer supuesto, muchas veces, es motivo de celebración.
El viernes pasado fue festivo. Algunos aprovecharon para hacer puente y viajar; otros, para hacer puente y holgazanear, y otros, para hacer exactamente lo mismo que cualquier día laborable. Yo fui de los últimos; es decir, la vida fue una hija de puta conmigo. Aun así, no me fustigué. Me lo tomé como un día cualquiera pero más relajado, que ya es bastante.
Me levanté, me duché, desayuné y salí a la calle con mis mejores intenciones. Pero me topé con un desierto. No había ni Dios. Era el único desgraciado que pisaba a esa hora la acera. «Bueno, así escucho mejor la música mientras camino», pensé, y lo cierto es que, sin tráfico, durante bastantes metros anduve tan a gusto que podría decirse que paseé. Hasta que justo antes de doblar la esquina anterior a mi destino, de súbito, surgió de la nada un tipo desaliñado, sucio y oscuro. Tenía muy mala pinta, y no había nadie con buena pinta cerca. Apreté los dientes y continué mi camino como si nada.
Para aumentar la tensión, cuando me divisó, desvió su trayectoria y se dirigió hacia mí. Una descarga eléctrica recorrió mi columna vertebral hasta concentrar toda la presión en la nuca. «Éramos pocos y parió la abuela», me susurré. Y a menos de diez pasos me habló: «¿Una moneda?». Negué con la cabeza. «¿Un cigarro?», volvió a preguntar cuando se cruzaron nuestros caminos. Misma respuesta. «¡Ven, ven!», me gritó al final, y me giré, pero para comprobar que no me seguía. Y, como no lo hacía, doblé la esquina y aceleré hacia mi destino. Me refugié.
De haber sido un personaje de Scorsese, me habría girado y, con una sonrisa psicopática, habría acudido a la llamada del tipo para reventarle la cabeza contra el bordillo de la acera, y lo habría dejado dando sus últimos estertores en mitad de la calle. Pero no soy ningún mafioso italoamericano, sino un individuo sin importancia colectiva que mantuvo la misma rutina durante el puente que durante la semana. Continué caminando y no pasó nada. Aun así, podría haber pasado. Ese tipo no solo podría haberme jodido el día, sino que además lo habría hecho en festivo y por no festejar. Por suerte, la vida no fue tan retorcida. Lo celebré fumándome dos cigarros después del desayuno.