Lo más televisado de cada día eran los éxitos de la máquina: “Aquí yo, la más lista del año, con mi premio y mi tarta temática… Aquí yo estimulando los cerebros infantiles… Aquí, con mi selecto círculo, adecentando la Luna… Aquí cuando entregué la primera pensión al lince ibérico y al lastre social de mejor currículum…”. La audiencia miraba con pelusilla desde un sillón relax; hasta los mayores, que habían recibido la tele como el gran regalo de sus vidas, empezaron por entonces a reírse de ella; de hecho, los presentadores parecían sonreírse, parecían seres desdoblados por la autoconsciencia de cargar con su muerto…, aunque esto bien podía ser un efecto óptico, consecuencia del contraste entre lo analógico y lo digital de las imágenes que aún se confundían en mi memoria…
Para suspender nuestro sistema caótico y sacarnos por la puerta trasera de una monumental zona de confort, la máquina rozaba el límite de sus altavoces, pero cuantos más datos humanos condensaba en su nube, más paradójicas se volvían las conductas… En Cataluña, por caso, la última tendencia era ser españolista de día y de noche catalanista o viceversa…, aunque esto bien podía ser un deseo inconsciente de hacerse el loco para burlar al recién patentado detector de las cincuenta y seis emociones…
La emoción 57 fue la cara que se nos quedó, ni positiva ni negativa, lo siguiente, facialmente irreconocible, al ver los hechos maquinales, sin nada más humano por hacer… Claro que la máquina también iba justa, aprendía y desaprendía infinitos algoritmos sin cazar los escurridizos patrones de lo que viene confundiendo con un subtipo de humor negro: la dimensión ético-moral de la existencia.